1. UNA ACTITUD PROBLEMÁTICA VERDADERA
¿Cómo nos interpela el resultado de las elecciones y la situación que estamos viviendo? Más allá de todos los posibles análisis, ¿qué nos dicen estas circunstancias a cada uno de nosotros y a todos como comunidad cristiana?
Ya sólo observando los resultados y sin que haga falta una genialidad particular, me parece que se puede ver con toda claridad una fragmentación y una confusión general. Tanto en la victoria de la ideología como en el desconcierto de muchas personas. ¿Qué nos dicen estos datos? ¿Qué nos dice el hecho de que muchos (con un ímpetu hacia el cambio aunque sea confuso y ambiguo) estén buscando algo distinto y voten en consecuencia? Sólo si advertimos la gravedad de la situación podemos valorar en qué medida son válidas ciertas propuestas o intentos de solución. ¿Es suficiente haber sacado algún beneficio para los propios intereses? ¿Basta con cambiar la consigna? ¿Basta con nuevas instrucciones de uso? En otros términos, ¿es capaz de cambiar sustancialmente la situación una forma en cualquier caso de moralismo? Dejo abierta la cuestión. No demos por supuesto que ya lo hemos entendido. Espero que podamos seguir ayudándonos a entender la naturaleza del desafío que tenemos delante, prestando atención a todos los signos.
¿Cuál es el origen de la situación en que nos encontramos? Don Giussani viene en nuestra ayuda mostrándonos cómo esta situación hunde sus raíces en algo que comenzó hace tiempo. Si no entendemos cuál es el origen de la fragmentación actual, corremos el riesgo de proponer soluciones que son parte del problema, que lo agravan, lo complican, en vez de ofrecer una alternativa real. Por eso me permito releer algunos pasajes de don Giussani que me parecen significativos – si alguien tiene una interpretación mejor, que la proponga y la verifique –. Él sostiene que la confusión en que nos encontramos, y que está a la vista de todos, tiene su origen en nuestra actitud de hombres modernos, en que participamos de una posición humana carente de problematicidad: «Nuestra actitud como hombres modernos ante el hecho religioso carece de problematicidad, no es de ordinario una verdadera actitud problemática» (Por qué la Iglesia, Encuentro, Madrid 2004, p. 49). Ahora que, por todo lo que ha sucedido este año, tenemos clara una pregunta, podemos entender mejor, captar mejor, la respuesta que nos ofrece don Giussani. Aunque ya la conocíamos, es como si ahora pudiésemos entender todo su alcance.
¿Qué quiere decir que no tenemos una actitud problemática verdadera? Que nosotros «sabemos ya», que no tenemos una verdadera necesidad de entender, que ya hemos reducido nuestra necesidad, que no tenemos la curiosidad necesaria para entender. A veces – ha sucedido también ante las elecciones – la jugada está ya resuelta antes de empezar la partida. Cada uno tiene ya una imagen, una explicación para todo lo que sucede. Observa don Giussani: «La vida es una trama de acontecimientos y de encuentros que provocan a la conciencia, suscitando en ella problemas de distinto tipo. El problema es la expresión dinámica de una reacción frente a esos provocativos encuentros» (Ibídem). Todo está en el origen, en cómo acusamos el impacto inicial, en nuestra reacción ante lo que sucede, en qué suscita en nosotros la realidad que nos golpea, en el primer momento, al toparnos con cada circunstancia (no después, cuando teorizamos): si aceptamos que, en el encuentro con las circunstancias, salga a flote la pregunta, surja el problema, o si «ya sabemos». Si «ya sabemos», el problema ni siquiera se plantea. Y entonces, ¿por qué tendría que comprometerme, por qué tendría que hacer algo? Pero lo más grave es que sin problematicidad, sin una actitud problemática verdadera, sin asumir los retos que la realidad nos plantea, no podemos captar el significado de las cosas ni del vivir, porque «el significado de la vida – o de las cosas más importantes de ella – es una meta posible sólo para el que está comprometido con toda la problemática de la vida misma» (Ibídem), con la problemática total. El adjetivo «total» es fundamental. Yo estoy seguro de que todos asumimos este compromiso de una manera u otra, de lo contrario no estaríamos aquí, pero la verdadera cuestión es la totalidad. Tan cierto es esto que, incluso detrás de tanto agitarse, el centro del yo puede estar parado desde hace años, bloqueado. Luego uno cuenta todo lo que ha hecho y cree que así demuestra que se mueve. Pero tanto agitarse puede esconder el hecho de que, en muchas ocasiones, uno no se mueve en el fondo de su ser. Los fariseos hacían muchas cosas más que los publicanos, pero el centro de su yo no se movía. Y alguien que no se mueve en el fondo de su ser no descubrirá jamás el significado de la vida, pues esta es una meta posible sólo para quien se deja provocar y se mide «con toda la problemática de la vida misma». ¿De qué depende alcanzar el significado? De un compromiso con la globalidad de la vida. Don Giussani sitúa aquí el origen de nuestra dificultad.
¿En qué se ve que tenemos una actitud problemática verdadera, que estamos ante la realidad aceptando el desafío que esta nos lanza? «La aparición del problema implica el nacimiento de un interés, que despierta una curiosidad intelectual, cosa distinta de la duda [del escepticismo, de lo ya sabido], cuya dinámica existencial tiende a corroer el dinamismo activo del interés, haciéndonos así cada vez más extraños al objeto». Por tanto, interés y curiosidad por una parte, extrañeza por otra. Y el objeto que, al carecer de problematicidad, nos resulta extraño puede ser el ambiente en el que vivimos, «el tejido de influencias» que nos afectan, «la trama de circunstancias» en que nos encontramos. La actitud problemática, en cambio, es nuestra disponibilidad a «dejarnos provocar por el problema» (Ibídem), por la totalidad de la vida. De lo contrario, ¿qué vemos que puede suceder? Una «manera sectaria o unilateral» de estar en la realidad, que hoy es evidente para todos, por la cual cada particular «problema se percibirá mal, y el sujeto humano quedará fácilmente incapacitado para planteárselo» (Ibi, p. 50). Estas palabras parecen escritas hoy para ilustrar nuestra incapacidad para estar en la situación actual sin ser arrollados por ella.
Giussani identifica la raíz de esta dificultad en un proceso de desarticulación de una mentalidad orgánica, unitaria, capaz de percibir el nexo entre la vida y su significado, y por tanto de cuestionar adecuadamente cada paso concreto. «El origen del debilitamiento de una mentalidad orgánica (…) radica en una posibilidad permanente del alma humana, en la triste posibilidad de faltar al compromiso auténtico, al interés y a la curiosidad hacia lo real en su totalidad» (Ibídem). La semana pasada, durante la primera lección sobre El sentido religioso en la Universidad Católica de Milán, me topé con la frase de Alexis Carrel que don Giussani utiliza al inicio del libro: «Con la agotadora comodidad de la vida moderna, el conjunto de las reglas que daban consistencia a la vida se han disgregado». ¿Por qué? Porque «la mayor parte de las fatigas que imponía el mundo cósmico han desaparecido y con ellas también ha desaparecido el esfuerzo creativo de la personalidad» (cfr. Riflessioni sulla condotta della vita, Bompiani, Milán 1953, pp. 27ss). La frase de Carrel no nos interesa porque deseemos que regresen las fatigas que impone el mundo cósmico, sino para corroborar que, sin el compromiso para afrontar toda la problemática de la vida, no emerge el sujeto. Es decir, si el individuo no se compromete con la vida en su totalidad, no emerge una personalidad, más bien uno se convierte en una “bala perdida”, como vemos a nuestro alrededor y a menudo también entre nosotros. Por consiguiente, surge una dificultad para juzgar: «La frontera entre el bien y el mal se ha borrado» (Ibídem), observa Carrel, el individuo se encuentra desconcertado, no sabe juzgar, y la división campa a sus anchas. Podríamos fotografiar así el resultado de las elecciones: la división campa a sus anchas. Lo cual señala el desconcierto, la división, la fragmentación en la que vive nuestra sociedad. Pero, cuidado, si esto nos llevase a la conclusión de que, puesto que existe esta dificultad, es necesario proporcionar a la gente las instrucciones de uso – ya que es imposible que ellos solos lleguen a un juicio – sería el fin, el problema se agravaría de manera definitiva. En lugar de llamar y desafiar constantemente a las personas para que asuman su compromiso con la realidad entera, para que no sucumban a la pereza, para que el centro del yo no se detenga y salga a la luz la personalidad de cada uno, damos las instrucciones de uso, y así los hacemos a todos más perezosos. ¡Enhorabuena! ¿De verdad creemos que así se resuelve el problema? En realidad, sólo introducimos una desconfianza en la capacidad que tiene el yo para juzgar. Y si con nuestra manera de educar insinuamos esta desconfianza, ¡se acabó! Acabaremos siendo todos víctimas potenciales de la propaganda ajena. Quien asimile esta desconfianza acerca de su capacidad de juicio será barrido por cualquier cosa y terminará a merced de las opiniones del que grita más fuerte.
Pero de nuevo nos sorprende don Giussani. Para nosotros, de hecho, sería obvio pensar que, cuanto más fundamental, existencialmente decisiva, es la cuestión que nos toca afrontar, tanto más difícil resulta para el sujeto juzgar. No, no, no. Es lo contrario. «Cuanto más vital y básica es la importancia de un valor [¿cuáles son los valores de importancia vital y elemental?] – destino, afecto, convivencia [por tanto también la política] – mejor reparte la naturaleza a todos la inteligencia para conocerlo y juzgar acerca de él» (El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 51). Leyendo a don Giussani siempre se descubre algo nuevo: al tener nuevas preguntas, se sorprenden cosas que se nos habían escapado. No es para nada cierto que cuanto más vital es una cuestión, tanto más desarmados estamos; no, no, no. Cuanto más vital es una cuestión, tanto más la naturaleza da a cada uno la inteligencia para conocerla y juzgarla. Por eso, Giussani subraya en el tercer capítulo de El sentido religioso: «con el ejemplo de Pasteur (…) resulta evidente que el meollo de la cuestión cognoscitiva no está en una particular capacidad de inteligencia», sino más bien en una posición justa, en una toma de postura exacta (como la define poco después). Desde el punto de vista educativo, el problema por tanto es si nosotros damos confianza a esta capacidad que la naturaleza nos otorga o si introducimos una desconfianza, como hace el poder. Aquí tocamos el punto neurálgico de la educación: dar crédito a la capacidad de juzgar que el Misterio ha puesto dentro de cada uno de nosotros a la hora de afrontar los problemas más elementales y fundamentales del vivir, despertarla y desafiarla continuamente. La clave de todo el problema es despertar en el otro la posición justa una y otra vez, solicitar la actitud exacta que le permita afrontar cualquier cuestión particular. ¿Cuál es el primer signo de que queremos al otro? Que solicitamos su libertad, es decir, le transmitimos esta confianza en sí mismo. De otro modo, la afirmación del otro sería pura palabrería.
La certeza de que el Misterio ha puesto en cada uno de nosotros la libertad y la capacidad de juicio es lo que nos permite entender hasta el fondo qué ha hecho Cristo con el hombre.
2. LA TAREA DE CRISTO Y DE LA IGLESIA
¿Qué vino a hacer Cristo? Escribe Giussani: «Jesucristo no vino al mundo para sustituir el trabajo humano y la libertad humana, o para evitar que el hombre sea probado – condición esencial de la libertad –. Vino al mundo para llevar al hombre hasta el fondo de todas sus preguntas, a su estructura fundamental y a su condición real». Con la encarnación, Cristo ha radicalizado el método que usa el Misterio para despertar constantemente el yo, para suscitar esa postura problemática y despertar de nuevo el interés que puede llevar al hombre a comprometerse con la realidad en su totalidad, de modo que pueda entender el significado del vivir. No vino para sustituirnos, para hacer de nosotros unos muñecos, unas marionetas, sino para generar hombres. «Jesucristo vino para llevar al hombre a la religiosidad verdadera, sin la cual es mentira cualquier pretensión de solución. El problema del conocimiento del sentido de las cosas (verdad), el problema del uso de las cosas (trabajo), el problema de una conciencia plena (amor), el problema de la convivencia humana (sociedad y política), carecen del planteamiento justo y por eso producen mayor confusión [este es el origen de la confusión] en la historia de cada individuo y de la humanidad, en la medida en que no se basan en la religiosidad para intentar su solución», es decir, se afrontan sin la conciencia de nuestra necesidad, de nuestra dependencia original, de lo que somos. «No es tarea de Jesús resolver los distintos problemas [nos trataría todavía más como fantoches], sino invitar a que el hombre adopte la posición en la que puede tratar de resolverlos más correctamente. Este esfuerzo le compete al compromiso de cada ser humano concreto, cuya existencia está precisamente en función de ese empeño» (Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2011, pp. 121-122).
Podemos así también ayudarnos a entender cuál es la verdadera relación entre el «yo» y el «nosotros», el sujeto y la comunidad. Lo que hemos señalado es, realmente, la misma tarea que tiene la Iglesia: «Si la Iglesia proclamara que su finalidad es ganar la partida [dar soluciones] en el esfuerzo humano de promoción, de búsqueda, de expresión, haría (...) como esos padres que se hacen la ilusión de que pueden resolver los problemas de sus hijos sustituyéndolos a ellos» (Por qué la Iglesia, op. cit., p. 198). Hay un modo de decir «nosotros», hay un modo de tratarnos entre nosotros, de guiar una comunidad, que es análoga a la postura de esos padres con sus hijos. Giussani nos advierte de que se trata de una ilusión. «Sería además para la Iglesia una vana ilusión, porque de este modo faltaría a su misión educativa». Entender la tarea educativa es decisivo si queremos generar un sujeto capaz de estar ante la situación social, cultural, política, de modo que no sea arrollado por el torrente de las circunstancias. «Sería por una parte envilecer la historia esencial propia del fenómeno cristiano y, por otra, empobrecer radicalmente el camino del hombre». Hay una manera de entender el cristianismo que es un empobrecimiento del camino del hombre. «Así pues, la Iglesia no tiene como misión directa proporcionar al hombre la solución de los problemas con los que este se encuentra a lo largo del camino. (…) La función que la Iglesia declara tener en la historia [como continuación de la presencia de Jesús] es la educación de la humanidad en el sentido religioso [es decir, en la necesidad, en la conciencia de nuestro ser], y hemos visto también que esto implica recordar al hombre que adopte una postura justa ante la realidad y ante los interrogantes que esta suscita [a sus problemas, porque esta postura] (...) constituye, además, la condición óptima para encontrar respuestas más adecuadas a estos interrogantes». Giussani insiste: «La gama de los problemas humanos no puede ser sustraída a la libertad y a la creatividad del hombre, pensando que la Iglesia debiera darles un solución previamente confeccionada [unas instrucciones de uso], porque de este modo ella debilitaría su primigenia actitud educativa y quitaría además valor al tiempo» (Ibi, pp. 199-200).
La tentación del hombre de pedir la solución de los problemas no es nueva. Giussani recuerda el ejemplo de los dos hermanos que fueron a ver a Jesús: «Di a mi hermano que parta conmigo la herencia». Es lo mismo que preguntar: «¿Puedes decirme a quién debo votar? ¿Por qué no me lo dices?». Y Jesús responde: «¿Quién me ha constituido juez o mediador entre vosotros? Guardaos y manteneos lejos de toda avaricia, porque aunque uno esté en la abundancia, su vida no depende de sus bienes» (Lc 12,13-15). Este episodio, comenta Giussani, «nos sugiere ante todo, ciertamente, aunque sea relatado solamente por Lucas, que no debía ser algo inusual el que alguien se dirigiera a Jesús, como se hacía a menudo con aquellos a los que se reconocía como maestros, para resolver litigios y controversias: ¡es muy instintivo en el hombre pensar que ha encontrado la fuente de solución de sus problemas! [¡Impresionante!] Jesús despeja enseguida este equívoco, y, precisamente Él, que se había manifestado tantas veces como juez autorizado [no se había sustraído a juzgar en muchas otras cuestiones] (...) desafiando a la opinión pública (...), en este caso le interesa declarar decididamente que no le toca a Él arbitrar aquella cuestión. Cierto que su interlocutor debió quedar desconcertado [como muchos de nosotros cuando no se les dan indicaciones sobre a quién votar, cosa que entiendo], por lo que Jesús no descuida afirmar lo que a Él, en cambio, le toca hacer» (Por qué la Iglesia, op. cit., p. 200). Por eso la Iglesia, en continuidad con Jesucristo, dice que nada tiene que añadir a esa postura a la que nos reclama el mismo Jesús. El hecho de que Jesús no resuelva el litigio no quiere decir que no diga nada, que no haga ninguna propuesta. ¿Acaso creéis que si les hubiese dado la solución habrían dejado de discutir? ¡Habrían empezado! ¿Y creéis que si hubiéramos dado indicaciones acerca del voto se habrían acabado los problemas? Previsiblemente si alguien se hubiera dirigido a la autoridad del movimiento pidiendo una clara indicación electoral y le hubiesen dicho a quién votar, este mismo, si la indicación no hubiese coincidido con lo que ya había pensado y decidido en su corazón, habría objetado enseguida: «Ah, ¡no! ¡Ese partido para nada!». Ahora bien, al comportarse Jesús de esa manera con los dos hermanos, no es que deje de proponerles algo, sino que les dice: si queréis resolver vuestra disputa, no me pidáis la solución; preguntaos en cambio qué posición debéis tener para afrontar el problema de una manera adecuada. No os aferréis, pues, a algo de lo que vuestra vida no depende. Jesús les está diciendo, por tanto, que si no aciertan con el criterio de juicio, si no adoptan la postura justa, no podrán resolver el litigio, no llegarán a una solución adecuada. «Cristo, igual que la Iglesia (…), no ha venido a resolver los problemas de la justicia, sino a poner en el corazón del hombre una condición sin la cual la justicia de este mundo puede tener la misma raíz que la injusticia» (Ibi, p. 201). Esto, muchas veces, nos parece poco – lo hemos comprobado también en este tiempo –: lo que dice Jesús nos parece poco, no lo bastante concreto para la necesidad que tenemos (de no fallar la jugada en el último momento, a un paso de la meta). Pero Giussani, que nos conoce como si nos hubiera parido, observa: atentos, «la función de Cristo y de la Iglesia con relación a los problemas de los hombres no es, en cualquier caso, igual a cero [es una contribución real, una propuesta esencial; sin embargo] (…) no es una fórmula mágica para evitar mecánicamente cometer esos delitos [respecto a los dos hermanos o a la justicia], pero es el fundamento para que las soluciones sean más fácilmente humanas». ¿En qué se reconoce que las soluciones son más humanas? «Debemos afirmar de nuevo que la libertad es precisamente el síntoma esencial de la humanidad que hay en la solución adoptada: la libertad, en su sentido más fecundo, fuerte y pleno, la libertad que reclaman Cristo y su Iglesia, la que tiene el hombre vigilante, con la mirada atenta, el alma abierta de par en par a su origen y su destino» (Ibi, pp. 101-102).
Estas palabras ofrecen una respuesta cumplida a la pregunta sobre la relación entre el «yo» y el «nosotros». Hay una modalidad de la relación entre el yo y el nosotros que lleva a una exaltación del yo, a una capacidad de juzgar (como en el caso de los dos hermanos), y hay otra (como en el caso de los padres del ejemplo) que sustituye al yo, de modo que no aflora la personalidad, no se genera un sujeto capaz de juzgar. La relación entre el yo y el nosotros se puede establecer de muchas maneras. Por eso debemos ayudarnos a entender este nexo, a identificar con claridad cuál es la verdadera relación entre el yo y el nosotros, para no volver a tropezar.
Están emergiendo cuestiones decisivas para nuestro camino, que hace falta aclarar, y no para hacernos ningún reproche. Cuando Giussani decía que lo que había sucedido al inicio, el seguimiento de la imponencia de una presencia («El movimiento nació de una presencia que se imponía introduciendo en la vida la provocación de una promesa a seguir»), se había convertido en una «organización», veía algo adulterado en nuestra experiencia. Esto no quería decir que ya no debería haber un «nosotros», sino que se había dado un modo de vivir el «nosotros» que no era adecuado al yo. La alternativa a un nosotros adulterado no es eliminar el nosotros para subrayar el yo, sino recuperar las razones de un nosotros que sea adecuado a las exigencias del yo. Afirmar el yo no es ir contra el nosotros. El problema es la imagen que nos hacemos del nosotros a la hora de concebir la política, afrontar las elecciones, acompañarnos, vivir la comunidad, vivir una Fraternidad, vivir la amistad, vivir las relaciones en la familia. ¿Cuál es la naturaleza del nosotros? Cuando alguien contrapone el yo y el nosotros se equivoca, porque nadie quiere eliminar el nosotros de la experiencia: el problema es aclarar de qué tipo de nosotros estamos hablando. Dejemos ya de decir que contraponemos el yo al nosotros; esta es una excusa para no cambiar. No contraponemos nada. Eso sí, se contrapone un cierto tipo de nosotros a otro. Cuando don Giussani decía que CL se había convertido en una organización, no estaba diciendo que entonces la comunidad tenía que volverse “líquida”, inconsistente; estaba haciendo una corrección precisa: decía que la comunidad no era ya un lugar donde se generaba el yo, que no era un nosotros adecuado a las exigencias del yo. Una organización jamás responderá a las exigencias del yo, ¡jamás! Y si el nosotros no es un lugar adecuado al yo, el nosotros ya no interesará al yo, que buscará otro lugar, lo quiera o no; y no será suficiente defender en abstracto el nosotros, porque a la gente le dará igual; de hecho, cada uno tiene dentro de sí el criterio para juzgar.
Entonces la cuestión no es sólo afirmar un nosotros, sino qué tipo de nosotros afirmamos, qué tipo de comunidad es necesaria para hacer que el yo crezca, para que sea adecuada al yo, para que el yo vuelva a despertar. Y si esto no sucede, acabaremos todos en la confusión. En cambio, si surgen estos “yo” podrá haber en la realidad un lugar de esperanza. Por eso en la Nota sobre las elecciones, recordando lo que nos decía Giussani, hemos indicado que «el primer nivel de incidencia política de una comunidad cristiana viva es su misma existencia» (El movimiento de Comunión y Liberación. Entrevista con Robi Ronza, Encuentro, Madrid 2010, p. 121). Pero atentos a lo que se dice ahí, porque todo se juega en los adjetivos («comunidad cristiana viva»): pueden darse lugares que sean organizaciones donde el yo enflaquece; o bien se pueden multiplicar y extender comunidades cristianas «vitales y auténticas», que solicitan al yo, lo despiertan, lo atraen, suscitan su interés. Sólo en este caso la comunidad cristiana llega a ser protagonista de la vida civil. ¿Qué tipo de lugares son estas comunidades en las que el yo florece, que son capaces de interceptar las necesidades originales del hombre y de ofrecerles una respuesta adecuada? Si no nos ayudamos en esto, acabaremos cambiando la consigna, pero nada cambiará realmente. Quisiera que cada uno de nosotros fuese consciente de esta urgencia.
Debemos alcanzar con madurez la plena conciencia de lo que somos, y así poder crear lugares adecuados al crecimiento del yo en vez de perpetuar lugares que sean simples «organizaciones». A mi parecer, la partida se juega a este nivel, y esto es a lo que Giussani nos ha llamado.
En 1969 Joseph Ratzinger decía: «De la Iglesia de hoy saldrá una Iglesia que ha perdido mucho. Se hará pequeña, deberá empezar completamente de nuevo. No podrá ya llenar muchos de los edificios construidos en la coyuntura más propicia. Al disminuir el número de sus fieles, perderá muchos de sus privilegios en la sociedad. (…) Será una Iglesia (…) sin reclamar su mandato político y coqueteando tan poco con la izquierda como la derecha. (…) El proceso de cristalización y aclaración le costará muchas fuerzas valiosas. La empobrecerá, la transformará en la Iglesia de los pequeños. (…) El proceso habrá de ser largo y penoso (…). Pero tras la prueba de estos desgarramientos brotará una gran fuerza de una Iglesia simplificada» (Fe y Futuro, Salamanca, Sígueme, 1973, pp. 76-77). Es lo que le sucedió al pueblo de Israel: cuando fue despojado de todo, salió a la luz aquel «resto» del que hablaba en estos días Benedicto XVI, el resto de Israel. Es lo que nos había dicho también don Giussani hace muchos años: «Realmente – no como una forma de hablar, como una intención, sino realmente –, si nos quedásemos sólo diez en vez de todo el movimiento, esta voluntad de verdad del movimiento nos dejaría dolorosamente intactos, dolorosamente en la paz y dolorosamente vivos para comenzar de nuevo, para volver a empezar continuamente». ¿Qué quiere decir Giussani con este ejemplo extremo? Que «nuestra postura no estaría determinada por el resultado de las cosas, por el éxito social que obtuviéramos, y en consecuencia por la euforia o el abatimiento, por la exaltación o la decepción, por el interés o la apatía» (Consejo nacional de CL, Milán, 15-16 enero de 1977). Por eso, por todo lo que estamos viviendo, es como si tuviésemos que empezar de nuevo con sencillez a proponer gestos y lugares en los que nacen personas nuevas, distintas. Esto nos introduce en el último punto.
3. LA PERTINENCIA DE LA FE A LAS EXIGENCIAS DE LA VIDA
No vale cualquier tipo de nosotros, no basta cualquier lugar; porque podemos convertirnos en una asociación en lugar de ser un movimiento, y podemos volver a arrancar sin haber aprendido nada. En este punto confluyen el desafío del Año de la Fe, el Sínodo con su llamada a la conversión y el gesto de la renuncia del Papa. Amigos, si justamente en la situación que estamos atravesando no verificamos la pertinencia de la fe a las exigencias de la vida, nuestra fe no podrá resistir y nos faltarán las razones adecuadas para ser cristianos. Podremos seguir en CL, pero nuestro interés se desplazará hacia otro lado: Cristo dejará de ser el centro de nuestro afecto, ya no será lo más querido. El desafío de don Giussani seguirá allí, ante nuestros ojos: o la fe es una experiencia presente, que se ve confirmada en el presente… ¿Cuál es esta confirmación? Que se revela útil para responder a las exigencias de la vida, desde la educación de los hijos a la política, desde el problema de la enfermedad al del trabajo, del problema más personal al social. Si no fuese por ello, no sería una fe capaz de resistir en un mundo donde todo, todo, dice lo contrario.
Si para nosotros la experiencia de la fe no coincide con el descubrimiento constante de su pertinencia a las exigencias de la vida, por tanto a las exigencias que tenemos en el trabajo o ante las elecciones, se introduce un principio de dualismo. Y en esto radica el desafío: ¿Es tan real Cristo como para responder a nuestras exigencias? ¿Es tan real – como nos testimonia san Ambrosio – como para poner a un hombre en condiciones de desafiar al emperador, de hacerle libre hasta ese extremo? Santo Tomás nos recuerda que la vida del hombre se rige por una satisfacción: «La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente lo sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción» (cfr. Summa Theologiae, II, IIæ, q. 179, a. 1). Entonces, o experimentamos una satisfacción real, porque Cristo no es abstracto sino real – como el Papa nos ha testimoniado con su gesto – o nosotros, al no tener esta satisfacción, la buscamos en otra parte, en las migajas que nos ofrece el poder. Pero las migajas son demasiado poco para la capacidad del ánimo. Si Cristo no coincide con una experiencia que nos satisface, dependemos como los demás del éxito de otras cosas: de los resultados electorales o de la carrera o de nuestros planes. Solamente tomando en serio toda nuestra necesidad podemos entender qué es verdaderamente la propuesta cristiana, qué clase de promesa supone para la vida la presencia de Cristo. De otro modo seremos como todos: cuando las cosas van bien estamos contentos y cuando van mal, desilusionados. ¡Nunca libres! Porque la libertad del gesto del Papa se apoya en una plenitud, la plenitud que viene de la relación con Cristo presente. Cuando falta la conciencia de lo que somos y rehuimos el carácter problemático de la vida, de donde brota la exigencia de totalidad de nuestro yo, ni siquiera nos percatamos de quién es Cristo, de qué valor tiene para nosotros. Pero entonces peligra la fe: el problema es que impedimos que Cristo tome todo nuestro yo, y si no lo toma somos como “balas perdidas”.
Es por tanto el momento de sacar conclusiones. Que cada uno se mire a sí mismo y se pregunte: después de todo este tiempo, de este año en que hemos sido desafiados sin tregua, ¿he salido yo con más certeza de Cristo o no? Porque de otro modo, contentos o abatidos, hemos perdido el tiempo. Nos dedicamos a esto y a lo de más allá, pero estamos potencialmente decepcionados de la fe: nuestra fe se vacía porque no comprobamos en la experiencia que la fe es pertinente a las exigencias de nuestra vida. No se retoma el camino simplemente cambiando la consigna o la estrategia, sólo convirtiéndose. Si no nos convertimos, si no hacemos una experiencia real de Cristo presente, repetimos reducciones y errores ya conocidos.
Este último año que hemos vivido es una potentísima llamada de Dios a la conversión y por tanto a esa experiencia de plenitud y libertad, generada por la presencia contemporánea de Cristo, que es la única capaz de desafiar la imagen que muchos tienen de nosotros: un grupo político en busca de poder. Si no llegamos a experimentar este cumplimiento, esta humanidad diferente, no podremos responder al desafío de la situación.
El gesto de Benedicto XVI, su rostro dichoso y seguro, nos ha dejado desarmados: el Misterio ha puesto ante nuestros ojos la evidencia de que esta experiencia es posible. Cada cual puede decir lo que quiera, pero tras la puerta de Castel Gandolfo que se cerraba estaba la cara de un hombre sereno y alegre. ¡Qué densidad asume ahora retomar la frase famosa de san Ambrosio!, Ubi fides, ibi libertas (Ep. 65,5). La fe es el reconocimiento de una presencia presente, tan real que hace posible la libertad, la alegría y el gozo. Este es el significado del gesto del Papa.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón