Monseñor ALFONSO CARRASCO, obispo de Lugo, explica por qué nuestra vida «depende» del vínculo con el Papa. Algo que desvela el fondo de nuestro corazón
«Un hombre vivo. Real. Quizá lo que más me sorprende de la figura del Papa es que la garantía de nuestra relación con Dios sea una persona concreta en la historia». Monseñor Alfonso Carrasco Rouco, de 58 años, un español de Villalba, teólogo de renombre ya antes de convertirse en 2008 en obispo de Lugo (Galicia), lleva toda su vida profundizando en el Primado de Pedro. Desde la época de su tesis en Friburgo, con Eugenio Corecco, otro teólogo y pastor que siendo su profesor le dio una indicación capital: «Para entender a la Iglesia como comunión, me pidió que profundizara precisamente en la jurisdicción del Papa». Pero al leer la carta que don Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de CL, escribió al movimiento para prepararse para la audiencia del 7 de marzo con el Papa Francisco, recibió el primer impacto justamente de ahí, de esa cita de don Giussani que recuerda cómo el rostro de Jesús es hoy «la unidad de los creyentes, Cuerpo misterioso, llamado también “pueblo de Dios”, cuya guía y garantía es una persona viva, el Obispo de Roma». ¿Por qué le llama la atención? «Sitúa al Papa dentro del pueblo de Dios y, al mismo tiempo, subraya la peculiaridad de su Ministerio. Constituido, precisamente, por un hombre».
Carrón escribe que nuestra misma existencia personal, «la vida de cada uno de nosotros», depende del vínculo con ese hombre «en el que Cristo testimonia su perenne verdad en el hoy». ¿Por qué?
El Ministerio del Papa subraya una dimensión profunda y común a todos nosotros: la experiencia cristiana sucede siempre en relación con personas concretas, con la presencia real de hombres. Por ejemplo, don Giussani, o tantos otros que nos han acompañado. Esto es lo que ha hecho posible nuestra fe. Este vínculo necesario con las personas históricas tal vez sea el aspecto que más nos sorprende del cristianismo. A veces, incluso nos escandaliza. Pero también es la dimensión más hermosa. El Papa, en el fondo, significa esto: indica la evidencia de que hace falta una persona que nos abra continuamente un camino nuevo hacia Cristo. Sin duda, su relación con el Señor es única: en él existe una garantía otorgada por Dios, que quiere que Su presencia perdure en la historia para siempre. Pedro nos hace ver justamente esto: es a través de una presencia humana como Cristo se nos acerca en la historia.
Usted hablaba de «escándalo». Y es verdad. En muchos casos, «que todo encuentre su consistencia en el nexo con la fragilidad de una persona singular» nos descoloca. Pero en definitiva, ¿no es el mismo desafío de la Encarnación?
La Encarnación es Dios que se ha hecho hombre. Nosotros a veces la vemos un poco mecánicamente, casi como un principio filosófico. Pero la Encarnación también fue morir por nosotros, instituir una amistad, generar una comunión profundísima con el hombre… Esto es lo que se percibe en el método de la Iglesia. Y esto es lo que el Papa hace posible ahora. Él pone de manifiesto que el Señor se ha encarnado para unirse para siempre con los hombres.
¿Por qué nos resistimos a este método que Dios ha elegido? En el fondo, es el camino más cercano a nosotros, el más accesible que se pueda imaginar para encontrarle: pasa por lo humano y por tanto es adecuado a lo humano…
Al final es porque nos resistimos a Él. Y entonces todo nos sirve como excusa, como justificación para seguir apegados a nosotros mismos. Luego, es verdad, hay que tener en cuenta que existe un camino, una cierta pedagogía: cada uno tiene sus tiempos y nada sucede de un modo mecánico. El Señor siempre nos sorprende en nuestra vida. Pero si luchamos contra este método tan humano, en el fondo es porque luchamos con Él. A la Iglesia se le reprochan mil cosas y nos alejamos de ella por mil motivos, pero al final depende de la postura que asumimos ante nuestro Señor. Si no fuera por esto, la Iglesia no le importaría a nadie.
Saca a relucir la actitud más profunda que tenemos ante la cuestión más decisiva…
Hace emerger el fondo de nuestro corazón, más allá tal vez de lo que decimos de manera explícita.
¿Y no es de esto de lo que a veces tenemos miedo? ¿Precisamente de nuestra libertad?
Nosotros perseguimos siempre un proyecto. Sobre nosotros mismos, la realidad y la vida. Y nos gustaría que se realizara. En cambio, tenemos paciencia cuando estamos felices por la compañía que ha alcanzado. Cuando nos damos cuenta de la presencia del Señor, estamos agradecidos por poder hacer un camino y aprender algo en cada paso. La conversión, el cambio radical, está en dar gracias con sencillez por el don inestimable de la presencia del Señor en nuestra vida.
¿Pero se puede caminar sin seguir?
No. Si no seguimos, en realidad estamos solos. Si solo perseguimos nuestro proyecto, estamos solos. El designio de otro siempre nos parece criticable, y en todo caso es de otro: a nosotros nos interesa el nuestro… Para caminar debemos vernos sorprendidos de corazón por el don que es el Señor. Y seguir.
La audiencia también ha sido una ocasión para profundizar sobre otra palabra clave de la fe: la autoridad. ¿Qué es para usted?
Autoridad es aquel a quien se sigue; seguimos a alguien que tiene autoridad. Y tiene autoridad quien hace brillar la verdad en nuestro corazón y abre la esperanza a la posibilidad de vivir. La verdad, el bien: eso es en el fondo lo que tiene autoridad. Pero la verdad y el bien no existen en abstracto: se presentan ante nosotros con el rostro de Cristo y de aquellos que Él envía. Es así como en la Iglesia se percibe la autoridad. Cuando tenemos esto claro, la aceptamos, seguimos con gusto. La autoridad es parte del camino que nace al reconocer al Señor. Nosotros queremos seguir este bien, esta presencia bajo cuya luz nuestra vida florece. Nos hemos dado cuenta de que no somos nosotros quienes la generamos, que es Otro, y por tanto le seguimos. Otra cosa es la necesidad de que esta autoridad se haga también formal, la autoridad del Santo Padre. El Papa es la roca, esa persona que nos puede confirmar y dar testimonio con autoridad. Pero la autoridad que vivimos es un gesto de nuestra fe. El Papa nos habla con autoridad si hemos vivido una historia donde el Señor ha hecho surgir la docilidad de la fe. Entonces escuchamos al Papa como alguien que tiene autoridad, porque sabemos con certeza que sirve al Señor, que es testigo suyo. Sin este camino no basta un reclamo externo, formal, para favorecer nuestra escucha.
Mencionaba la importancia de don Giussani al educarnos también en este aspecto fundamental de la fe. ¿Qué ha significado para usted conocerle? ¿Cómo le ha ayudado a profundizar en el vínculo con el Papa?
Lo que don Giussani ha favorecido en mí, con su enseñanza y su testimonio, ha sido precisamente la percepción de la fe. El poder entender, el poder hacer un camino cristiano. Mire, yo doy gracias al Señor por haberme salido al encuentro mediante esta forma que es su Iglesia. Y de esa certeza no me quiero alejar; para mí es lo más importante. Si el Papa me dice «ve allí», yo no lo juzgo a partir de mi proyecto sobre cómo debería ser la política eclesiástica, sino que lo miro como una palabra que forma parte de la historia de mi vida, marcada por cómo el Señor me sale al encuentro a través de personas como don Giussani. Es en esto en lo que él me ha ayudado, y me sigue ayudando hoy.
Giussani escribió que el pueblo cristiano, en cierto sentido, nace del «sí» de Pedro a Jesús, cuando le preguntó: «¿Me amas?». Ahí empieza «una relación nueva de cada persona con toda la realidad», un modo nuevo de estar en el mundo. ¿Es la misma relación que hoy se establece con el Papa?
Exactamente la misma. De hecho, la fe se marchita y muere cuando no es así. Nosotros no podremos conservar la fe en el Señor si no se convierte en algo que hace florecer una relación nueva con todas las cosas. Al fin y al cabo, queremos vivir, tener una relación humana con todo. Si nos quitan esto, ¿de qué nos sirve la fe? Separar la fe de la vida, como ya señalaba Pablo VI, es una catástrofe. Es la muerte de la fe. Pero la no-separación es justo esto: el «sí» que das a la Presencia del Señor, del que Pedro es la roca, está cargado de una promesa en la relación con toda la realidad. E incluso cuando vives mal, cuando te equivocas, cuando caes, la realidad sigue estando cargada de esta promesa.
Hay otra expresión de don Giussani que llama la atención, porque parece contenerlo todo: «Amar al Papa afectiva y efectivamente ha sido siempre nuestra pasión». ¿Puede explicarnos estos dos adverbios?
Vienen de la teología. Quiere decir: reconociendo al sucesor de Pedro en su ontología, en su realidad objetiva, pero también adhiriéndose con todo el corazón. Es decisivo, para Giussani y para nosotros. Pero diría también que es una gracia para nuestras respectivas generaciones. En la generación de don Giussani –pero también un poco más allá en el tiempo– el pueblo cristiano sentía un afecto inmenso por el Papa. Esta realidad, esta afirmación efectiva pero también profundamente afectiva del Ministerio petrino, creció enormemente en el siglo XIX. Porque fue también la época en que se puso en cuestión la realidad histórica de la Iglesia: que tuviera un sentido su presencia como pueblo, con un rostro preciso, con formas concretas, instituciones… Pues bien, esta puesta en discusión encontró una de las respuestas más profundas en la adhesión al Papa como aquel que hacía presente al Señor ante los hombres. Y por tanto en el afecto hacia los Papas.
También este Papa suscita un gran afecto. Pero paradójicamente, al mismo tiempo que atrae a muchos no cristianos, descoloca a algunos católicos. Es como si la misma fascinación que suscita en muchas personas “fuera del recinto” de la Iglesia terminara levantando sospechas en algunos de “dentro”…
Bueno, tal vez algunos sospechen que ciertos no creyentes sienten afecto por el Papa por razones distintas de las suyas, razones que no se pueden compartir… Pero mire, la adhesión de corazón siempre sigue al juicio de la verdad. Y eso vale para todos. Si tú percibes quién es el Papa, puedes seguirle sin dudas y sin necesidad de que te sea simpático. Puede serlo o puede no serlo, pero tú no le sigues por eso. El reconocimiento del Ministerio petrino, como decíamos, es un gesto de la fe. Y la fe es la percepción de la verdad que Cristo nos pone delante. Una adhesión de corazón sigue. La doctrina precisa que el Papa ejerce una función constitutiva en la Iglesia en el ejercicio de su Ministerio, aunque pueda no hacerlo en sus opiniones privadas. Esta distinción, que existe desde siempre, nos indica también la razón por la que nos adherimos a él. Nuestra adhesión es de corazón, y es a una persona presente, que el Señor nos pone delante en la historia como Su representante para permanecer en la verdad de la fe y de la comunión. No puede uno oponerse al Papa y encontrarse pacíficamente en la misma historia de comunión que el Señor genera.
¿Qué es lo que más le llama la atención de este Papa?
Dos cosas. Su insistencia constante en la misión, esa voluntad suya tan fuerte, casi feroz, de que la Iglesia esté “en salida”: para él, este aspecto juzga todas las cosas y debe servir para renovar todas las cosas. Creo que es un acento providencial. Y luego, su voluntad de manifestar la fe como una experiencia cercana, humana. Está tratando de mostrar cómo las afirmaciones y los principios de la fe, que tantas veces podrían parecernos un poco abstractos, son una experiencia cotidiana que toca a la persona.
Una de las cosas que el Papa nos pide continuamente, lo hizo también en su mensaje al Meeting de Rímini, es la disponibilidad para buscar formas nuevas de comunicar «la novedad perenne» de la fe. ¿Qué es para usted esta disponibilidad? ¿Y qué la favorece?
Para esto él tiene una sensibilidad especial. Es como si a través de su historia hubiera visto que la Iglesia necesita una mayor libertad delante de las cosas. Y eso significa estar disponibles a lo que el Señor nos pida, a cambiar, a una creatividad que permita ir al encuentro de todos. A los obispos nos lo ha dicho en varias ocasiones, también de forma muy explícita. Considero esta llamada como una de las más significativas de su Ministerio.
¿Y usted? ¿Qué le ayuda a permanecer «abierto a las sorpresas de Dios», por usar otra expresión del Papa?
En el fondo, la gracia del Señor. Porque es como decir qué me ayuda a estar vivo cada día. La vida nos viene dada: te la encuentras entre las manos al abrir los ojos por la mañana. No lo piensas, pero estás vivo. La fe es como la vida: abres los ojos y está. Como un don que te encuentras y debes cuidar. También me ayuda la compañía, las personas. Cuando tienes que afrontar un problema o te preguntas cómo hacer, hay otros que te obligan a no quedarte en el juicio que hiciste ayer, a abrirte… Y también un mínimo de orden en la vida. En la vida diaria hay una agitación que impide ver la realidad como es. Si vas todo el día corriendo detrás de las cosas, al final es difícil responder bien. Hace falta cierto orden.
AUTORIDAD ÚNICA
La autoridad suprema es aquella en la que encontramos el sentido de toda nuestra experiencia: Jesucristo es esta autoridad suprema, y su Espíritu es quien nos lo hace comprender, abriéndonos a la fe en Él y a la fidelidad a su persona. «Como el Padre me ha enviado a mí, así os envío yo» (cf. Jn 20.21): los Apóstoles y sus sucesores (el Papa y los obispos) constituyen en la historia la continuidad viva de la autoridad que es Cristo. Mediante su dinámica sucesión en la historia y su extensión por el mundo, el misterio de Cristo es propuesto sin descanso, clarificado sin errores, defendido sin compromisos. Ellos constituyen, pues, el lugar donde la humanidad puede alcanzar el verdadero sentido de su existencia, con profundidad creciente, como en una fuente segura y continuamente nueva. Lo que el genio es al clamor de la necesidad humana, o el profeta al grito de la humana espera, son ellos al anuncio de la respuesta. Pero igual que la respuesta auténtica es siempre incomparablemente más precisa y concreta que la espera –inevitablemente vaga o sometida a ilusiones– así son ellos, como roca definitiva y segura: infalible. «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».
Su autoridad no solo constituye el criterio seguro para esa visión del universo y de la historia que es la única que explica a fondo su significado, sino que también es estímulo vivo y tenaz para una verdadera cultura, sugerencia incansable de una visión de conjunto, condena inexorable de cualquier exaltación de lo parcial e idealización de lo contingente, esto es, de todo error y de toda idolatría. Su autoridad es, por tanto, la guía última en el camino hacia una genuina convivencia humana, hacia la verdadera civilización. Cuando esa autoridad no está viva y vigilante, o es combatida, el camino humano se complica, se hace ambiguo, se altera, se desvía hacia el desastre; aunque su aspecto exterior parezca potente, saludable, sagacísimo, como sucede hoy día. Donde esa autoridad es activa y respetada, el camino de la historia se renueva con seguridad y equilibrio hacia aventuras más profundas de genuina humanidad; y eso aunque las técnicas de expresión y convivencia sean rudimentarias y duras.
Todavía hoy es el don del Espíritu lo que permite descubrir el significado profundo de la autoridad eclesiástica como orientación suprema para el camino del hombre; he aquí de dónde nace ese último abandono, esa obediencia consciente a ella, porque ya no es esa autoridad el lugar de la Ley, sino el lugar del Amor. Fuera del influjo del Espíritu uno no puede comprender la experiencia de esa devoción definitiva que liga al «fiel» con la autoridad, devoción que se afirma a menudo en la cruz de la mortificación de una genialidad o un plan de vida personal.
(L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, pp. 88-89)
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