El maestro de esquí
La Plaza Chanoux todavía está desierta a estas horas de la tarde. Paolo la atraviesa deprisa. Lanza una mirada veloz a las cimas que asoman por encima de las casas del centro de Aosta. Son sus montañas, sus ojos las llevan contemplado a lo largo de sus veinticuatro años de vida. Pero hoy le parecen nuevas, como si las mirase desde otra perspectiva.
Debe apresurarse porque dentro de una hora empieza el entrenamiento de su equipo de esquí y no puede tener esperando a una veintena de adolescentes en los remontes. Pero antes tiene que pasar por el club de esquí. Ha pedido una reunión con la junta directiva para comunicar algo importante: en breve dejará el equipo y su trabajo como entrenador.
Paolo entra a toda velocidad en el callejón que lleva a la sede del club, y mientras oye repicar las campanas de la catedral empiezan a pasar por su mente sus chavales, uno por uno. Cuánto tiempo ha pasado con ellos, de la mañana a la noche en las pistas, cuántos viajes, cuántas competiciones. Piensa en Marco, uno de los mejores: en primavera se lo llevaba a estudiar a la biblioteca porque corría el riesgo de otro fracaso escolar. O en Martina, tan frágil cuando las competiciones salían mal, y entonces él nunca se cansaba de repetirle: «No podemos vivir para el resultado, tal como nosotros lo imaginamos. ¡Si vives para la victoria, mueres en la derrota! Y entonces, ¿para qué esquiamos, Martina?».
Su padre le espera en el club de esquí. Ha querido acompañarle: el presidente es un hueso duro de roer, tiene un gran corazón, pero un carácter de esos que se encienden rápidamente. No le sentará nada bien perder a un entrenador con la temporada ya comenzada.
«Gabriel, he venido para decirte que dejo el club», empieza, con calma, Paolo. Y antes de que el otro abra la boca: «En unos días entro en el seminario».
Gabriel tiene cincuenta años y lleva cuarenta sin pisar una iglesia. Ni siquiera para ir a funerales de amigos suyos. Calla durante un instante larguísimo. Hasta que por fin encuentra las palabras que buscaba. «Siempre he pensado que llegaría un momento en el que te marcharías. Tal vez al extranjero, para dedicarte a un trabajo importante». Pausa. «Pero esto es aún más, aún más grande. Ahora entiendo por qué al mirarte todos estos años siempre he pensado que el mundo podría tener un significado también para mí».
Nadíe podía imaginarse una apertura así. Es verdad que hay que reorganizar los equipos, discutir, hablar... Y lo hacen. Y al final de la reunión vuelve a ser Gabriel quien se dirige a los que están alrededor, bromeando pero no demasiado: «Ahora nos tocará hacer que todos nuestros hijos se casen por la Iglesia, siempre que sea él el cura». Pero Paolo no lo oye, ya está fuera, corriendo hacia donde están sus chavales. Le espera su último entrenamiento.
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