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Huellas N.4, Abril 2013

PRIMER PLANO / Papa Francisco

Desde Argentina: Quién era el Papa Bergoglio

Silvina Premat*

«Por favor, siga diciéndome padre Jorge», pidió el cardenal Jorge Mario Bergoglio a la secretaria que atendió el teléfono en el arzobispado de Buenos Aires que él había conducido hasta dos semanas antes de esa llamada. El día anterior lo habían elegido Papa y ella no sabía si debía decirle Su Santidad Francisco, Santo Padre, Monseñor... Hasta que se asomó a la Plaza San Pedro – ya convertido en el vicario de Cristo – ese «padre Jorge» había hecho todo lo posible por vivir “como un simple cura” incluso durante los seis años en los que condujo la Conferencia Episcopal Argentina y no obstante su destacada actuación entre los obispos latinoamericanos y de haber sido el segundo más votado en el Cónclave de 2005.
Pero no logró pasar desapercibido. Quizás porque estaba al frente de la arquidiócesis de la ciudad capital de la Argentina, la jurisdicción de la Iglesia con mayor cantidad de fieles en el país – dos millones y medio – donde todo lo que ocurre es difundido en el interior. Quizás porque frente a sus homilías, generalmente breves y directas, no se podía quedar indiferente.
El cardenal Bergoglio tenía una alta exposición por los cargos que ocupó en el gobierno de la Iglesia en la Argentina y por las numerosas veces en las que, durante las misas y frente a los medios de comunicación de alcance nacional, denunciaba situaciones que violaban la dignidad de cualquier ser humano como el tráfico de mujeres (trata de personas), la explotación sexual de niños, el trabajo esclavo, la venta de drogas a adolescentes a la salida de los colegios, el abandono de los ancianos, la descalificación de los inmigrantes, las condiciones de pobreza extrema... Pero no era la denuncia social sino el anuncio cristiano el eje de sus intervenciones y actividad pastoral. Y así lo entendían quienes lo escuchaban personalmente o leían completas sus homilías o mensajes. Los demás tenían de él una imagen que se quedaba a mitad de camino. ¿Por qué? Porque no conocían su agenda diaria y se nutrían de los grandes medios de comunicación que sólo registraban las intervenciones públicas de Bergoglio cuando tocaban intereses políticos y entraban en conflicto con alguna gestión de gobierno, fuera nacional o regional.
Por eso tal vez sean tantos, también entre los católicos argentinos, los que están descubriendo junto al resto del mundo a un “padre Jorge” que desconocían. Mientras que, por otro lado, la gente-gente no está sorprendida con el “estilo” del Papa Francisco. «No es una pose porque ahora está en el Vaticano. Es lo mismo que hacía acá en Buenos Aires», dicen los feligreses de corazón sencillo.
El arzobispo de Buenos Aires vivía la mayor parte del tiempo solo en el austero edificio donde funciona la curia porteña, al lado de la Catedral metropolitana y frente a la Plaza de Mayo, centro neurálgico del poder político argentino. «¿No está demasiado solo? Usted no es un monje ermitaño», le dije en una ocasión. Me respondió: «¡No estoy solo; tengo el santísimo!».
Si bien de las cuestiones domésticas de su departamento se ocupaban tres religiosas, muchas veces se preparaba él mismo la comida o alguna infusión. Por lo general se levantaba antes de las cinco y daba audiencias entre las 8 y las 18. Sólo interrumpía para almorzar, entre las 12 y las 13 y cuando tenía reuniones con los obispos o sacerdotes u otros compromisos. La puerta de la curia se cerraba a las 19, hora en la que si no salía para alguna misa o evento fuera de la curia ya no se dejaba ver. No era frecuente, pero algunas veces aceptaba alguna invitación a cenar o invitaba él a su casa o en algún restaurante a algún sacerdote o visitante al que quería homenajear. También era muy raro verlo en algún acto del Gobierno o de tipo político. Sin embargo, alentaba a los laicos a participar en política y asumir responsabilidades. Una de las actividades no religiosas en las que más participaba era en la presentación de libros de algún rabino, sacerdote u escritor cuyo prólogo había aceptado también escribir. En esos casos, en la presentación leía su propio texto.

La “fila lenta”. Daba prioridad a la atención de los sacerdotes de la arquidiócesis e intentaba acompañarlos en las fiestas patronales de sus parroquias. Recibía en audiencia privada a quien se lo pidiera. Muchas veces llamaba personalmente a quien le había solicitado verlo y combinaba el horario él mismo o conversaban telefónicamente. Se daba tiempo para recibir a todos por igual.
Como titular del Episcopado profundizó en la relación de independencia entre la Iglesia y el Estado que había comenzado el cardenal Estanislao Karlic. En quince años tuvo como vecinos en la Casa Rosada a nueve presidentes. Con todos tuvo una relación respetuosa, pero no complaciente que tuvo momentos de mucha tensión durante la gestión de Néstor Kirchner. Cruzó la plaza que lo separaba de la sede del poder ejecutivo del país sólo lo estrictamente necesario; poquísimas veces.
En lo pastoral puso a la arquidiócesis de Buenos Aires en lo que llamó «estado de asamblea permanente». Eso implicó retomar la vieja costumbre de via crucis y procesiones por las calles de los barrios y los pesebres vivientes en plazas u otros espacios públicos. Favoreció la instalación de una carpa en puntos de gran concentración de trabajadores, como el Obelisco en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, o plaza Constitución, por donde pasan a diario un millón de transeúntes. Allí algunos sacerdotes y seminaristas daban bendiciones a quienes se lo pidieran y anotaban intenciones para misas o incluso bautismos. Es decir, apoyaba toda iniciativa que significara «sacar la Iglesia a la calle», acercarse al hombre allí donde estuviese y vivir lo que se conoce sobre todo en América Latina como piedad popular.
Para las celebraciones masivas, como para las grandes fiestas litúrgicas, lo habitual era que escribiera la homilía con algunos días o semanas de anticipación. Para las misas en los barrios, improvisaba. De todas formas, leyera o no, nunca perdía el tono coloquial e interpelaba a los que lo escuchaban con preguntas simples que los ayudaban a reflexionar sobre sus vidas en relación al Evangelio.
Sobre todo no faltaba a dos expresiones de piedad popular típicamente porteñas: la peregrinación juvenil al santuario de la Virgen de Luján, a 60 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, y la celebración del día de San Cayetano, considerado patrono del pan y el trabajo, en el populoso barrio de Liniers. En Luján recibía a los peregrinos que llegaban a ese santuario luego de caminar durante unas diez horas invitándolos de una u otra forma a mirar siempre el amor maternal de la Virgen y a dejarse querer por Ella y por su Hijo.
En San Cayetano su presencia era ovacionada por los devotos que participaban de la misa central que se hace por la mañana el día de la fiesta anual, cada 7 de agosto. Después de celebrar esa Eucaristía acostumbraba a recorrer en sentido contrario dos filas que hacen los peregrinos frente al santuario y que generalmente se extienden por más de dos kilómetros. Una de las filas es la considerada “rápida” porque da acceso al fiel a ver la imagen del santo a dos metros de distancia; la otra es la conocida como “fila lenta” porque permite tocar la vitrina donde está el santo que consideran milagroso.

«Mi fe se nutre de la fe de ellos». A Bergoglio le llevaba casi tres horas recorrer esas filas saludando a cada una de las personas que le pedían su bendición y lo miraban y trataban como si ya fuera el Papa. «¿Por qué se toma tanto tiempo para recorrer esas filas de peregrinos?», le preguntó una vez un sacerdote. «Porque mi fe se nutre de la fe de ellos», le respondió.
Quizás allí se encuentre la razón de sus frecuentes visitas a las parroquias y capillas de los sacerdotes que viven en villas miseria, barrios dentro de la ciudad de Buenos Aires que surgieron donde había basureros o espacios públicos sin uso alguno. Desde el comienzo de su ministerio episcopal reforzó la presencia de la Iglesia en las villas porteñas, en las que ahora viven unas 250.000 personas llegadas desde el interior del país o de otros países latinoamericanos. Desde 1969 existía un Equipo de sacerdotes para las villas de emergencia de la arquidiócesis de Buenos Aires que, cuando Bergoglio asumió como arzobispo, en 1998, estaba integrado por un puñado de seis o siete curas. Hoy son más de veinte los sacerdotes que participan de ese Equipo.
Bergoglió asumió como propio el trabajo de esos curas y también se hizo cargo de la amenaza de muerte que recibió en abril de 2009 el coordinador de ese Equipo, el padre José María “Pepe” Di Paola, un sacerdote que, según ha dicho, es uno de los hombres que él más escucha. Denunció públicamente esa amenaza y, en agosto de ese año, creó una vicaría episcopal para las villas miseria y nombró vicario al padre Di Paola, quien vivía en una de las villas que más visitaba el cardenal.
Son numerosos los testimonios de familias que recibieron a Bergoglio en sus humildes viviendas en esas villas y que ahora se sienten orgullosos de conocer al Santo Padre y de haber recibido a través de sus manos el sacramento de la Confirmación. Muchas veces el cardenal aceptaba quedarse a comer en esas precarias casitas. Una vez, hace pocos meses, dijo a la familia que le sirvió un sencillo plato de pasta: «Me gusta sentarme a la mesa de los pobres porque sirven la comida y comparten el corazón. A veces, los que más tienen sólo comparten la comida...».
Tenía una relación personal con una gran cantidad de personas que vivían circunstancias especiales en distintos lugares de la ciudad y conocía perfectamente sus historias particulares. Se involucraba con los miembros de las organizaciones no gubernamentales y religiosas que se ocupan de temas ásperos como los de trata de personas, trabajo esclavo, prostitución infantil; se interesaba por cada persona y buscaba ayudarlos; acompañaba y daba consuelo a víctimas de esas injusticias. Un ejemplo: con frecuencia visitaba a los veteranos de la guerra de Malvinas que desde hace cinco años acampan en medio de la Plaza de Mayo, frente a la curia donde vivía Bergoglio, en reclamo al Gobierno por su reconocimiento oficial. «El cardenal venía a conversar con nosotros y nos traía facturas (bizcochos) y cuando no podía venir él nos mandaba las facturas con otra persona», me contó en estos días uno de los veteranos.
De los años previos a ser obispo se dice que también ayudaba silenciosamente a los que eran perseguidos políticos del régimen militar que hizo estragos en la sociedad argentina. Quizás sea ese mismo estilo lo que la lógica mundana no logra comprender.
«Desde el corazón de san Ignacio de Loyola, el Papa ha visto que en san Francisco encuentra una inspiración muy grande para atender a los pobres... porque todos los santos quisieran imitar a otros santos en muchas de sus cualidades», dijo en estos días un amigo de Bergoglio, el cardenal Karlic quien confió que el nuevo Papa es un «hombre de pensamiento, que vuelca su sabiduría en la gestión», y que «es capaz de afrontar las cosas más sencillas y las más complicadas». También lo hará en Roma.
*periodista de La Nación, de Buenos Aires

 
 

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