Desde la primera homilía al momento de la despedida. Los grandes discursos, las encíclicas, los encuentros con los jóvenes, el Año de la Fe. Viaje entre las imágenes y las palabras que se nos han quedado grabadas en estos años y que queremos custodiar
Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia. (…) Nosotros existimos para enseñar a Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo. (…) Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada – absolutamente nada – de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida.
(Homilía en la Misa de Imposición
del Palio y Entrega del Anillo del Pescador
para el comienzo del Pontificado,
24 de abril de 2005)
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ME HA MOSTRADO QUE LA RAZÓN ES RELACIÓN CON EL MISTERIO
Costantino Esposito
profesor de Filosofía en la Universidad de Bari
El testimonio de Benedicto XVI tiene un rasgo peculiar que en estos últimos años se ha revelado para mí cada vez con mayor evidencia. Un rasgo que permite comprender y secundar su contribución original al mundo contemporáneo. Nuestro mundo está marcado por el drama palpable del nihilismo, que corroe el nexo vital entre el “yo” y el sentido de la realidad, entre la razón y la verdad, y lo convierte en algo problemático de antemano, luego confuso, para quedar finalmente bloqueado. Este rasgo peculiar al que hemos aludido tiene que ver con una cuestión decisiva que el Papa no se ha cansado de proponer: si el hombre todavía es capaz de conocer el Misterio del ser y si está abierto a la posibilidad de que este Misterio se deje reconocer en una forma concreta, real, histórica. Se trata de una cuestión casi completamente abandonada en la cultura contemporánea por la cual el conocimiento se ha quedado reducido al ámbito de lo mensurable o a una técnica para gestionar el mundo, confinando el Misterio al margen de la realidad o fragmentándolo y disolviéndolo en interpretaciones. Así la verdad de las cosas acaba por ser un mero producto nuestro o simplemente deja de existir. Este es el «desierto» que el Papa quiere atravesar como un «peregrino», como dijo al comienzo del Año de la Fe.
A partir de su experiencia personal nos ha mostrado que la razón humana no se contenta nunca con esta solución, porque está “tejida” de una exigencia radical de realidad, de una necesidad infinita de ser (el quaerere Deum del que habló en el gran discurso parisino en los Bernardinos en 2008). Esta espera, esta posibilidad inscrita en nuestra razón es señal de que su consistencia es la relación con el Misterio presente. Una relación que no se da de una vez para siempre, sino que renace o puede renacer continuamente a partir de un hecho que vuelve a suceder: el encuentro – a través de las cosas, los eventos, las personas – con el Logos divino que me crea y me quiere con un gesto “amoroso” que afirma el valor irreductible e irrepetible de mi persona.
Como dijo el Papa en el Congreso Eclesial de Verona en 2006: en este caso «cambia radicalmente la tendencia que da primacía a lo irracional», por la cual nuestra inteligencia y libertad serían meramente el producto de una “casualidad” necesaria, y nuestra propia búsqueda una espera inútil y vana.
Sólo si la Racionalidad es una Persona viva, Jesucristo, y no una idea o una construcción mental, entonces la razón de cada persona adquiere relieve y fuerza en la asombrosa correspondencia entre nuestra capacidad de conocer el mundo y el carácter inteligible y sensato de la realidad que sale a nuestro encuentro.
En palabras de su amado Agustín, la experiencia de la verdad se funda en ser “aferrados”, conquistados una y otra vez por ella: y la señal de esta experiencia es el “gusto”, la “alegría” que ella hace nacer en nosotros: gaudium de veritate. Sólo si llegamos a la verdad, si seguimos su “toque”, podremos descubrir afectivamente el alcance inconmensurable de nuestro “yo”. Al mismo tiempo, la verdad no permanece de forma abstracta en sí misma, al margen de esta relación, sino que necesita una y otra de mí vez para volver a acontecer.
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Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. Se debe reconocer sin reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre y por los progresos que se han logrado en la humanidad. Por lo demás, la ética de la investigación científica (…) debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad y, por tanto, expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano.
La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la teología, no sólo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias.
Sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas. (…)
La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. «No actuar según la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de Dios», dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón.
(Encuentro con el mundo de la cultura,
Ratisbona, 12 de septiembre de 2006)
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Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios. Sólo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos hacernos jueces de Dios y de la historia. En ese caso, no defenderíamos al hombre, sino que contribuiríamos sólo a su destrucción. No; en definitiva, debemos seguir elevando, con humildad pero con perseverancia, ese grito a Dios: “Levántate. No te olvides de tu criatura, el hombre”. Y el grito que elevamos a Dios debe ser, a la vez, un grito que penetre nuestro mismo corazón, para que se despierte en nosotros la presencia escondida de Dios, para que el poder que Dios ha depositado en nuestro corazón no quede cubierto y ahogado en nosotros por el fango del egoísmo, del miedo a los hombres, de la indiferencia y del oportunismo.
Elevemos este grito a Dios; dirijámoslo también a nuestro corazón, precisamente en este momento de la historia, en el que se ciernen nuevas desventuras, en el que parecen resurgir de nuevo en el corazón de los hombres todas las fuerzas oscuras: por una parte, el abuso del nombre de Dios para justificar una violencia ciega contra personas inocentes; y, por otra, el cinismo que ignora a Dios y que se burla de la fe en él. Nosotros elevamos nuestro grito a Dios para que impulse a los hombres a arrepentirse, a fin de que reconozcan que la violencia no crea la paz, sino que sólo suscita otra violencia (…).
El Dios en el que creemos es un Dios de la razón, pero de una razón que ciertamente no es una matemática neutral del universo, sino que es una sola cosa con el amor, con el bien. Nosotros oramos a Dios y gritamos a los hombres, para que esta razón, la razón del amor y del reconocimiento de la fuerza de la reconciliación y de la paz, prevalezca sobre las actuales amenazas de la irracionalidad o de una razón falsa, alejada de Dios.
(Visita al campo de concentración de Auschwitz,
28 de mayo de 2006)
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HE VIVIDO HAMBRIENTO DE SU MAGISTERIO
padre Aldo Trento
misionero en Asunción, Paraguay
La decisión del Santo Padre, después de algunos instantes de desconcierto, me ha llenado de asombro y de silencio. Lo que me había parecido un terremoto que hacía tambalear mi certeza, se convirtió en una provocación: pero yo, ¿dónde pongo mi consistencia? ¿Quién es mi centro afectivo? ¿Cuál es la razón de mi vida? La decisión del Papa se basa en respuestas claras a estas preguntas. «La increíble libertad de un hombre aferrado por Cristo», ha escrito Carrón. «Un hombre aferrado por Cristo», como san Pablo, o por el Misterio, como Abrahán, Jacob, Moisés, hombres educados para vivir con la mirada, la inteligencia y el corazón delante de la gran Presencia. Benedicto XVI me ha testimoniado la libertad de dejarse guiar por la voz del Misterio, viviendo intensamente la realidad a través de la oración y el silencio, como el lugar en el que el Misterio se ha convertido en el “Tú” de Jesucristo.
Durante estos años de Pontificado he percibido con asombro la sintonía entre su magisterio, expresión de su vida de fe, y el carisma del Siervo de Dios don Giussani. Lo que me ha marcado profundamente, dando un gusto nuevo a mi vocación misionera, ha sido la centralidad de Cristo, expresada de forma profunda y conmovedora ya en sus primeras palabras, cuando nos invitó a reconocer el Unicum que comprende plenamente al hombre revelándole lo que tiene en el corazón. Cristo no sólo no nos quita nada, sino que nos da todo.
Esta certeza, que ha movido siempre su vida, no es sólo la única razón de mi vida, mi consistencia y mi alegría, sino que también es el origen de una pasión misionera que antes desconocía. ¡Cuántas veces, volviendo a casa después de un largo viaje a través de Paraguay y contemplando durante todo el camino la llanura abarrotada de casas, me sorprendía llorando al pensar que Cristo todavía no había llegado allí!
He vivido hambriento de su magisterio hasta el punto de que – sin importarme el coste – he decidido publicar cada mes todo lo que el Santo Padre decía. Estaba seguro del valor de este instrumento en un país y un continente que adolecen de esa tradición romana que puede educar al pueblo en la fe vivida como un Acontecimiento, superando así el moralismo temeroso y asfixiante. La pasión del Santo Padre por Cristo se expresa como pasión por el hombre, por el corazón del hombre. En este sentido su mirada a la realidad me obliga a preguntarme, por ejemplo, si mi clínica es verdaderamente un lugar de evangelización, como él afirmaba en octubre de 2012 en la conclusión de un congreso médico celebrado en Roma. En su mensaje para la Jornada mundial del enfermo, celebrada en su querido santuario de Altötting, en Alemania, recordó que debemos «reconocer en el rostro del hermano enfermo el Santo Rostro de Cristo». Son provocaciones que me han educado y han alimentado en mí una gran pasión con el fin de que lo que Dios ha obrado en mi vida y mediante mi humilde persona pueda ser signo de Su gloria en el mundo.
Observándole y siguiéndole como un hijo he aprendido a sentir la necesidad del silencio, de ese silencio lleno de la presencia de Cristo. He gustado cada día más la belleza y el amor por la Eucaristía, hasta que esta se ha convertido en la guía y el fundamento de mi vida y de todos mis gestos. Mirar como Benedicto XVI vive la liturgia, momento culminante de la oración y fuente de la belleza que reúne todo en armonía, me ha llevado a vivir con una tensión al Infinito que me permite cuidar cada detalle, favoreciendo el camino educativo de todos. Finalmente, de él he aprendido, como de don Giussani, que el vértice de la caridad es la belleza, la única capaz de despertar el corazón adormecido y anestesiado del hombre de hoy.
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El cristianismo no plantea un conflicto inevitable entre la fe sobrenatural y el progreso científico. (…) Sin embargo, la ciencia, aunque es generosa, da sólo lo que puede dar. El hombre no puede poner en la ciencia y en la tecnología una confianza tan radical e incondicional como para creer que el progreso de la ciencia y la tecnología puede explicarlo todo y satisfacer plenamente todas sus necesidades existenciales y espirituales. La ciencia no puede sustituir a la filosofía y a la revelación, dando una respuesta exhaustiva a las cuestiones fundamentales del hombre. (…)
El mismo método científico, al acumular datos, procesarlos y utilizarlos en sus proyecciones, tiene limitaciones inherentes que restringen necesariamente la posibilidad de predicción científica en determinados contextos y enfoques. Por tanto, la ciencia no puede pretender proporcionar una representación completa y determinista de nuestro futuro y del desarrollo de cada fenómeno que estudia. La filosofía y la teología pueden dar una importante contribución a esta cuestión fundamentalmente epistemológica, por ejemplo, ayudando a las ciencias empíricas a reconocer la diferencia entre la incapacidad matemática de predecir ciertos acontecimientos y la validez del principio de causalidad, o entre el indeterminismo científico o contingencia (casualidad) y la causalidad a nivel filosófico, o más radicalmente entre la evolución como origen de una sucesión en el espacio y en el tiempo, y la creación como origen último del ser participado en el Ser esencial.
Al mismo tiempo, hay un nivel más elevado que necesariamente trasciende todas las predicciones científicas, a saber, el mundo humano de la libertad y la historia. Mientras que el cosmos físico puede tener su propio desarrollo espacio-temporal, sólo la humanidad, estrictamente hablando, tiene una historia, la historia de su libertad. La libertad, como la razón, es una parte preciosa de la imagen de Dios en nosotros, y no puede reducirse nunca a un análisis determinista. Su trascendencia con respecto al mundo material debe reconocerse y respetarse, puesto que es un signo de nuestra dignidad humana. Negar esta trascendencia en nombre de una supuesta capacidad absoluta del método científico de prever y condicionar el mundo humano implicaría la pérdida de lo que es humano en el hombre, y, al no reconocer su singularidad y trascendencia, podría abrir peligrosamente la puerta a su explotación.
(Discurso a la Asamblea plenaria
de la Academia Pontificia de las Ciencias,
Roma 6 de noviembre de 2006)
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CUANDO DIJO QUE DIOS NO ES UNA HIPÓTESIS DISTANTE
Marco Bersanelli
profesor de Astronomía y Astrofísica en la Universidad de Milán
La figura de Benedicto XVI ha iluminado con fuerza extraordinaria y con gran dulzura la vida de muchísimos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Al igual que miles y miles de personas, también yo me he visto conquistado por este Papa grande y sencillo, por sus palabras, por su modo de ponerse ante todos tan libre y lleno de razones.
Recuerdo que cuando fue elegido hace ocho años, las reacciones de muchos colegas del mundo científico fueron titubeantes, cuando no negativas. Pero poco a poco, en muchos de ellos se fue abriendo camino una creciente curiosidad, un respeto, una admiración. No en todos, es verdad, sólo en aquellos que miraban. Tal vez estas personas – en las que estoy pensando – no se han convertido, pero han visto en acción una humanidad convincente, no reducible a esquemas previos, y han podido reconocer que la fe es capaz de generar un tipo humano creíble, en tensión incansable hacia el bien del mundo y de cada persona, con una agudeza humana tal vez irrepetible en otro lugar. El papa Benedicto nos ha testimoniado que Cristo es una respuesta plausible a la inmensidad del deseo humano, una línea divisoria en la historia del cosmos, el rostro del Misterio accesible a nuestra humanidad: «Para nosotros, Dios no es una hipótesis lejana, no es un desconocido que se ha retirado después del “big bang”. Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el rostro de Dios. En sus palabras escuchamos al mismo Dios que nos habla».
Benedicto XVI ha sido una presencia imponente en medio de la humanidad contemporánea, inquieta, lacerada. Ha hablado a nuestro corazón de hijos del Tercer Milenio, consciente del sentido de ahogo en el que corre el riesgo de hundirse nuestra alma, atareados como estamos en perseguir formas viejas o nuevas de poder. Y ha mostrado que Cristo comprende hasta la médula nuestro sufrimiento y sale a nuestro encuentro inmerecidamente: «Pero no sólo estamos inquietos nosotros, los seres humanos, con relación a Dios. El corazón de Dios está inquieto con relación al hombre».
La libertad inaudita con la que Benedicto XVI ha concebido su gesto de renuncia al Pontificado ha sorprendido a todos y al menos por un instante ha dejado al mundo entero sin palabras. Un asombro que este Papa ya había despertado otras veces por la claridad de su testimonio ante el mundo, interviniendo ante los poderosos del Viejo y del Nuevo continente, o antes los últimos en el Tercer Mundo, eludiendo polémicas, superando los prejuicios, sorprendiéndonos por su capacidad de valorar toda huella de bien presente en cualquiera y en cualquier cultura. Ahora creo que, al igual que miles de personas, le echaré de menos. Pero su silencio sostendrá la voz de su sucesor, y será para todos nosotros una modalidad inédita y potente con la que el Misterio se hará presente en nuestra memoria.
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ME HA DESVELADO LA MIRADA QUE DIOS TIENE SOBRE NOSOTROS
padre Sergio Massalongo
prior del monasterio benedictino de los Santos Pedro y Pablo – Cascinazza, Buccinasco (Milán)
Yo también, al recibir la noticia de la renuncia del Papa, entré en ese silencio al que remitía Julián Carrón en su carta a La Repubblica. Toda la vida monástica no es sino permanecer en ese silencio, no provocado por nosotros, en el que está toda nuestra persona. Sin embargo la noticia del Papa ha supuesto para mí un silencio dentro del silencio, es decir, un desvelarse no tanto de lo que hace el Papa, sino de la mirada que Dios tiene sobre él. Benedicto XVI la ha reflejado sobre nosotros, mostrándonos cómo se puede vivir continuamente en la presencia de Cristo.
Para mí ha sido un silencio conmovedor, que ha reavivado las razones, y turbador por la correspondencia con la vida en su originalidad. El Papa ha abierto ese horizonte infinito en el que habita cotidianamente y que para cada hombre es tan querido como el respirar, aunque no lo sepa.
Lo que más me impresiona en la renuncia del Papa es el momento creativo que ella supone porque obliga a remontarse al Origen en el que uno consiste, es decir, a hacer la experiencia de sentirse hechos, queridos por el Señor. Mientras que a nivel natural el hombre, dentro de la realidad común, como “yo”, se halla en una soledad de la que trata de huir con la imaginación, este hecho es lo contrario de la imaginación, no nos deja en la incertidumbre, sino que nos arroja directamente en los brazos de Cristo. Es un nuevo renacimiento.
Para los que hemos seguido el magisterio de Benedicto XVI, este contragolpe no es un hecho casual ni aislado. Entre los muchos que se podrían citar, es particularmente querido el discurso pronunciado en París en septiembre de 2008, en el Colegio de los Bernardinos, en el que el Papa sitúa el monacato en los orígenes de la teología occidental y en la raíz de la cultura europea. Monacato, no como recuerdo del pasado o huida de la realidad, como tampoco espiritualidad particular, sino como autenticidad del hecho cristiano que es necesario revivir hoy. «Detrás de lo provisional (los monjes) buscaban lo definitivo», a Cristo. Aquel que no pasa está con nosotros y nos llama a seguirle en la Regla a través de la voz de la campana, que acompasa y ordena el tiempo a Cristo presente, a esa Única Belleza capaz de obrar el milagro de una unidad verdadera entre los hombres. Como se desprende de las últimas palabras del mensaje del Papa, su futuro será «una vida dedicada a la oración» por la Santa Iglesia de Dios. No se trata de una reducción de su vocación personal, sino de su cumplimiento. La oración es encontrar a Dios en lo profundo de uno mismo; implica un trabajo educativo que comporta libertad y sacrificio para reconocer y afirmar que el valor de la propia vida es Otro, y esto supone arrancarse continuamente de uno mismo. Sólo quien se siente aferrado por Jesús puede abandonarse totalmente en Sus manos.
En un mensaje del 16 de julio de 2012, con motivo del aniversario de la fundación del monasterio de San José de Ávila, Benedicto XVI trazaba la figura del santo con rasgos que podrían ser autobiográficos: «Un santo no es aquel que realiza grandes proezas basándose en la excelencia de sus cualidades humanas, sino el que consiente con humildad que Cristo penetre en su alma, actúe a través de su persona, sea Él el verdadero protagonista de todas sus acciones y deseos, quien inspire cada iniciativa y sostenga cada silencio».
Este silencio que el Papa ha abierto en nuestro corazón con su mensaje se convierte ahora en morada y desafío permanente a la verdad de nuestra humanidad. En esta plenitud de relación con Cristo, que nos hace y nos atrae, se encuentra la experiencia de una continua novedad.
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Los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía esto? ¿Qué les movía a aquellas personas a reunirse en lugares así? ¿Qué intenciones tenían? ¿Cómo vivieron? Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable. (…)
Muy distinto el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra de Dios en la creación del mundo. Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación del mundo son impensables.
(Encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins, París, 12 de septiembre de 2008)
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La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. (…)
Soy consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito social, jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad de unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por san Pablo de la «veritas in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y complementario, de «caritas in veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad. (…)
En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales. De este modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. (…)
El amor en la verdad – caritas in veritate – es un gran desafío para la Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador. (…) La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende «de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados». No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia.
(De la encíclica Caritas in veritate, 2009)
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ESTE PAPA ES MÍO Y NO LO HE PERDIDO
Rose Busingye
educadora, responsable del Meeting Point de Kampala, Uganda
Jamás he pensado en Benedicto XVI como el “Papa”, lejano a mí. Era y es un amigo familiar. Una persona que forma parte de mí. Un regalo. Cuando me hablaba de Dios, de Cristo, me invadía por completo. Como un padre que te toma de la mano y te explica el porqué de las cosas, y comprendes que él tiene que ver con toda tu vida. El Papa tiene que ver con mi vida. Si todo es de Cristo y él es de Cristo, el Papa es mío. No es un esfuerzo, una fatiga decir esto: es algo muy normal. Es mío. Aquello que es de Dios es mío, aquello a lo que pertenezco es mío. Dentro de la fe te encuentras unida a todo hombre. Es difícil de explicar. Con Benedicto XVI he estado tres veces, siempre en Roma. Su rostro, el modo en que te mira, que es un abrazo... No lo sientes lejano, sino que te entran ganas de echarte en sus brazos. Como en los de tu padre. Desaparece la imagen distante del Papa, y no por falta de respeto, sino porque te sientes en casa; te gustaría contarle tus cosas, tus sentimientos, lo que te ha sucedido. Como un niño que se confía con su padre.
Cuando recibí la noticia de su renuncia, me sentí como los discípulos de Emaús que discutían entre ellos y se lamentaban. También me dije: «Fíjate, no ha venido a Uganda, ha comenzado el año de la fe... ¿Y ahora qué?». Todo aquello que esperaba parecía en suspenso. Como un niño que espera a su padre tras un largo viaje y le dicen que no vendrá. No hay desesperación porque sabes que tu padre existe, pero permanece la pregunta: ¿quién me explicará las cosas? Después, por gracia, llegó el mensaje de Carrón. Ha sido como si me dijera: «¿No latía tu corazón mientras Jesús hablaba y explicaba las escrituras?». Justamente la misma experiencia de los discípulos de Emaús. Recordé la carta de Benedicto XVI al Meeting de Rímini: por naturaleza el hombre es relación con el infinito. Nada se pierde, sino que se define de nuevo. Ese mensaje me ha explicado lo que estaba sucediendo. He comprendido que dentro de esta pertenencia a Dios nada se pierde. Luego ha estallado la gratitud por tener un padre que te educa. Carrón me ha ayudado a decir: «No lo he perdido. El Papa lo ha hecho por mí». Lo que sostiene al Papa me sostiene a mí, lo que el Papa me ha indicado hasta ahora es lo que nos hace libres a ambos.
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NUNCA HE VISTO UNA MIRADA TAN ALEGRE
Luca Doninelli
escritor
Los acontecimientos tienen el poder de encender de nuevo la memoria, iluminando de sentido detalles que habían permanecido escondidos, casi olvidados. También nosotros somos como esos recuerdos: casi no existimos hasta que Algo viene a iluminarnos, a darnos sentido.
4 de julio de 2011. Dos años después del famoso encuentro en la Capilla Sixtina, había sido invitado junto con algunos artistas a celebrar con un regalo personal el ochenta y cinco cumpleaños de Benedicto XVI en el Vaticano. Era un día tórrido y yo sudaba embutido en mi traje gris.
El Papa tardaba en llegar: un problema imprevisto, enorme con respecto al cual nuestro pequeño encuentro era casi nada, le había obligado a un trabajo suplementario.
Llegó disculpándose por el retraso. Sonreía, dijo que estaba feliz de estar allí con nosotros. Mientras esperábamos habían circulado comentarios acerca de la causa de su retraso, y yo estaba asombrado ante la idea de que, después de aquel momento que parecía haber sido muy complicado para él, pudiese con tanta sencillez y alegría darse a nosotros.
No sólo esto, ya que se interesó por cada uno, dirigió preguntas a todos. Cuando lo tuve ante mí, le pedí de rodillas que rezara por mi amigo Emanuele Banterle, que estaba muy enfermo. Me hizo repetir el nombre para recordarlo bien y me aseguró su oración.
Nunca he visto una mirada tan alegre y confiada. Este hombre de inteligencia sin par confiaba a Cristo como un niño todos los instantes de su vida. Hoy no puedo dejar de pensar en aquella mirada, en aquella luz. Y aunque, seguramente, una sombra trágica pesa en el camino de la Iglesia, no puedo separar su decisión libre de esa mirada.
Dios puede ponernos a prueba también con Su silencio, dice esa mirada, pero no nos abandona, y no abandona a Su Iglesia, ni siquiera un instante. Este abismo de confianza y de positividad fue su gran regalo de aquel día, para todos los días de mi vida.
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La belleza auténtica (…) abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el Otro, hacia el más allá. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de captar el sentido profundo de nuestra existencia, el Misterio del que formamos parte y que nos puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso diario. Juan Pablo II, en la Carta a los artistas, cita al respecto este verso de un poeta polaco, Cyprian Norwid: “La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo / el trabajo, para resurgir” (n. 3). Y más adelante añade: “En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace, de algún modo, voz de la expectativa universal de redención” (n. 10). Y en la conclusión afirma: “La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente” (n. 16). (…)
Queridos Artistas, vosotros sois los guardianes de la belleza; gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ensanchar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. Por eso, sed agradecidos por los dones recibidos y plenamente conscientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza, de hacer comunicar en la belleza y mediante la belleza. Sed también vosotros, mediante vuestro arte, anunciadores y testigos de esperanza para la humanidad. Y no tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quienes como vosotros se sienten peregrinos en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita. La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestro arte, más aún, los exalta y los alimenta, los alienta a cruzar el umbral y a contemplar con mirada fascinada y conmovida la meta última y definitiva, el sol sin ocaso que ilumina y embellece el presente.
(Encuentro con los artistas, Capilla Sixtina,
Roma, 21 de noviembre de 2009)
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DE ÉL HE APRENDIDO CÓMO SE PUEDE ENSEÑAR LO QUE ES VERDADERO
Andrea Simoncini
profesor de Derecho constitucional en Florencia
Intentar resumir en pocas líneas lo que debo a Benedicto XVI es realmente imposible. Me parece que todo lo que ha dicho y ha hecho tiene una única explicación racional: Jesucristo, presente aquí y ahora.
Fue don Giussani el que me hizo amar la figura de san Pedro, cuando tantas veces nos lo describía junto a Jesús bajo el peso de sus culpas y de su incapacidad. Ante la pregunta de Jesús: «¿Me amas?», Pedro, completamente “arrastrado” por la simpatía humana hacia aquel Hombre, respondía sin dudar: «¡Sí! Tú sabes que te quiero». Si tengo que confesar la impresión que siempre me ha suscitado este Papa, hasta su último gesto de la renuncia, es que estamos de verdad ante el “sucesor” de Pedro. Benedicto XVI es justamente como él: un hombre fascinado por Jesús presente ahora, dominado por el atractivo y por la certeza suscitada por el hijo de Dios, presente ahora.
Momento especial en el que esta conciencia me sorprendió, fue la homilía de 2012 en Castelgandolfo, ante el Ratzinger Schülerkreis, el “círculo” de sus antiguos alumnos. Tenía especial curiosidad al leer esta intervención porque me preguntaba: «El Papa ha sido y es un teólogo de fama mundial, un verdadero maestro. Pues bien, ¿qué tipo de profesor habrá sido? ¿Cómo habrá educado a sus alumnos? ¿Cómo habrá enseñado la verdad?». En el fondo, mi pregunta nacía de una especie de “dilema” que, al dar clase también yo en una universidad, he percibido siempre dentro de mí: ¿cómo se puede enseñar lo que es “verdadero”? De hecho, hoy en día, la palabra “verdad” huele un tanto a “violencia”: si uno considera que su posición es “verdadera”, quiere decir que las demás son falsas, y, entonces, ¿de qué discutimos? La discusión sólo tiene una finalidad: convencer al otro.
Debo decir que el Papa, en esa homilía, habló realmente para mí. «¿Quién de nosotros se atrevería a alegrarse de la verdad que encuentra? Nos surge inmediatamente la pregunta: ¿cómo se puede tener la verdad? ¡Esto es intolerancia! Los conceptos de verdad y de intolerancia hoy están casi completamente identificados; por eso ya no nos atrevemos a creer en la verdad o a hablar de la verdad. Parece lejana, algo a lo que es mejor no recurrir. Nadie puede decir “tengo la verdad” – esta es la objeción que se plantea – y, efectivamente, nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella».
Nadie puede decir «tengo la verdad», y es justo. De hecho, la verdad no es un discurso o una teoría, sino un Hombre vivo. Me di cuenta de golpe de que durante años había cedido a la idea de que la verdad era una medida, una fórmula capaz de explicar con exactitud precisa el suceder de las cosas. Si fuese así, afirmarla sería verdaderamente intolerante. He comprendido finalmente de dónde nace el temor de muchos de mis amigos y colegas – a veces el mío también – ante la palabra “verdad”: tenemos una idea reducida de ella, la verdad es un esquema, una medida. Mientras que para el Papa, la verdad es un Hombre excepcional que sale a nuestro encuentro y nos pregunta: «¿Me amas por encima de todo?».
Peregrinos de la verdad, esto es lo que somos. «No poseemos la verdad, ¡es ella la que nos posee!». Es un cambio radical. La verdad es una relación, un affectus. Y todo lo que podemos hacer es no interponer nada ante su atractivo.
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Así que, el punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos.
Este papel “corrector” de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe (…) necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional.
(Discurso en Westminster Hall, Londres, 17 de septiembre de 2010)
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¿Qué hacemos al dedicar este templo? En el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe, levantamos una inmensa mole de materia, fruto de la naturaleza y de un inconmensurable esfuerzo de la inteligencia humana, constructora de esta obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma.
En este recinto, Gaudí quiso unir la inspiración que le llegaba de los tres grandes libros en los que se alimentaba como hombre, como creyente y como arquitecto: el libro de la naturaleza, el libro de la Sagrada Escritura y el libro de la Liturgia. Así unió la realidad del mundo y la historia de la salvación, tal como nos es narrada en la Biblia y actualizada en la Liturgia. Introdujo piedras, árboles y vida humana dentro del templo, para que toda la creación convergiera en la alabanza divina, pero al mismo tiempo sacó los retablos afuera, para poner ante los hombres el misterio de Dios revelado en el nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. De este modo, colaboró genialmente a la edificación de la conciencia humana anclada en el mundo, abierta a Dios, iluminada y santificada por Cristo. E hizo algo que es una de las tareas más importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza. Esto lo realizó Antoni Gaudí no con palabras sino con piedras, trazos, planos y cumbres. Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre; es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo.
(Homilía en la misa de dedicación de la Sagrada Familia, Barcelona, 7 de noviembre de 2010)
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UNA BRÚJULA PARA EL CATOLICISMO ESPAÑOL
José Luis Restán
director editorial de la Cadena Cope
Benedicto XVI ha visitado tres veces España y nos ha dejado indicaciones decisivas para entender nuestra historia y para enfocar el futuro. En realidad todo su magisterio tiene un carácter especialmente incisivo para un país que ha vivido, quizás con mayor aceleración y dramatismo que otros de nuestro entorno, el choque entre fe cristiana y razón moderna; y para una comunidad cristiana tentada por el complejo de autodefensa e inclinada por su reciente historia a dar por supuesta la fe y dedicarse sobre todo a sus consecuencias morales.
Fue precisamente en Santiago de Compostela, meta de las peregrinaciones que vertebraron Europa, donde Benedicto XVI quiso denominar como tragedia europea «que se haya divulgado la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad». Por el contrario Dios es meta y cumplimiento, destino y puerto de toda verdadera aspiración humana. Y por eso Benedicto XVI, el Papa que ha formulado la laicidad positiva, ha querido mira a España como un espacio privilegiado para el diálogo y la reconciliación entre fe y secularismo, entre la sabiduría cristiana y la razón moderna. Ya en el vuelo que le trasladaba a Compostela demostró conocer bien nuestra atormentada historia contemporánea, pero también mostró su confianza en las posibilidades de nuestro país para ensayar un nuevo diálogo, un nuevo encuentro entre el cristianismo y la razón moderna. Es cierto que en España ha crecido un catolicismo fuerte y ardoroso, capaz de grandes empresas como la evangelización de América o la reforma de Trento. De hecho Benedicto XVI rindió homenaje a la constelación de santos reformadores y teólogos que introdujeron a la Iglesia en la era moderna. Pero después se produjo un agarrotamiento de la capacidad creativa, un aislamiento y una tendencia a la mera moralización que irían abriendo el foso con un laicismo arriscado que fácilmente se tornaba anticlericalismo. Esa tensión explica dos siglos de nuestra historia y amenaza con atenazarnos de nuevo. Pero recordemos que el Papa quiso pronunciar sobre nuestro suelo un ¡basta! a estos choques inútiles, diciendo a todos que es hora de un nuevo encuentro entre fe y laicidad.
Sus últimas palabras en Compostela fueron para decir que «la Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero». Lo que la Iglesia pide y busca es solamente la libertad y la tranquilidad para «velar por Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo».
Después en Barcelona Benedicto XVI prosiguió su diálogo con el hombre europeo contemporáneo. Así explicaba el significado de la dedicación del templo de la Sagrada Familia: «en el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe, levantamos una inmensa mole de materia, fruto de la naturaleza y de un inconmensurable esfuerzo de la inteligencia humana, constructora de esta obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma». El Papa era muy consciente de que no toda la ciudad le esperaba, por eso quiso realizar el gesto de la consagración «en una época en la que el hombre pretende edificar su vida de espaldas a Dios, como si ya no tuviera nada que decirle». En el corazón de la ciudad secularizada, las agujas de la Sagrada Familia no dejan de interrogar a todos sobre el sentido de la vida y de la muerte, no dejan de proponer la sabiduría del Evangelio que las ha levantado hacia el cielo. De nuevo Benedicto XVI hablaba a todo el occidente secularizado, pero lo hacía desde una compleja ciudad española siempre en el cruce de caminos de las corrientes culturales del continente. Y lo hacía señalando al genial arquitecto Antonio Gaudí, porque supo realizar «una de las tareas más importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza».
La inolvidable semana de la JMJ en Madrid nos ofreció también indicaciones especialmente útiles en nuestra coyuntura histórica. Por ejemplo que ningún hombre, ningún grupo o institución y ningún Estado pueden pretender ser absolutos, ser como Dios. Precisamente este querer «ser como dioses», que aquí se ha reflejado en una peligrosa agenda de ingeniería social, ha sido el lugar donde se empantanaron los mejores ideales de la modernidad y crecieron los totalitarismos que flagelaron al siglo XX. Esta negación de la apertura original del hombre, de su dependencia original, de su sed del Infinito, está en el corazón de la crisis de Occidente y Benedicto XVI ha prestado un gran servicio con su denuncia. Desde el Monasterio de El Escorial subrayó que la búsqueda de la verdad sin adjetivos es el signo más grandioso de lo humano y el mejor servicio a la libertad, y cuando el conocimiento o el gobierno prescinden de esta búsqueda, se asoman al precipicio del totalitarismo. Esta posición del Papa puede calificarse de auténticamente “laica” porque lo que nos une a todos (creyentes y no creyentes) en la construcción de la ciudad común es precisamente la búsqueda leal de la verdad. Eso no nos divide, sino que nos hace amigos y compañeros de aventura. En ese diálogo en búsqueda de la verdad, en ese testimonio recíproco de las razones de la propia experiencia, consiste la laicidad positiva, de la que Benedicto XVI fue especialmente maestro en nuestro país.
La última categoría que deseo subrayar en este recorrido “español” del pontificado es la de testimonio. En la explanada de Cuatro Vientos Benedicto XVI dijo a los jóvenes: «el Señor os ha puesto en este momento de la historia para que siga resonando gracias a vuestra fe la Buena Nueva de Cristo». A los católicos españoles nos viene muy bien esta afirmación sencilla que encierra más densidad de lo que parece a primera vista. Primero aceptar este momento de la historia, evitar la pérdida de tiempo y de energías que conlleva el lamento; segundo, de lo que se trata es del testimonio de la fe, no tanto de la defensa de una serie de valores o de una imagen de tradición española; tercero, lo único que puede rescatar lo mejor de nuestra historia y hacer libre y bella nuestra convivencia es la Buena Nueva de Jesucristo. De esta invitación final del Papa y de su impresionante magisterio de estos años se deriva un verdadero cambio de ruta para el catolicismo español en el siglo XXI.
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«Sí, queridos amigos, Dios nos ama. Ésta es la gran verdad de nuestra vida y que da sentido a todo lo demás. No somos fruto de la casualidad o la irracionalidad, sino que en el origen de nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios. Permanecer en su amor significa entonces vivir arraigados en la fe, porque la fe no es la simple aceptación de unas verdades abstractas, sino una relación íntima con Cristo que nos lleva a abrir nuestro corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios.
Si permanecéis en el amor de Cristo, arraigados en la fe, encontraréis, aun en medio de contrariedades y sufrimientos, la raíz del gozo y la alegría. La fe no se opone a vuestros ideales más altos, al contrario, los exalta y perfecciona. Queridos jóvenes, no os conforméis con menos que la Verdad y el Amor, no os conforméis con menos que Cristo».
(Homilía durante la vigilia de oración de la Jornada Mundial de la Juventud, Madrid, 21 de agosto de 2011)
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Hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.(...)
La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.
(Discurso en el Bundestag alemán, Berlín, 22 de septiembre de 2011)
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AQUEL «CORAZÓN DÓCIL» DE SALOMÓN ME HA ABIERTO UN CAMINO
Marta Cartabia
jueza del Tribunal Constitucional
El 22 de septiembre de 2011, Benedicto XVI pronunciaba en el Bundestag un discurso de alcance histórico para la cultura jurídica y, más en general, para la cultura contemporánea, señalando un cambio de dirección decisivo en décadas de encendidos debates sobre el papel de la religión en el espacio público: la razón y la naturaleza en su correlación son el bagaje con el que cualquier cristiano, como cualquier otro hombre, es lanzado en la historia.
Si se me permite una nota de carácter personal, añadiría que para mí la imagen inicial de aquel discurso es, y seguirá siéndolo, inolvidable: al joven rey Salomón, en el momento de asumir el poder, se le concedió presentar una petición. Y pidió a Dios un corazón dócil, o sea, una razón abierta, es decir, «la capacidad de distinguir entre el bien y el mal y de establecer así un verdadero derecho, sirviendo a la justicia y a la paz». Pocos días después, el 2 de septiembre de 2011, el presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano, me confería, de manera totalmente inesperada, un cargo institucional, nombrándome miembro del Tribunal Constitucional italiano. De este modo mi vida profesional, que hasta aquel momento se había desarrollado enteramente en el ámbito académico, cambiaba radicalmente de signo. Ante todo un cambio de vida, más que profesional. Nada más pertinente habría podido acompañarme en aquel momento decisivo, que ese deseo, expresado por el joven rey Salomón, de poder actuar de acuerdo a una razón abierta de par en par, capaz de discernir y de orientarse hacia el bien y hacia lo justo. Esa invitación a abrir de par en par continuamente las ventanas de la razón, que siempre tiende a cerrarse en un edificio de “cemento armado” – según la expresión de Benedicto XVI en el Bundestag –, señala el camino que se me ofreció, personalmente, para intentar servir cada día a la justicia en el ágora.
Como la razón, de igual manera toda nuestra humanidad tiende continuamente a encerrarse en sí misma. Pero, ¿qué es lo que le puede permitir volver incesantemente a abrirse de par en par? En cada una de las intervenciones de su Pontificado, Benedicto XVI ha mostrado una profunda comprensión del drama del hombre contemporáneo. Ha mostrado un amor al hombre y a la verdad fuera de lo común. ¿Cuál es el origen de todo esto? Mirando los frutos de su personalidad rica y humanísima, no se puede evitar preguntarse de dónde brotan. En cada palabra y en cada gesto, él testimonia qué es lo que sucede en la razón y en el corazón de un hombre que vive una fe real, es decir, que vive una relación intensa con Cristo presente. Testigo de Cristo: hasta el gesto supremo de su renuncia, fruto de una decisión tomada, como él mismo ha afirmado, «después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia». Una decisión que sólo puede brotar de la «presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad en el interior del sujeto mismo», según palabras del beato Newman. Pocos meses han transcurrido desde que Benedicto XVI, dirigiéndose a sus antiguos alumnos, decía: «Nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, ¡es algo vivo! (…) No podemos decir: tengo la verdad, sino que la verdad ha venido a nosotros y nos impulsa. Debemos aprender a dejarnos llevar por ella, a dejarnos conducir por ella. Entonces brillará de nuevo». Y de nuevo ha brillado.
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GRACIAS A ÉL NADA ME ES AJENO
Roberto Fontolan
responsable del Centro Internacional de CL
Era precisamente humildad lo que al principio de su Pontificado emanaba de una frase que en ese momento me pareció demasiado modesta: ¿un obrero de la viña del Señor? De acuerdo, pero...
Con el paso del tiempo, he verificado y comprendido que Papa Benedicto jamás ha utilizado expresiones casuales, jamás ha dicho una cosa en lugar de otra, ha evitado cuidadosamente confusiones o ambigüedades. Una cualidad del lenguaje que tiene algo de sobrenatural. Nadie como él sabe ser tan nítido, preciso y agudo. Con la mano experta y ligera de un gran cirujano, penetra en cualquier profundidad y dificultad llevando luz allí donde hay oscuridad y sencillez donde hay confusión.
El talento prodigioso del Cardenal se ha convertido en el sello inconfundible del Pastor universal. No hay cima del pensamiento que su palabra no haya hecho accesible e inteligible, no hay tema delicado que no haya abordado devolviéndolo a su desarmante y aceptable verdad, no existe gesto o pregunta humana que no haya recibido de él honor y consideración. El grandioso designio del Dios-Logos en la Universidad de Ratisbona; la metáfora genial del búnker en su viaje alemán; la crítica lacerante de los males de la Iglesia (de la “suciedad” en la meditación del Viernes Santo, días antes de su elección, a la condena firme de la pedofilia, a la falta de unidad recordada hasta el final); el elogio del corazón inquieto en la última homilía de la Epifanía; las catequesis sobre san Agustín y aquella increíble sobre la Creación; la identificación con el misterio del dolor; la invitación continua a interrogarse sobre Dios y sobre el alma humana; los sensacionales comentarios al hilo de los conciertos celebrados en su honor (en particular el de la Scala y uno de Mozart en el Aula Pablo VI)... Junto a él he transitado siempre por una senda luminosa y recta, apoyando los pies sobre piedras dramáticamente lisas, para encontrarme luego en la meta (la fuente, la cumbre, el espectáculo del océano) sin casi darme cuenta.
Benedicto XVI ha construido su sintaxis con el milimétrico detalle de Canaletto y la discreta dulzura de Vermeer: nada le es ajeno y, gracias a él, nada me es ajeno. Ni siquiera la humildad de un Papa que después de haber trabajado tanto confiesa que ya no puede hacerlo.
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La ausencia de Dios lleva al decaimiento del hombre y del humanismo. Pero, ¿dónde está Dios? ¿Lo conocemos y lo podemos mostrar de nuevo a la humanidad para fundar una verdadera paz? Resumamos ante todo brevemente las reflexiones que hemos hecho hasta ahora. He dicho que hay una concepción y un uso de la religión por la que esta se convierte en fuente de violencia, mientras que la orientación del hombre hacia Dios, vivido rectamente, es una fuerza de paz. (...) Por otro lado, he afirmado que la negación de Dios corrompe al hombre, le priva de medidas y le lleva a la violencia.
Junto a estas dos formas de religión y anti-religión, existe también en el mundo en expansión del agnosticismo otra orientación de fondo: personas a las que no les ha sido dado el don de poder creer y que, sin embargo, buscan la verdad, están en la búsqueda de Dios. Personas como éstas no afirman simplemente: «No existe ningún Dios». Sufren a causa de su ausencia y, buscando lo auténtico y lo bueno, están interiormente en camino hacia Él. Son “peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz”. Plantean preguntas tanto a una como a la otra parte. Despojan a los ateos combativos de su falsa certeza, con la cual pretenden saber que no hay un Dios, y los invitan a que, en vez de polémicos, se conviertan en personas en búsqueda, que no pierden la esperanza de que la verdad exista y que nosotros podemos y debemos vivir en función de ella. Pero también llaman en causa a los seguidores de las religiones, para que no consideren a Dios como una propiedad que les pertenece a ellos hasta el punto de sentirse autorizados a la violencia respecto a los demás.
Estas personas buscan la verdad, buscan al verdadero Dios, cuya imagen en las religiones, por el modo en que muchas veces se practican, queda frecuentemente oculta. Que ellos no logren encontrar a Dios, depende también de los creyentes, con su imagen reducida o deformada de Dios. Así, su lucha interior y su interrogarse es también una llamada a nosotros creyentes, a todos los creyentes a purificar su propia fe, para que Dios –el verdadero Dios– se haga accesible.
(Intervención en la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la Paz y la Justicia en el Mundo, Asís, 27 de octubre de 2011)
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El proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su plenitud en Jesucristo, que elevó el matrimonio a sacramento. Queridos esposos, Cristo, con un don especial del Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor esponsal, haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la fuerza que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger este don, renovando cada día, con fe, vuestro «sí», también vuestra familia vivirá del amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Queridas familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de la Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger el amor de Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente transformar el cosmos, el mundo. Ante vosotros está el testimonio de tantas familias, que señalan los caminos para crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y participar en la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de los demás, saber perdonar y pedir perdón, superar con inteligencia y humildad los posibles conflictos, acordar las orientaciones educativas, estar abiertos a las demás familias, atentos con los pobres, responsables en la sociedad civil. Todos estos elementos construyen la familia. Vividlos con valentía, con la seguridad de que en la medida en que viváis el amor recíproco y hacia todos, con la ayuda de la gracia divina, os convertiréis en evangelio vivo, una verdadera Iglesia doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris consortio, 49). Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados por las experiencias dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os sostienen en vuestra dificultad.
(Homilía en la Misa con motivo del Encuentro Mundial de las Familias, Parco di Bresso, 3 de junio de 2012)
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«COMO EL HOMBRE EN LA BARANDILLA QUE ESPERA AL HOMBRE QUE LLEGA DESDE LA OTRA ORILLA…»
Carmen Giussani
Memor Domini
No se ha despedido como un líder mundial, sino como un padre que da la vida por sus hijos, que quiere el bien de sus hijos. No ha hecho análisis o valoraciones de su pontificado. De su boca no ha salido ni una palabra de nostalgia, amargura o crítica. Su rostro ha reflejado para todos un amor que se asoma en los ojos, una paz que desborda el corazón. Una conmoción contenida y elocuente más que cualquier verbo.
Llegó como un simple trabajador de la viña del Señor y se marchó consciente de que él no es dueño de la viña. La Iglesia es de Cristo y su “sí” al dueño de la viña es por siempre y para siempre. En él vemos la prenda luminosa de lo que afirma san Pablo: «El amor no pasa nunca». En su despedida se ha dirigido a todos, hablando como un hombre a otros hombres, hablando de corazón a corazón, y todos hemos vislumbrado en él la Encarnación: el Misterio que toma un corazón y un rostro humanos para seguir mostrándose presente en el tiempo. Ha dedicado sus últimas palabras, conscientemente, a lo que ama, al ideal de su vida que sigue vivo y joven. Desde el balcón de Castelgandolfo, se ha mostrado como un simple «peregrino en el último tramo de su camino», que se apresura ligero de equipaje hacia la morada eterna. Nos deseó a todos en su último tweet: «Gracias por vuestro amor y cercanía. Que experimentéis siempre la alegría de tener a Cristo como el centro de vuestra vida». La alegría inefable de la virginidad, ese amor que posee con sencillez, con honda libertad, a Aquel que ama.
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Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años acepté asumir el ministerio petrino, tuve esta firme certeza que siempre me ha acompañado: la certeza de la vida de la Iglesia por la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he expresado varias veces, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: Señor, ¿por qué me pides esto y qué me pides? Es un peso grande el que pones en mis hombros, pero si Tú me lo pides, por tu palabra echaré las redes, seguro de que Tú me guiarás, también con todas mis debilidades. Y ocho años después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir cotidianamente su presencia.
Ha sido un trecho del camino de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido. Ésta ha sido y es una certeza que nada puede empañar. Y por eso hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios, porque jamás ha dejado que falte a toda la Iglesia y tampoco a mí su consuelo, su luz, su amor.
Estamos en el Año de la fe, que he proclamado para fortalecer precisamente nuestra fe en Dios en un contexto que parece rebajarlo cada vez más a un segundo plano. Desearía invitaros a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre.
(Audiencia en la Plaza de San Pedro, Roma, 27 de febrero de 2013)
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Otro tipo de razón
Sus palabras han tenido como objetivo llevarnos «más allá» de nuestras medidas, de la apariencia, de lo obvio, sabiendo muy bien que la Iglesia no es obra nuestra sino el «irrumpir de otra presencia». Ahora que se retira al «silencio de Dios» seguirá acompañándonos hacia el fondo último de la existencia
John Waters
Un padre nos enseña a comprender, a aceptar, a rechazar, a renunciar, a obedecer, con toda la profundidad que dichos términos tienen. Un buen padre es siempre una sorpresa para sus hijos. Hace cosas que no se esperan, pero con una claridad que, curiosamente, no les extraña nunca. A veces, ante un padre verdaderamente grande, resulta evidente que la tarea de la paternidad para él es más importante incluso que el deseo tan profundamente humano de ser amado por los demás seres humanos. El sentido de esta intención paterna es que existe un más allá hacia el cual tenemos que ir incluso a costa de sacrificar lo inmediato, lo que tenemos en nuestras manos o lo que nos gustaría tener. Se trata de una dura lección, tanto para el maestro como para el discípulo, tanto para el padre como para los hijos, pero es la más importante de todas.
Durante estos ocho años Benedicto XVI ha sido un padre de esta talla. ¡Cómo nos ha conmovido con sus palabras que van más allá de las palabras! ¡Cómo nos ha acompañado con su apacible certeza! ¡Cómo nos ha tenido cerca de él, para que pudiéramos estar más cerca de Él!
He querido mucho a Benedicto XVI precisamente porque, como padre que soy, cada día he podido ver la limpieza y el alcance de sus intenciones y de sus deseos para el mundo que ha amado con tan gran paternidad.
Este amor en un primer momento me dejó sin habla al oír su decisión de abandonar el ministerio papal. Pero después he tenido la gracia de leer las palabras de otro padre, Julián Carrón, que ha hablado del «acto de libertad sin precedentes del Santo Padre, que privilegia ante todo el bien de la Iglesia. Así muestra ante todos que está totalmente confiado al designio misterioso de Otro. ¿Quién no desea una libertad como la suya? El gesto del Papa es un reclamo poderoso para que renunciemos a cualquier seguridad humana, confiando exclusivamente en la fuerza del Espíritu Santo...».
¡Qué cierto es que también los que hemos recibido estas enseñanzas podemos olvidarnos de ellas!
Pero esto nos abre a otra posibilidad: que el verdadero gesto del Papa coincida con su mismo significado, que una vez más – y con una relevancia histórica – el Santo Padre nos haya recordado que existe una forma distinta de usar la razón, diferente de otras maneras de utilizarla.
¿Acaso no ha sido este el tema constante del papado de Benedicto XVI? ¿No se ha mostrado ante el mundo entero en cada uno de sus gestos, de sus intervenciones, de sus encuentros?
El Papa no nos deja, sino que nos está acompañando al fondo de la cuestión. Con este gesto ha iluminado, de un modo nuevo, todo lo que lo ha precedido, mostrando que las palabras no son simplemente sonidos sino que señalan un tipo distinto de realidad.
Con este gesto, el más “radical” de los hombres nos ha recordado que la radicalidad más profunda no reside en él, que nos la muestra, sino en Otro, y que dicha radicalidad es trascendente y eterna. ¡El Papa ha reservado el vino mejor para el final!
Hace ocho años estábamos llenos de dolor y a la vez edificados, por cómo su predecesor, Juan Pablo II, nos había dejado. Tras haber pasado un cuarto de siglo enseñándonos cómo se vive, el Papa nos había llamado su cabecera para enseñarnos cómo se muere. De esta manera, nos había obligado a ponernos frente a la pregunta que estaba detrás de todo lo que nos había dicho: ¿es verdad que Cristo vive en nosotros, con nosotros? Y atravesando la lluvia de nuestras lágrimas, el sol había salido para iluminarlo todo. ¡Es verdad!
Hoy su entrañable amigo y sucesor nos lleva de nuevo ante la misma pregunta, aunque parezca imposible. ¿Pero verdaderamente es así? ¿Cómo puede un hombre acompañarnos más allá de su muerte?
Benedicto ha hecho exactamente esto. Nos ha enseñado que la Presencia de la que hablamos trasciende no sólo la muerte, sino también la vida. Es más grande que esos dos fenómenos y distinta a ellos. Es algo que está más allá no sólo de las realidades terrenas, sino de la propia dimensión temporal.
«Más fuerte que la lluvia». Recuerdo que un amigo me contaba los hechos extraordinarios acaecidos en el aeródromo de Cuatro Vientos, en Madrid, en el verano de 2011, cuando Benedicto XVI celebró la Misa ante dos millones de jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud. Durante todo el día, a pesar de que la temperatura rondaba los 40 grados, la multitud de jóvenes había cantado y bailado esperando al Papa. A su llegada, lo había acogido con un enorme entusiasmo y afecto. Después, cuando el Papa comenzó su homilía, el tiempo cambió de repente. Si durante todo el día los bomberos habían rociado con agua a la multitud que iba creciendo para refrescar a la gente, en aquel momento la lluvia comenzó a caer en violentas ráfagas que hicieron que inevitablemente todos acabaran empapados.
Durante unos minutos reinó la confusión; el Papa interrumpió su homilía y no se sabía bien si la ceremonia iba a poder continuar. Después el Papa tomó de nuevo la palabra y dijo que Dios había enviado la lluvia como una bendición. Dijo a los jóvenes que en la vida se encontrarían con problemas bastante más grandes que el de aquella lluvia, pero que no debían tener miedo porque siempre estarían acompañados. «Vuestra fuerza es mayor que la lluvia», dijo. Luego, mientras el temporal daba signos de remitir, se arrodilló delante del Santísimo y entre los dos millones de jóvenes reunidos en Cuatro Vientos se hizo el silencio.
Más tarde, policías con una larga experiencia declararon que jamás habían visto nada parecido. Coincidían en afirmar que si una tempestad así hubiera estallado durante un concierto de rock o en un partido de fútbol, habría podido ser una catástrofe. Allí había habido silencio, calma, ante algo inmenso e inconmensurablemente fascinante. Desde hacía siete años, España vivía bajo un régimen empeñado en expulsar al Misterio de la vida civil, no simplemente oponiéndose a Dios, sino intentando ocupar su lugar en la realidad. Sin embargo, en la JMJ en Madrid se vio que los jóvenes españoles, y sus coetáneos de distintas partes del mundo, sabían reconocer algo capaz de ofrecer más esperanza que aquello que los políticos llaman progreso, y más bello que lo que los periodistas llaman libertad.
Espera y deseo. Esta ha sido la marca del tiempo de Benedicto, el tono de su voz en el mundo. Cada una de sus palabras ha sido pensaba para conducirnos más allá de la apariencia inmediata, de lo que parece obvio, más allá de nuestras impresiones y reacciones instintivas, más allá de nosotros mismos y del mundo, hacia un modo nuevo de ver y de usar la razón. Ha asumido este papel con la máxima seriedad, recordando siempre que la tarea del Papa es estar a la cabeza de la realidad humana y dirigir la mirada más allá. Así pues – nos lo ha recordado constantemente – en última instancia la propia Iglesia es más un signo que una institución. Con su último gesto lo afirma definitivamente. Porque la Iglesia «no es una institución nuestra, sino el irrumpir de algo diferente», escribió en La Comunión en la Iglesia, y por consiguiente «nunca podemos crearla nosotros». Al contrario, nosotros rezamos de rodillas, esperamos y deseamos.
Hace un año, con ocasión de la 46ª Jornada Mundial de las Comunicaciones, el Papa nos pidió que considerásemos la importancia del silencio. Existe una «relación entre silencio y palabra», decía, subrayando cómo estos dos fenómenos no son contrarios, sino más bien dos elementos distintos del mismo organismo, «dos momentos de la comunicación que deben equilibrarse, alternarse e integrarse para obtener un auténtico diálogo y una profunda cercanía entre las personas». Lo definía como «el silencio de Dios», un silencio que se convierte en contemplación, y del que nace una nueva Palabra, la Palabra de salvación.
Ahora este gran Papa se retirará al «silencio de Dios». Sin embargo, no será un refugio sino otra manera de hablarnos, distinta de otras. No nos abandonará, sino que nos acompañará de otro modo. Quien sustituya a Benedicto XVI será el Papa, naturalmente, y se convertirá en nuestro nuevo padre, trayendo una nueva riqueza a nuestra vida. Y naturalmente, seguirá habiendo un único Papa. Pero seguiremos teniendo la percepción de la presencia de nuestro querido Benedicto XVI, que reza arrodillado en algún lugar, no lejos de nosotros, cambiará todo, manteniendo siempre despierta en nosotros la memoria de la novedad que Dios nos tiene prometida. No una novedad cerrada en sí misma, ciertamente no, sino una novedad que hace visible, de un modo inesperado, milagroso, el significado de toda la realidad, de cada cosa: que Aquel que nos hace reina sobre todas las realidades temporales y sobre cada ser mortal, y que el Padre celeste nos habla a través de las palabras y los silencios de hombres que están entre nosotros y son como nosotros, pero que a quienes se les ha encargado la dura responsabilidad de conducirnos hacia la otra orilla.
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UNA VEZ ME PREGUNTÓ: «¿USTED ES UNA VERDADERA POETISA?»
Olga Sedakova
Al principio no me lo creía. Me resultaba inverosímil. Sobre todo porque, yo como tantos otros, teníamos en mente la imagen del Pontificado anterior. En los últimos años de Juan Pablo II algunos expresaron la opinión de que en tal estado de debilidad habría sido mejor retirarse; pero Juan Pablo mostró que el ministerio vivido en la debilidad tiene un gran valor espiritual. Ante un mundo temeroso de la enfermedad y de la vejez, él testimonió la gran fuerza que se demuestra «cuando soy débil». Su sacrificio me suscitó una profunda veneración.
La misma profunda veneración me suscita ahora la decisión de Benedicto XVI. Al leer el texto de su Declaratio, es imposible no advertir el inmenso trabajo espiritual que subyace en esta decisión, que ha tomado en presencia de Dios, del que había recibido el encargo de guiar a la «nave de la Iglesia». Esta sensación de que estar cara a cara ante Dios, de una profunda conciencia de la responsabilidad histórica, es lo que siempre he percibido en las obras teológicas de Benedicto XVI, incluso en las que firmó todavía con el nombre de Joseph Ratzinger. No hay nada exterior, todo fluye desde la profundidad de un alma colmada de fe y de una inteligencia brillante.
Su sensibilidad respecto al momento histórico, la dramática crisis que atraviesa nuestra civilización, aparece por completo en este pequeño episodio. Una vez, junto a un grupo de hombres del mundo de la cultura de Moscú, tuve la ocasión de encontrarme con el cardenal Ratzinger. Nos presentaron uno a uno con nuestro nombre y profesión. A mí me presentaron como «poetisa». «¿Una verdadera poetisa?», preguntó Ratzinger, mirándome con mucha atención (su mirada me recordaba a un profesor que examina atentamente). Me daba vergüenza responder, pero mis compañeros (entre ellos estaba también el filósofo Sergej Averincev) lo corroboraron con entusiasmo. «Consígame, por favor, sus poesías traducidas a cualquier idioma», dijo a uno de sus colaboradores: «Esto es algo muy importante».
La audacia. «¿Por qué es importante?», pregunté asombrada. ¿Qué le podían importar a un alto representante de la Iglesia los versos de una desconocida, y mucho más en una lengua extranjera? «Que sigan existiendo verdaderos poetas, verdaderos artistas – respondió – significa que nuestro mundo aún no ha sido abandonado por la inspiración, es decir, por el Espíritu». La inspiración artística – cuando se trata de un «verdadero» artista – para él tenía evidentemente el valor de un testimonio.
Un Papa que algunos definían como «conservador» ha tomado una decisión increíblemente novedosa. Me han conmovido profundamente las palabras con las que concluye su mensaje, diciendo que confía la Iglesia a su Sumo Pastor, Cristo. Tras esta frase yo veo una suerte de profundísima visión evangélica del estado de las cosas en el mundo. Él, sumo pastor, ha sido enviado para «apacentar a las ovejas», pero esas ovejas pertenecen al mismo Cristo.
En este gesto percibo la misma libertad y audacia espiritual con que Joseph Ratzinger, ya en 1969, pensaba en el futuro de la Iglesia, y estoy segura de que también ahora estas previsiones suyas asustan a muchos, mientras que para otros tantos se convierten en el camino a seguir: «De la crisis actual surgirá una Iglesia que habrá perdido mucho. Será más pequeña y tendrá que volver a empezar más o menos desde el inicio. Ya no será capaz de habitar los edificios que construyó en tiempos de prosperidad. Con la disminución de sus fieles, también perderá gran parte de los privilegios sociales. Volverá a empezar con pequeños grupos, con movimientos y gracias a una minoría que recuperará la fe como centro de la experiencia. Será una Iglesia más espiritual, que no suscribirá un mandato político coqueteando ora con la izquierda, ora con la derecha. Será pobre y se convertirá en la Iglesia de los indigentes. Entonces verán a ese pequeño rebaño de creyentes como algo completamente nuevo: lo descubrirán como una esperanza para sí mismos, la respuesta que siempre habían buscado en secreto».
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