Era la primera vez que entraba en la cárcel de Padua. «Pero desde ese día, no hay mañana en que no vuelvan a mi mente esos rostros». Crónica de una jornada particular, que Julián Carrón ha pasado con los presos y los trabajadores de la cárcel Due Palazzi. Para descubrir juntos «lo único por lo que vale la pena vivir»
«Desde ese 6 de noviembre, no hay mañana en que no vuelva a mi mente ese encuentro, en que no vea de nuevo esos rostros», dice Julián Carrón. Han pasado diez días desde su visita a la cárcel de Padua. En esa frase se encierra todo. Esos rostros deben haber sido como los de Pedro, Mateo, Santiago… Y de Zaqueo, de la Samaritana… Se encierra la conmoción por un hecho inesperado que ese día, en aquel lugar, con esas personas, se hizo de forma sencilla «presencia». Recordar esa jornada hace tangible para cada uno, también para los que conocen esta experiencia desde hace años, el asombro y la belleza del cristianismo. De lo que el Señor hace.
En la cárcel Due Palazzi deseaban la visita de este amigo. Nicola Boscoletto, presidente del consorcio social Giotto, que desde 1990 ofrece trabajo a los presos, le había dicho: «Ven cuando tengas ocasión. Quédate a comer, queremos contarte las cosas que más nos importan».
En el patio esperan a Carrón el director, Salvatore Pirruccio, los trabajadores de la cárcel y de la cooperativa, don Marco, el capellán, y Graziano, Gino y otros amigos de la comunidad de Padua. Contentos y seguramente ajenos a lo que en breve se vería y escucharía allí.
La visita comienza con un recorrido por los pabellones en donde, atendidos regularmente por las cooperativas del consorcio, los presos responden en el call-center, construyen bicicletas, organizan la correspondencia de importantes empresas y digitalizan documentos en papel. Desde ahí se pasa a la cocina y al obrador de pastelería. Orgullosos, muestran los panettones artesanales «más ricos de Italia», como han sido definidos por importantes críticos gastronómicos. Se atiende a unos ciento veinte presos. Uno de los ejemplos más importantes de Italia. Los presos saludan, explican. Uno de ellos dice: «Nos vemos luego».
“Luego” es la comida en una sala presidida por una gigantografía de las Bodas de Caná que se encuentra en la Capilla de los Scrovegni, pintada por Giotto. Todos apiñados alrededor de la mesa para poderse mirar cara a cara, Carrón en el centro. El huésped esperado. El amigo invitado. Platos y vasos de plástico (estamos en una cárcel), pero los platos que llegan de la cocina y del obrador de pastelería son de calidad, bien cuidados. Nada se deja al azar. Como en una gran comida de familia. Cuando uno vuelve a encontrarse después de una larga espera.
La carta de Armand. Nicola empieza las presentaciones. Están Álvarez, Maurizio, Francesco y Gian Paolo, que ya han cumplido su condena, pero que han querido volver para encontrarse con Carrón. Lorenzo, Marino, Franco, Salvatore, que al amparo del art. 21 gozan de régimen de semi libertad: de día trabajan fuera de la cárcel y por la noche regresan. Y también Davos, Rino, Zang, Douglas… «Bueno, hagamos una ronda rápida con los nombres. Aquí están los presos que nos han conocido a través del trabajo, algunos de ellos son fieles al gesto de la Escuela de comunidad con Alessandro y Gino. Otros no. Pero no hay ninguna diferencia. Don Marco, bendiga». Silencio. «Señor, bendice estos alimentos, bendice nuestra amistad y que haya serenidad en nuestro corazón».
Uno a uno van diciendo sus nombres, alguno añade cuánto hace que está en la cárcel, todos dicen cuánto hace que trabajan. Difícilmente se equivocan en ese número. Porque es el momento en el que todo empezó de nuevo. Zang tiene una petición: «Tengo una carta para usted. Está en italiano. Contiene algunas preguntas. Para mí es importantísimo que usted responda. Tenga». Carrón le abraza y le dice: «Tengo algunos amigos chinos». Armand también tiene una carta: «Soy albanés. Hace cinco meses recibí el Bautismo. Ahora mi nombre es Davide. Pero, sinceramente, me gustaría leerla». «Sinceramente, léela». «Don Carrón, estamos orgullosos y complacidos por este privilegio que nos ha concedido con su presencia. Pedimos por su salud…». La voz se quiebra un poco. «Que muchas personas del movimiento, en Italia y en todo el mundo, comprometidos en lo social y en lo público, sigan trabajando cada vez con mayor esfuerzo, convencidos y seguros de que su presencia, su compromiso, es ante todo una misión, un servicio a la causa del bien común de toda la comunidad. Le expreso mi agradecimiento. Amén». Un fuerte aplauso. La ronda continúa. Carrón no se pierde ni una palabra, escucha a todos. Su plato está casi intacto. También está la «cooperativa dentro de la cooperativa», como la llama el director. Son dos hermanos, Gianni y Biagio, de pie al fondo de la sala. A Biagio se le mató hace dos años una hija de veintitrés años en un accidente de coche. Cuenta Nicola: «Como padre sentía la impotencia de estar lejos. Sin embargo, por la forma que han tenido ambos de estar en el trabajo, de compartir este dolor inmenso buscando un significado, todo lo que ha sucedido les ha hecho florecer, en vez de encerrarse en sí mismos. Estaban serenos. Fue un gran testimonio». Gianni se aclara la voz: «Hablo en nombre de ambos. La vida hay que vivirla siempre, porque la vida es preciosa. Debemos seguir adelante por nosotros y por nuestras familias. Además hay alguien que te da la fuerza. Nuestros compañeros, nuestros empleadores, todos nos han dado consuelo y esperanza. Si hubiéramos estado en otra cárcel esto no habría ocurrido».
«Mi fortuna». El clima es cada vez más familiar. Algún chiste, risas. El huésped es el amigo esperado. El director, sentado a la izquierda de Carrón, explica: «Estoy contento porque me doy cuenta de que estas personas han elegido un tenor de vida distinto del de los demás. Esta es la verdadera satisfacción para un director: ver cambiar a las personas. Esto no se obtiene de la nada. Esta cooperativa que, quiero decirlo, se mantiene por sí misma desde un punto de vista económico, está constituida por personas que siguen y acompañan incluso después, cuando el preso ha salido ya de la cárcel. Ahora para mí es algo normal conceder permisos según el artículo 21. Una satisfacción. Son hombres recuperados para la vida civil. Todas las cárceles deberían ser así. Es cierto que ahora se va a llevar a cabo una reforma muy importante del sistema penitenciario». Nicola pregunta: «Bledar, ¿tienes algo que contarnos?». Con su pañuelo en la cabeza, el hombre cuenta: «Estoy condenado a cadena perpetua. Me hacía el duro. Negaba incluso los delitos cometidos. Un día vi en la sala un aviso en el que se ofrecía la posibilidad de trabajar con la cooperativa Giotto. Al principio me costó mucho. Nunca había trabajado, había vivido como en la selva. Parecía un animal. Ellos, con paciencia, me corregían y me explicaban. Después conocí a Franco y a Marino, también ellos condenados a cadena perpetua, como yo. Iban a misa y sonreían. No entendía por qué, sentía que me faltaba algo que tal vez estaba encerrado en el fondo de mi corazón. Algo grande. Fui con ellos a la iglesia y le pedí a Franco que fuera mi padrino de Bautismo (v. Huellas n.4/2010). Al final me hice cristiano con el nombre de Giovanni. Ahí empezó el cambio. Si no partes de aquí, ¿a dónde quieres llegar? Doy las gracias a todos. Don Carrón, tengo unos regalos para usted. Tres cuadros: dos los he pintado yo y uno un amigo mío. Elija el que más le guste». «Gracias, luego los vemos».
Desde la otra cabecera de la mesa Francesco habla: «Yo ahora estoy fuera, pero cada vez que escucho a Bledar me conmuevo. Le conocí al principio: sonreía, pero tenía la mirada llena de rabia. Ahora me parece que es otro. Es un ejemplo. Pero no es suficiente. Yo siempre he tenido dentro muchas preguntas. Hace tres años fui a los Ejercicios. Me impresionó la frase: “Cada uno de nosotros es un hijo predilecto a los ojos de Dios”. Estaba contento. Yo era un hijo predilecto. Me dio un ánimo, un entusiasmo diferente incluso en el trabajo. No estoy solo». Carrón le interrumpe: «También a mí me gustaría decir con tu mismo entusiasmo: “Soy el hijo predilecto”. ¿Quién es más cristiano? ¿El hijo pródigo, o el que se ha quedado encerrado en casa? ¿Quién es más consciente de ser hijo?». Francesco responde enseguida: «Yo lo soy. Pero no soy un buen cristiano, porque no soy muy practicante. Si vivo bien, ¿para qué ir a la iglesia? Yo quiero vivir siempre con este entusiasmo». El diálogo es apremiante. Como entre padre e hijo, cuando se llega al meollo. «Este entusiasmo no lo puedes generar por ti mismo. Por eso vamos a la iglesia, a pedirlo como pobres hombres», le dice Carrón.
Todos se sienten interpelados. Nicola no pierde la ocasión: «Mantengamos abierta la pregunta: ¿da igual una cosa que otra? ¿Soy capaz de seguir yo solo lo que me ha salido al encuentro?». Sentado junto a Francesco, Marino se aclara la voz: «Yo soy la demostración viviente de que se puede volver a empezar en cada momento. Mi situación era dificilísima, por los delitos cometidos y por otras circunstancias. El trabajo no ha sido lo único que ha posibilitado mi cambio. Me ha cambiado la forma en que he sido mirado. Yo, que ya no tenía ninguna confianza en mí mismo, yo, que no tenía siquiera valor para levantar los ojos. Esta ha sido mi fortuna. Luego han llegado los permisos, el artículo 21. ¿Coincidencias? No, todo ha nacido de esa mirada buena. Él viene a abrazarte, pero es necesario aceptar. Sabes, Julián, la mayor dificultad es decir “sí” todas las mañanas». Carrón sonríe: «Es la fatiga del drama de la vida. Aunque mis circunstancias son distintas, yo tengo el mismo drama que tú: decir que sí cada mañana a Otro que te ha mirado y te quiere. Que te ha buscado».
Le toca el turno a Franco: «El trabajo me ha metido en vereda, a mí, que nunca me había sometido a ninguna regla. Me reía de ellas. Cuando fui al Meeting pensé: ¿cómo puede ser que estas personas no me desprecien? Cada uno de nosotros siente un peso en el corazón por los errores cometidos. Empiezas a aceptarlo cuando te quieres por lo que eres. Para mí esto ha sucedido gracias al grupo de amigos que tenía junto a mí. Ahora tengo casi la urgencia de devolver lo que he recibido». «Es verdad, Franco», subraya Nicola: «Pero la mayor ayuda es testimoniarnos recíprocamente cada día ese “sí” del que hablaba Marino. Este es el trabajo cotidiano. De lo demás ya se ocupa el Señor. Hemos puesto ante ti nuestras experiencias».
«Lo mejor está por llegar». Todas las miradas están fijas en él, están a la espera. «La única palabra que puedo decir es: gracias. Gracias por vuestro testimonio. Escucharos contar, la forma con la que decís ciertas cosas, no es habitual. Habéis dicho: el hijo predilecto. Me viene a la mente la parábola del hijo pródigo que ha reconocido al padre con una intensidad que el otro hijo no tenía. Esto es lo que me habéis dado, entregado a través de vuestras palabras: he cambiado porque he sido mirado, querido. Es un milagro que necesitamos para vivir. A muchos puede parecerles insignificante, y sin embargo es todo. Lo que me ha pasado a mí, que es lo que también os ha pasado a vosotros, es la cosa más grande del mundo, la única por la que merece la pena vivir. ¿Acaso haber cumplido la condena agota la exigencia de justicia? ¿Da paz? Todo viene de esa mirada. Y esto es algo que compartimos. Por eso hoy os siento más amigos, más amigos de forma personal. Compartimos el sentido de la vida, nuestro tesoro. Como hombres caminamos juntos hacia el Destino con la plenitud con la que hemos sido hechos. ¡Porque la vida es bella! Somos compañeros de camino. Pensad que lo mejor está por llegar. Aquí pregustamos el ciento por uno, pero después será mil veces mejor. ¡Pensad lo que nos espera! Venga, Bledar, vamos a ver esos cuadros». Entran algunos presos y trabajadores que, como caballetes vivientes, sujetan los tres grandes cuadros. Bledar explica y, al final, cuando Carrón decide cuál quedarse, añade: «Sí, pero, ¿te llevas también el caballete?». Risas.
La misericordia indica el camino
El presidente de la Fraternidad de CL habla del asombro ante hombres cambiados por el anuncio cristiano. Y «compañeros» en el drama de la vida
Paola Bergamini
Entrar en una cárcel es siempre una experiencia que deja huella. La falta de libertad se percibe físicamente. «Es verdad», dice Julián Carrón diez días después de su encuentro con los presos de la cárcel Due Palazzi. «Por eso impresiona aún más lo que me han contado»
¿Qué es lo que te ha impresionado?
La conmoción al oírles contar qué significa para ellos el encuentro que han tenido. Francesco, ahora ya en libertad, ha vuelto para decir que es el hijo predilecto. O Marino, que explica que lo único que vale es cómo ha sido mirado. Y nosotros, que a veces nos quedamos bloqueados en las cosas concretas de la vida… Les ha cambiado la esencialidad del anuncio cristiano, como repite el papa Francisco. Es lo mismo que he visto recientemente en las mujeres enfermas de sida de Rose, en Kampala, que no se tomaban las medicinas. No querían vivir. Se estaban dejando morir. Para nosotros es algo inconcebible. Hasta que fueron miradas por Rose. En ese momento descubrieron el valor de su vida, y que por tanto valía la pena cuidarse tomando las medicinas. Cuando te encuentras ante hechos como estos, cambia radicalmente la forma de ver la vida. Habla de lo que espera verdaderamente todo hombre.
La única posibilidad de tener paz incluso dentro del mal cometido.
En este sentido, cumplir la condena nunca es suficiente. No puedes reconstruir lo que está destruido. Hace falta, como decía don Giussani, un más allá que se ha hecho presente como misericordia. Esto es lo único que puede dar paz, incluso en un lugar como la cárcel. No es un esfuerzo tuyo, sino Otro que se inclina hacia ti.
Les has dicho: «Somos compañeros de camino».
El drama de la vida es el mismo. Por eso somos compañeros. Podemos testimoniarnos mutuamente que no nos reducimos a los factores antecedentes o a lo que hemos hecho en el pasado. No somos esclavos de nuestro mal, porque siempre existe la pregunta de Jesús: «¿Me amas?». No el reproche por el mal cometido. La lucha se produce entre dejar entrar esa mirada buena o convertirnos nosotros en la medida.
Es el milagro del cambio.
Un milagro visible allí. Como decía Giussani, que exista algo así es ya un milagro. ¡Cuántas veces habrán tenido Nicola y los demás la tentación de dejarlo todo! ¡Cuántas veces habrán tenido que hacer el trabajo de empezar de nuevo! ¡Cuántas veces habrán escuchado el desaliento de los presos: «Nunca cambiaré»! Pero la misericordia de Dios dicta el camino. Los milagros son las señales que te permiten verlo. Por eso los necesitamos tanto.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón