Para Domenico Quirico fueron 152 días de miedo y sufrimiento, en los que aprendió muchas cosas sobre la revolución y el pueblo sirio. Sobre sí mismo, sobre su oficio, sobre la relación con su familia y con Dios. He aquí un amplio extracto de la intervención del corresponsal de guerra del periódico italiano La Stampa en el Centro Cultural de Milán el pasado 25 de septiembre
Mis amigos revolucionarios
«¿Qué Siria es la que amé? Yo me enamoré de la revolución siria no porque me fascinara su ideología, ni su proyecto, ni las ideas que la movían, sino porque conocí a los hombres que la hacían. A los jóvenes que la hacían. Viví de cerca la Primavera árabe, atravesé Túnez, Egipto, también parte de Libia, y en la revolución siria – la primera revolución, la de Alepo de hace dos años – encontré la misma energía vital, la misma extraordinaria sinceridad y los mismos jóvenes que había encontrado en las calles de Túnez y en la plaza Tahir de El Cairo.
La revolución es energía, es una etapa diferente de la vida, es vivir de un modo más acelerado, creer que todo es posible y que el mundo se puede transformar con una acción personal y colectiva, de un día para otro, en algo distinto y mejor. Los jóvenes de Alepo, de las calles de Alepo, de los barrios de Alepo, liberados del régimen de Assad, eran todo esto: la extraordinaria emanación de una fuerza vital, de una voluntad de ser protagonistas y de cambiar. Su proyecto político era aún muy incierto y confuso: un país distinto de ese en que vivían, estancado desde hace medio siglo, desde que la familia Assad lo tomara como rehén mandando con mano de hierro. Pues bien: yo amé a esos jóvenes. Amé el hecho de que dejaran los libros en la Universidad y en los institutos y tomaran los viejos kalashnikov, que lucharan como soldados que no eran, como guerrilleros que no eran, como rebeldes que no eran. Luchando casi con las manos desnudas, en las calles, entre los escombros, bajo los bombardeos de los aviones MIG, de los helicópteros, del ejército de Bashar. Esa fue la revolución siria. Sólo esa.
Luego vi las otras caras de esta revolución. Cómo iba cambiando. Ya en mi segundo o tercer viaje, algunos de aquellos jóvenes, que fueron creadores y protagonistas de la primera revolución habían muerto. Hoy mis amigos sirios, los jóvenes que conocí hace dos años, ya no están. No porque renunciaran a la revolución, sino porque han muerto. Los han matado».
Jóvenes carceleros
«Durante los dos meses que pasé en Al Quasayr tuve muchos carceleros, porque la rebelión rompió este asedio dando lugar a una marcha épica de dos días y dos noches, dejó atrás a sus propios muertos y llevó hacia fuera a ancianos, mujeres, discapacitados, bajo el fuego de la artillería gubernamental y de Hezbolá, consiguiendo salir del cerco. Escenas dantescas, apocalípticas. En esos dos meses en Al Quasayr, mis carceleros eran campesinos, gente del lugar. Había uno que se llamaba Samir, el jefe de esta pequeña brigada que me custodiaba en una bonita casa de campo, rica, con grandes frutales alrededor. En la habitación donde estábamos encerrados había un viejo armario: lo abrí para ver qué había dentro y hallé los cuatro Evangelios en árabe y los cuadernos de un adolescente, con las historias que los adolescentes de todo el mundo escriben en sus diarios: los primeros afectos, los amores, los corazones rotos. Samir me dijo: “Ah sí, aquí había cristianos, eran militantes de Bashar, los maté yo”. Y me enseñó por la ventana el lugar del huerto donde les había enterrado para hacerse con sus pertenencias. Samir era un hombre que no tenía nada: me contó que era muy pobre y que cuando estalló la revolución se unió a ella porque – como tantos otros – veía un resquicio para salir de la miseria.
Había también un chico extraordinario, un grandullón de esos a los que los chicos les toman el pelo en la escuela. Al principio me daba un miedo tremendo porque aparecía por la ventana y se ponía a gritar, me obligaba a pronunciar palabras árabes muy difíciles, que yo nunca lograba repetir bien, llevaba una vara en la mano y de vez en cuando me golpeaba. Unas semanas después volví a encontrármelo, en otro refugio, y era una persona completamente distinta: me llevó afuera, fue una de las pocas veces que me hicieron salir de la habitación, para mostrarme el paisaje, el campo, los pájaros que volaban en el cielo. Tenía la edad de mi hija mayor. Entonces pensé que tal vez me hubiera gustado ser amigo de ese chico que me tenía retenido. Pero no podía serlo, porque él era libre y yo cautivo. Pero tampoco podía odiarlo. Porque él venía a mi habitación, me miraba, y yo le preguntaba: “¿Cuándo me iré de aquí?”. Y él, al contrario que los demás, que lo hacían para burlarse y ver cómo me desesperaba, me decía: “Quizás en una semana, el asedio se quebrará y entonces podrás recobrar tu libertad”».
La novena
«Tuve en mis manos la vida de cuatro de mis carceleros: podía haberlos matado porque me hice con dos granadas de mano, las robé aprovechando un momento en que estaban distraídos. Eran cuatro chavales, el mayor tendría 27, 28 años: Ahmar. Era el jefe de este grupo. Tenía familia e hijos. Otro se llamaba Rahmad, comía todo el rato con el hambre desesperada de quien es pobre y no sabe si luego encontrará algo en el plato. Tuve en mis manos la vida de estos jóvenes. Podía lanzar estas granadas cuando quisiera, les habría destrozado en pedazos y habría podido escapar. Mi compañero y yo – ambos somos creyentes – debíamos tomar la decisión de hacerlo y luego abrir la puerta, huir por el campo y tratar de llegar a la frontera turca. No tuvimos el coraje de decir: “lo hacemos mañana”. Llegado un cierto punto, dijimos: recemos durante nueve días, nueve días más, y si no sucede nada, entonces lo hacemos. Al noveno día – no os estoy contando un cuento, fue así – estos chicos se olvidaron de cerrar nuestra habitación, dejaron sus cuatro kalashnikov en el pasillo y la puerta de la casa quedó ante nosotros, abierta. Nos escapamos sin tener que lanzar ninguna granada.
Algunos me preguntan si odio a mis carceleros. Sabéis… 152 días de vacío, de ausencia, de nada, inmóvil, esperando que el sol se ponga y vuelva a salir al día siguiente, sin poder hacer nada más que esperar a que se abra la puerta y alguien te tire algún trozo de pan duro, son muy largos. Me han robado un trozo de vida y muchas cosas que ya no podré hacer, me ha quedado una ausencia. Esta gente me ha quitado mucho, pero no la puedo odiar. No porque yo sea un santo, no; soy una persona común, normal, pero sencillamente me doy cuenta de que si odiara a esta gente, seguiría siendo su prisionero, no habría logrado salir de aquella habitación, estaría aún allí retenido. No sería libre».
Hay libertad y libertad
«El último día que Ahmar, el jefe de este grupo, me anunció que esa vez sería liberado de verdad, me dijo con una voz que por fin no sonaba burlona: “Vosotros os marcharéis, a Italia, a Bélgica, volveréis a vuestra casa, os volveréis a poner vuestra bonita ropa, volveréis a llevar vuestros preciosos coches y vuestra vida habitual. Y nosotros – señalándose a sí mismo y a los otros – nosotros nos quedaremos aquí. Entonces no es cierto que los prisioneros erais vosotros y nosotros los carceleros. Todos, vosotros y nosotros, éramos rehenes de una situación horrible. Pero vosotros podéis salir y reencontrar otra vida, nosotros nos quedaremos aquí, presos”.
Estos cinco meses de mi vida son una pequeña historia humana irrelevante dentro de esta tragedia inmensa, la tragedia de un pueblo de veinte millones de hombres que nosotros, Occidente, hemos olvidado completamente por cobardía. Porque yo puedo entender una estrategia política, la puedo discutir, pero la cobardía no la puedo aceptar. En el caso sirio Occidente ha sido cobarde. Es cobarde. No ha querido entender. Mis carceleros, hoy, ahora, mañana, quizás los próximos años, siguen presos. Rebeldes, pro-gubernamentales, bandidos, yihadistas, están en una inmensa prisión donde la regla es el odio, donde la normalidad es el dolor, el sufrimiento, la muerte».
Como Job
«La tentación más simple y más grande es la de pedir a Dios ser liberado. Mi compañero de prisión, que es belga (Pierre Piccinin; ndr), piensa que con Dios se hacen pactos. Como Abrahán, según la fe del Antiguo Testamento, que se avino a pactar con el Dios de Israel. Yo, en cambio, creo que con Dios no se hacen pactos, no se pueden hacer pactos, no funciona el intercambio. Lo que funciona con Dios, lo único que puede funcionar, es entregarse, confiar, esperar. Si tengo que buscar una figura a la que hacer referencia no es Abrahán, que rompe el pacto con Dios, luego Dios le castiga, finalmente detiene la mano con que va a matar a su hijo y dice una frase tremenda: “Concedo esta gracia, porque sé que tú eres temeroso de Dios”. No dice: “Me amas”. Sino: “Me temes”. Teme al Dios del Antiguo Testamento. Mi personaje es otro, es Job. Aquellos días hice un largo ejercicio de paciencia, pero el de Job fue mucho más grande que el mío. Job espera. Dios le quita todo – todo –, más que a Abrahán, pero Job no se rebela, se da, espera, se entrega a lo que Dios decide, y al final tiene diez veces más lo que tenía antes, y otras cosas más. Creo que la relación con Dios, en una situación tan extrema y terrible, pero también en una situación cotidiana, en el dolor, en el sufrimiento de cada día que a veces es más grande que el sufrimiento de mis 152 días, es este darse y esperar. Os confieso que, en un momento dado, después de los dos meses de Al Quasayr, cuando no sucedía nada, tenía la impresión de que esta paciencia no me bastaba y que Dios callaba y estaba lejos de mí. Pero en realidad comprendí que en aquella ausencia – en es silencio – estaba la presencia más fuerte y extrema de Dios. Que era el mensaje: “Acepta con humildad. Haz como Job, no te rebeles contra mí. No me exijas que te responsa inmediatamente”».
Mi pecado
«Por primera vez, me doy cuenta de que, cuando se emprende un viaje a estos lugares, habría que acordarse de una cosa: que uno no está solo. Yo no estoy solo. Cruzo la frontera, recorro este país, escribo mis artículos, pero en casa queda alguien: alguien que lleva consigo una carga de sufrimiento, de miedo, de angustia y de dolor, muy superior al mío. El verdadero rehén no he sido yo. Los verdaderos rehenes han sido mi mujer, mis hijas, mis amigos, mis compañeros, todos aquellos que han penado, pensado, sufrido conmigo y por mí. Yo estaba allí y sabía lo que sucedía y lo que podía suceder. Los demás no. La suya era la angustia de un vacío. Vacío de noticias. Durante dos meses mi familia pensaba que estaba muerto. Cuando llamé, al otro lado del auricular oí el grito de mi mujer: “¡Estás vivo!”. Por primera vez, me di cuenta de que tenía una responsabilidad que va ligada a un pecado horrible: la vanidad. Lo había olvidado.
Nunca había pensado, durante años y años de trabajo, que cuando cruzaba una frontera y entraba en una revolución, a mi lado – muchas y aterrorizadas por la angustia – había otras personas. Los verdaderos rehenes, mi familia. Que ha pagado un precio tremendo, muy superior al que he pagado yo. Tengo hacia ellos una responsabilidad. La segunda y última vez que llamé, mi hija pequeña me hizo una pregunta terrible: “Papá, ¿cuándo vuelves a casa?”. Le dije: “No lo sé, porque no depende de mí, pero ciertamente volveré porque tengo que pediros perdón”».
Cuento lo que veo
«Me temo que Siria es uno de esos países que están a punto de salir de la Historia. Cuando no hablas de un país y no sabes qué sucede allí, sale de la Historia. Es lo que sucedió con Somalia. Tengo la intuición de que en Siria va a suceder lo mismo, que ya ha sucedido.
El periodismo que yo hago, para tener sentido, exige estar en el lugar donde se desenvuelven para bien o para mal los acontecimientos y los hombres de los que hablo. Si no estoy allí, no tengo derecho a hablar de esos hombres ni de sus historias. Porque no son mías. No es honesto. No sólo por los que me leen y me pueden preguntar: ¿pero tú dónde estabas? Ante todo, no lo es por aquellos de los que hablo. Con ellos tengo un deber moral. Para que no puedan decirme: ¿quién te ha atribuido el derecho a decir quién soy yo y qué hago si tú no estabas ahí? Entonces, si ya no puedo ir a Siria, ya no escribiré de Siria, porque no es honesto contar lo que no se ve».
La profundidad del odio
«En 152 días sólo me encontré con una persona que tuvo conmigo un gesto de caridad y de piedad: el soldado herido que me dio su teléfono para llamar a mi mujer. Pero puedo dar una explicación a esto, porque la profundidad, la amplitud y el carácter extranjero de la guerra y de la violencia que todos los sirios – todos – sufren de dos años a esta parte ha arrancado de su piel la compasión, la piedad, el remordimiento. Hoy en Siria ya no es posible sentir piedad por otro ser humano que sufre, tenderle la mano y decirle: “Amigo, hermano, compañero, extranjero, te tiendo la mano, te digo: ánimo, saldrás adelante”. Yo no pedía que alguien me liberase, sencillamente que alguien me dijera: “Sabemos que eres amigo nuestro. La situación me obliga a hacer esto, pero yo estoy contigo”. Un ser humano con otro ser humano. Hoy en Siria el odio encarnecido es lo único que sostiene la vida. Y el carácter complejo y terrible de esta historia está en la totalidad de esta condición permanente de dolor, que lleva a los sirios a comportarse como lo hacen».
En casa
«Recuperar mi vida no es nada extraordinario, es realizar gestos sencillos. Mi secuestro era justo lo contrario: no poder hacer nada de lo que es cotidiano. He descubierto el valor inmenso, indescriptible, de las cosas banales. Como beber un vaso de agua, abrir una puerta y salir, el sabor de una galleta… No sentir el ruido de la artillería: qué extraordinaria sensación de libertad y de vida».
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