Nunca tuvo la oportunidad de conocer personalmente a don Giussani. Sin embargo, siendo ortodoxa, tiene con él una relación de profunda sintonía. TATIANA KASATKINA, una de las más destacadas intelectuales rusas, cuenta cómo ha encontrado el carisma y qué reto supone para ella
El rayo impacta en los espejos y estos, con intenso resplandor, multiplican incansablemente su luz. Y esta nueva luz no pierde sus características originales por el hecho de ser un reflejo, sino que es capaz de calentar y prender, aunque cada uno de los espejos la transforme.
Como flotando en la penumbra de una iglesia, una pequeña candela enciende con su llama otra y otra y otra. Y en la medida en que las velas se encienden, empezamos a vislumbrar el rostro y la figura de Quien sostenía la primera vela. Y podremos seguir viéndolo incluso cuando la candela que Él tenía en sus manos se apague…
Yo nunca he visto a don Luigi Giussani. Pero he visto a aquellos que han prendido con su luz y he visto a aquellos que han ardido con la luz de los que habían prendido con su luz.
Lo que más me sorprendió fue el relato de una compatriota que encontró el movimiento siendo aún muy joven. Decía así: «A mí no me interesaban en absoluto los asuntos religiosos. ¡Simplemente, un día, vi unas personas que eran felices! Eso era algo inusual en mi ambiente. Y yo también quería ser feliz, feliz como lo eran ellos. Y entonces me dije: “Está bien, si ellos aseguran que la relación con Cristo puede darles la felicidad, tengo que verificar esta hipótesis”».
En mi opinión, la única prédica cristiana posible, la única batalla digna de los cristianos con el mundo es esta: hacer resplandecer la alegría, una alegría tal que -a todos es evidente- «nadie podrá arrebataros» (Jn 16,22). Porque entonces os preguntarán una y otra vez por su fuente y cuando – después de un insistente interrogatorio – vosotros les mostréis a Cristo, querrán verificar esta hipótesis.
«¡Estamos aquí!». Es sorprendente que el movimiento naciera porque don Giussani dijo a los cristianos: «¡Sed!». No les dijo “sed distintos”, “sed mejores”, que es lo que dicen muchos viendo la inadecuación de los cristianos a su propio credo y muchos (¡con razón!) no paran de quejarse señalando a los cristianos de hoy. Don Giussani solamente dijo: «¡Sed!». Él contaba que observaba cómo en la vida del Liceo Berchet todos los grupos, las comunidades, que por entonces existían, se mostraban públicamente y proponían a todos su forma de vida. Pero no veía a los cristianos presentes en la vida del liceo. Fue este un momento muy importante, no para los demás, sino para los jóvenes cristianos. Debían responder a una pregunta: ¿qué significaba para ellos ser y existir como cristianos? Y gracias a don Giussani, pudieron decir: «¡Nosotros estamos aquí!» Lo que les sucedió a esos chicos no es que se hicieran mejores, que cambiaran, lo que les pasó es que empezaron a ser, a existir, a salir de la profundidad oscura de su anulación. Lo que les sucedió es que pudieron contestar a las preguntas: «¿Quién soy yo?, ¿quiénes somos nosotros?, ¿y en qué modo se presenta y se manifiesta nuestra identidad?» A la semilla cristiana que dormía en ellos, tranquila, apartada del peligro (y que por ello, permanecía sola), le llegó el momento de morir, de humedecerse, de romper, y un tierno retoño se asomó a la luz. Quizá fuera débil, pero dio fruto.
En esencia, lo que don Giussani propuso a aquellos jóvenes cristianos, fue cambiar la actitud con la que se movían – determinados por el mundo – por aquella actitud con la que ellos deberían empezar a determinar el mundo. Invertir el proceso por el que la acción era una mera reacción a lo que sucedía a su alrededor, una respuesta instintiva a las provocaciones del mundo (como cuando nos dicen: «En el fondo no podía actuar de otra forma, todos en su lugar habrían hecho lo mismo»), es decir, un modo de comportamiento que nace de lo exterior, para convertirlo en el movimiento contrario por el que se actúa partiendo del interior de uno mismo, de lo que a uno le define. Les propuso ser ellos mismos, conquistar su libertad.
La libertad es lo que permite que el hombre no actúe determinado por lo que sucede a su alrededor. Y esto es precisamente lo que, todavía en nuestros días, escandaliza de los mandamientos de Cristo, incluso a los mismos cristianos, que se niegan decididamente a poner la otra mejilla después de recibir la bofetada (mientras que aquí se nos muestra el modo ideal de actuar, según una acción que nace de uno mismo – «no reacciono según tu provocación, sino según lo que creo conveniente» – y, al mismo tiempo, tiene su origen en una condición interior de sobreabundancia – «tú piensas que me has causado dolor, pero yo te daré otra cosa» –. En este punto toda la predicación de Cristo sobre el modo de actuar (Lc 6, 27-30), no se basa en el concepto natural del dolor que nosotros tenemos; más bien está fundada en la idea de una sobreabundancia que poseen precisamente aquellos que según nuestro punto de vista, serían las llamadas “víctimas”: «A todo el que pida, da y al que tome lo tuyo, no se lo reclames».
Vida y destino. Sin embargo, si una persona, de pronto, se decide a ejercer su libertad fuera de las reacciones programadas, se sitúa inmediatamente en el epicentro de un potente e instantáneo cambio del mundo y sale del cerco del mundo que se rige por las leyes naturales. Creo que precisamente por eso don Giussani amaba tanto las obras de Vasili Grossman: Grossman se centra en ese momento de la vida de un hombre en el que éste, improvisadamente, comienza a actuar no como todos esperan que lo haga, no reaccionando frente a la indignación, sino a partir de su hasta entonces ignorado corazón. Y en este momento, en primer lugar, empieza a ser él mismo y, al mismo tiempo, se supera a sí mismo. En ese instante se repara esa herida radical, esa “avería” que separa al hombre y al mundo de Dios desde el inicio de los tiempos, separando – sólo así podía hacerlo – al hombre de sí mismo. En ese momento la posición del hombre se vuelve (nos lo parece a nosotros) absurda – un instante después entendemos que se trata del cielo que desciende a la tierra – y comienza a cumplir los irracionales mandamientos de Cristo. Cuando en Vida y destino aquella mujer martirizada, violentada, ennegrecida por el sufrimiento, llorando frente al cadáver de una joven muchacha, entrega al asustado y hambriento alemán – que era uno de los culpables de aquella tragedia – un pedazo de pan, comprendemos qué quiere decir cumplir los mandamientos de Cristo.
La reacción instintiva ha sido el mal mayor en la historia del cristianismo. Cuando el hombre actúa reactivamente, se iguala a su enemigo, poniéndose a su mismo nivel.
Vencer al dragón. Hay una estupenda parábola que cuenta el combate de un caballero con un dragón. Según esta parábola, al dragón no se le puede vencer luchando contra él, porque quien mata a un dragón se convierte él mismo en dragón ocupando su lugar de guardián del tesoro. ¿Qué quiere decirnos? Que quien actúa según los modos del mundo, no es capaz de transformarlo. El dragón ama los tesoros, pero no puede poseerlos, no es capaz de fabricarlos ni de utilizarlos. El tesoro para él no es algo muy valioso, sino algo ajeno de lo que se ha apropiado sólo para guardarlo con esmero, para asegurarse de que no le pase nada. Le gusta el brillo de las espadas de acero y el resplandor de las piedras de los mágicos anillos, pero no entiende que mientras él mismo esté enrollado alrededor de las espadas y los anillos, mientras los esté cubriendo con su propio cuerpo, protegiéndolos de los rayos del sol y las indiscretas miradas, los tesoros pierden su esencia, no viven. Ni siquiera pueden brillar. Su finalidad no es que alguien los guarde y los defienda del mundo, sino que fueron creados para que alguien los utilizara, para que con ellos cambiara el mundo, permitiendo la plena realización de su belleza. El caballero llega para liberar el tesoro, pero cae cautivo de su propia atracción y se convierte así en su nuevo dragón-guardián. El único modo de liberar el tesoro es vencer al dragón dentro de uno mismo. Sólo así se puede rescatar el tesoro para llevarlo al mundo: dejándolo salir de la muralla del propio cuerpo.
Al pecado sólo se le combate desde el interior de uno mismo. Me parece que precisamente a esto se refería don Giussani cuando hablaba de la participación del movimiento en la lucha contra el aborto: perderemos, pero no podemos no luchar. Él entendía que los cristianos estarían condenados a la derrota mientras se empeñaran en luchar contra los pecados ajenos – el dragón que devora los niños –. Porque el dragón no podrá ser vencido mientras pensemos que está fuera de nosotros, mientras intentemos combatirlo como si no fuéramos nosotros. No venceremos mientras sigamos reclamando a la sociedad el pago por los pecados y nos mostremos pretenciosos con ella, en lugar de pagar nosotros mismos la cuenta con la riqueza interior de nuestro propio tesoro: el cristianismo. Mientras no descubramos algún punto oscuro – una garra de dragón – en nosotros mismos, y no entendamos que lo que sucede fuera es consecuencia de que esa garra está en nuestro interior, bloqueando a nuestro tesoro la salida hacia el mundo. Nosotros estaremos condenados a perder la batalla contra los de fuera (y si, alguna vez conseguimos por la fuerza llevar al mundo a nuestra posición, se tratará de una doble derrota) hasta que no aprendamos a luchar contra el enemigo que está en nuestro interior, hasta que no obliguemos a nuestro propio dragón a liberar el tesoro que retiene. Sólo entonces el mundo se sorprenderá ante nuestro resplandor y, puede ser que diga: «¿Vosotros aseguráis que esto es posible por Cristo? Entonces, verificaré esta hipótesis».
Yo nunca he visto a don Giussani, pero no puedo decir que no me haya encontrado con él. Su luz no se extingue, se refleja en mil espejos. Su fuego no se apaga, enciende mil candelas.
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