«¡Entonces yo también puedo hacer el bien!»
El mar a un lado y a otro. A sus espaldas, el cerro de Posillipo. Giovanni ve su silueta en el espejo retrovisor mientras cruza la larga pasarela que conecta a la isla de Nisida con la tierra firme. Lleva dos años recorriendo este camino tres veces por semana. Coordina los talleres de construcción para los chicos de la cárcel de menores de Nápoles, los únicos habitantes de la isla. Les da clases para que aprendan el oficio de albañiles. Pero esta mañana es distinto. No va allí para darles clase. Se celebra la Jornada nacional de recogida de alimentos.
En la entrada, el agente le reconoce: «Buenos días. Aquí tiene la autorización para los tres chicos que van con usted». La abre, la lee. «Un momento, hay algo que no está bien. ¿Estos chicos salen solo con usted, sin escolta? El día entero... Debe de haber un error». Levanta el aparato, llama. Al cabo de un momento, suena el teléfono: «Los chicos salen solos, con el arquitecto». El agente se dirige a Giovanni: «Dice el director que todo es conforme. Es así, van sin ninguna escolta. Están llegando».
Giovanni no había reparado en que había que vigilarlos. ¿Y si escapan? No le da tiempo a pensarlo. Antonio, Mariano y Giacomo están allí, listos para salir. «Aquí estamos, arquité. ¿Algún problema?». «Ninguno. Vamos, no vayamos a llegar tarde».
El recorrido en coche es espectacular: desde el mar se llega a Posillipo, luego hasta la bahía del Vómero. Los chicos hablan entre ellos, no miran, parece que no se dan cuenta de nada. Ni siquiera de que en el primer stop Giovanni bloquea las puertas del coche. «Nunca se sabe», piensa...
Llegan a su destino. Mientras cruzan la calle, Giacomo le murmura a Giovanni en voz baja: «Bastaría que miraras pa’l otro lado y ya me habría largado». Un escalofrío le recorre la espalda. Y si pasa, ¿qué hago? Pero Antonio añade en seguida: «Nuje te vulimm’ bene, nun te pudimo fa chesto!», nosotros te queremos, no podemos hacerte eso.
Se juntan con los estudiantes que ya están allí con su profesor. Se presentan, se enfundan los petos y a la faena. Los folletos, las bolsas para la recogida, las conversaciones con los que se paran a preguntar. Todo procede bien. Excepto para Mariano. Giovanni lo observa: no sonríe, está triste. «Oye, ¿qué te pasa?». El chico le mira: «Estoy contento de haber venido, de estar en medio de tantos jóvenes. Creía que fuera cosa de viejos, pero...». «Pero, ¿qué?». Salta: «Les hemos mentido. Les dijimos que somos estudiantes, como ellos. Me avergonzaba decir que somos compañeros, eso sí, pero de la misma cárcel». Giovanni le sonríe: «No te preocupes, no pasa nada». «No, ¡no es verdad!». Se gira, alcanza al grupo de chavales y les dice: «Chicos, paraos un segundo». Todos le miran. Se aclara la voz y sigue: «Os hemos mentido. No somos estudiantes sino presos de Nisida. Vaya, ya lo he dicho». Los chicos se acercan sin hablar, y les abrazan. Al cabo de un momento, el profesor les incita a volver a la tarea.
Entre una bolsa que vaciar y una caja que llenar, se acaba la tarde. Es hora de volver. En el coche se ríen, charlan. «Giovanni, ¡mira qué hermoso es el mar! ¡Ni siquiera lo había visto esta mañana!». En la puerta, se despiden. Mientras le abraza, Antonio mira a los ojos a Giovanni. Luego, todo de un tirón, suelta: «¡Pero entonces yo también puedo hacer el bien!». «Sí. Nos vemos el lunes, en la obra».
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