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Huellas N.7, Julio/Agosto 2008

IGLESIA - Misioneras en El Cairo

Si tuvierais una fe como un grano de mostaza…

Javier de Haro Hostench

Una llamada dentro de la llamada ya recibida décadas atrás cuando ingresaron en el Instituto de vida consagrada Pro-Ecclesia, ha llevado a dos misioneras españolas a El Cairo para dedicarse a los más desfavorecidos. Sin que nadie se diera apenas cuenta, han surgido un hogar para ancianos y deficientes profundos, un comedor para los pobres que acuden a diario, la ayuda a las familias y un impulso de caridad que recorre el sur de Egipto

Cuando conocí a Marisol Biencinto y a Mari Carmen Navas allá por abril de 2005, apenas tenían nada salvo su fe. Su vocación misionera les había llevado a un país extraño, de mayoría musulmana, donde la excesiva burocracia y una cierta resistencia a recibir ayuda les tenía retenido desde hacía más de seis meses en la frontera un contenedor con todo lo que habían reunido para la misión. «Sin nada llegó también aquí la Sagrada Familia en su huída, y sin nada quiere el Señor que empecemos. Si Él quiere, saldremos adelante», solían decir.

Desde Parla
Habían dejado para siempre sus antiguas vidas en Parla –una, maestra; la otra, enfermera– para embarcarse en algo incierto, en un momento en el que se iban acercando a la edad en la que muchos dejan de ser en nuestra sociedad “sujetos activos” y son, en ocasiones, considerados un estorbo.
Era, por lo tanto, para ellas, una llamada dentro de la llamada ya recibida décadas atrás cuando ingresaron en el Instituto de vida consagrada Pro-Ecclesia, un despojarse de todas las comodidades y quedarse sólo con sus manos, listas para el trabajo.
La misión atendía a una urgencia social: la creación de una casa para ancianos abandonados por todos, pobres entre los pobres y que no tenían nada salvo la necesidad de un hogar donde pasar sus días, sentirse queridos y tener una vida digna.
Para llevar a cabo esta tarea, las protagonistas de esta historia no contaban con más luz que aquella que habían experimentado durante su vida de consagradas en el Instituto: la presencia constante de Cristo en sus vidas. Tenían claro que Él nunca las había abandonado.

Los comienzos, el idioma, las ganas de servir
Los comienzos de la misión fueron aún más difíciles de lo que habían imaginado incluso en sus peores predicciones. Ante todas estas dificultades, su único pensamiento seguía siendo aquel por el que vinieron: las palabras del evangelio de Mateo: «Tuve hambre y me disteis de comer» (Mt 25,35). Sólo el convencimiento de estar realizando la obra que el Señor quería las mantenía allí, tranquilas y serenas. Su ilusión y su impulso evangelizador nadie podía dejarlos retenidos en ningún puerto. Esta ilusión por cambiar el pedacito de mundo donde el Señor les había mandado no se vería frenado ni siquiera por el muro del idioma, que con gran esfuerzo fueron aprendiendo, viéndose forzadas durante los comienzos a transmitirse por medio de gestos.
Comenzaron a llegar colaboradores de las formas más diversas e insospechadas, y ellas experimentaban que cada vez que necesitaban algo, el Señor ponía siempre los medios a su alcance. Su modo de vida y sus increíbles ganas de servir a los demás contagiaban, y los que nos encontrábamos por aquellas lejanas tierras por uno u otro motivo, al encontrarnos con aquella casa, veíamos en ella los signos de una presencia buena.

Las “misioneras españolas”
De este modo, la Casa de la Sagrada Familia, en El Cairo, comenzó su andadura. De forma sencilla la casa y sus habitantes (iba poco a poco aumentando el número de ancianos internos) fueron haciéndose un hueco entre el caótico y multitudinario Cairo. Cada vez más personas ya conocían a las “misioneras españolas”, y acudían a la casa para informar acerca de algún anciano que vivía en la calle, atendido por alguna iglesia; otros comenzaron a acercarse allí simplemente para comer un plato de comida, quizá el único del día.
Sin que nadie se diera apenas cuenta, sin ruido, de forma discreta, se fueron haciendo parte del paisaje del barrio, integrándose como unas habitantes más, visitando familias, recorriendo calles allá donde les informaban que podía haber una persona necesitada, sin mirar riesgos ni peligros.
Pero el amor de Cristo no se ubica entre cuatro paredes de una casa, y así lo han entendido ellas, por lo que su labor no se ha limitado al barrio donde se encuentra la casa, ni siquiera al Cairo. De este modo han recorrido el sur de Egipto en busca de personas necesitadas o abandonadas.

El Doctor Naguib
En todo este tiempo nunca han faltado colaboradores, amigos de la misión, donaciones útiles que llegaban en el momento necesario para hacer algún arreglo de la casa, pagar el tratamiento médico de algún enfermo o simplemente llegar a fin de mes. De este modo, veían con alivio que el Señor no impone cargas imposibles. La propia casa donde se desarrolla la misión había sido una donación a la Iglesia Católica por parte del Doctor Naguib, egipcio dedicado desde hace ya décadas a la ayuda a los más desfavorecidos de Egipto en cualquiera de sus manifestaciones: ancianos, niños, leprosos…
Así, dando pequeños pasitos, ha llegado hasta hoy una misión que no tiene aún los cuatro años y que va creciendo, y acogiendo a todo el que llama a su modesta puerta. Como ellas, tantas y tantas personas en la Iglesia llevan a cabo, casi desde la invisibilidad, la vocación misionera, que no consiste en dar, sino en darse.
Y esta vocación ya ha dado frutos grandes: un hogar para quince internos en El Cairo, entre ancianos y deficientes profundos, comida para personas que acuden a diario, hundidas en la miseria, ayuda y asesoramiento a familias con problemas, embarazadas, niños. Y es que como dicen ellas, «no hay nada más grande que dejarse amar. Dejarse amar para construir amando».

Para colaborar con la misión:
Ingresar en BANESTO
Instituto Secular Pro-Ecclesia
Misión de Egipto
0030-1081-11-0000316271


casasagradafamilia@yahoo.com

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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