El Papa nos ha explicado la fe, como maestro que es. Pero sobre todo la ha vivido ante nosotros. La humildad del principio y del final del Pontificado indica el verdadero contenido de cada uno de sus pasos: «La primera iniciativa es de Dios». El teólogo JAVIER PRADES nos acompaña en un recorrido por estos ocho años
El principio y el fin. Sin duda, se reflejan mutuamente a primera vista. Resulta difícil no ver en la humildad con que ha renunciado al solio pontificio el mismo rasgo con que Benedicto XVI se presentó al pueblo de Dios el 19 de abril de hace ocho años: «después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor». Pero ahora que el trabajo llega a su fin, y es tiempo de hacer balance, podemos comprender que hay algo más en ese vínculo que une ambos gestos. «Hay un testimonio que abraza todo lo demás», dice Javier Prades, 52 años, teólogo y rector en la Universidad San Dámaso en Madrid: «En cómo el cardenal Ratzinger aceptó el cargo estaba ya, en una palabra, el corazón de lo que ha venido después: la primera iniciativa es de Dios, no nuestra. Benedicto XVI lo ha mostrado a todos con gran claridad. Es un hombre libre. Y lo hemos visto en estos años».
¿Cuáles han sido los rasgos más destacables de este Pontificado?
En seguida, antes incluso de la elección, en la misa Pro eligendo Pontifice, Ratzinger ya diseñó una comprensión profunda del misterio de la vida cristiana y de las necesidades de la Iglesia. Es lo que dijo después, en su primera homilía como Papa: no ponía su esperanza en los programas, sino en la voluntad de respetar la iniciativa del Misterio. Es la conciencia de que la verdadera urgencia está en la raíz, en la relación con el Misterio de Dios. Es una afirmación que se ha mantenido en el tiempo. Y ha llegado a ser decisiva también en la sensibilidad con la que ha desarrollado los grandes discursos del Pontificado. Pensemos en la lección en el colegio de los Bernardinos, con su insistencia sobre el quaerere Deum: «Los monjes no tenían la intención de crear una cultura cristiana. Buscaban a Dios». La consecuencia ha sido una novedad de vida que ha llevado a crear una realidad inesperada. Por tanto, esta preeminencia del Misterio es seguramente una de las piedras angulares. Aunque hay otras.
¿Cuálés?
Por ejemplo, la apasionada defensa de la razón. Se hace evidente en su intervención en Ratisbona, donde emerge esa afirmación paradigmática: lo que va contra la razón va contra la naturaleza de Dios. Después la atención se desvió hacia las polémicas con el islam, pero la reivindicación de la amplitud de la razón ha sido una constante del Pontificado. Basta pensar también en el discurso no pronunciado en la Sapienza, cuando le impidieron intervenir, o en la imagen del búnker que usó en el Bundestag alemán, en 2011. Luego está la afirmación de los rasgos esenciales de la fe cristiana, de su especificidad: la respuesta del hombre a la iniciativa de Dios en la historia es el reconocimiento de un acontecimiento. En este sentido, las primeras líneas de la Deus caritas est, su primera encíclica, son decisivas. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Es una afirmación que impresionó a todos… Y que nos lleva directamente al Año de la Fe. Porque una de las grandes características de Benedicto XVI ha sido precisamente la conciencia de la irreductibilidad del hecho cristiano. Es más, quizá sea éste el factor dominante.
¿En qué sentido?
Para el Papa es el reconocimiento de Cristo lo que permite explicar los demás elementos: la soberanía de Dios y la dignidad del hombre. Este Papa no llega a Cristo después, como derivación: es a partir de Él como capta esta dimensión incondicional de Dios, que no se subordina a nada, como fuente de la dignidad del hombre. Dios está siempre antes. Puede resultar muy familiar una expresión de don Giussani: «Algo que se da antes».
¿Cuáles son los momentos en que esta centralidad se ha hecho más evidente?
El Pontificado es riquísimo en la expresión de esta conciencia. Si tuviéramos que identificar algunos documentos, aparte de las encíclicas, diría que las exhortaciones Sacramentum caritatis y Verbum Domini, después de sus respectivos Sínodos, son de hecho un canto a Cristo, Verbo encarnado, que se hace presente a los hombres en la Eucaristía y en la Palabra de Dios. Hasta llegar a las catequesis del Año de la Fe. Este primado es una constante en sus textos sobre la interpretación de la Escritura, sobre la vida común de los fieles, sobre la esperanza humana o sobre el dinamismo del amor. Cristo siempre viene antes. No olvidemos que Ratzinger se formó en la escuela de Agustín. Pero esta sensibilidad también se ha expresado en ciertos gestos educativos; las Jornadas Mundiales de la Juventud, por ejemplo. Son momentos en los que se dirigía al mundo entero, donde el Papa orientaba la mirada de todos hacia lo esencial: Cristo.
A propósito de la «apertura al mundo entero»: otro rasgo identificativo del Pontificado ha sido el diálogo con la modernidad, también debido a esta defensa de la razón. ¿Qué características ha tenido, en su opinión?
El primer dato, que no hay que dar por descontado, es precisamente esta fuerte voluntad de diálogo. Ratzinger ya lo dijo en 2005, al proponer un «sí» a la modernidad. Es un «sí» crítico, capaz también de señalar las reducciones de la visión moderna del hombre y de la razón. Pero para Benedicto XVI tanto la modernidad como la Iglesia han evolucionado y hoy podemos profundizar en la confrontación sobre ciertos grandes temas: la libertad religiosa, la relación entre Iglesia y Estado, entre ciencia y fe. Y los problemas éticos, la dignidad del hombre… Temas que al mundo moderno le interesan. Él ha mantenido esa confrontación a mucho niveles: teniendo diálogos directos, pero también proponiendo sus intervenciones bajo la forma de un diálogo, haciéndose eco de las preguntas de sus contemporáneos. Me parece que esta es una característica de la inteligencia de Ratzinger en su visión de la Iglesia en relación con el mundo de hoy.
De ese modo ha hecho también una lectura original de ciertas categorías culturales: ha hablado de «ecología humana», de «laicidad positiva»...
Sí, ese es un ejemplo interesante: la laicidad positiva. Benedicto XVI en Francia, en el corazón de la tradición que parecería más hostil al cristianismo en Europa, reivindica la laicidad del Estado y la justa separación entre Estado e Iglesia, pero reclama además la necesidad de dar un nuevo paso que permita superar los límites de esa contraposición. En resumen, abre el diálogo sobre una de las cuestiones fundamentales de la civilización europea. Otro ejemplo: la ciencia. Ya como teólogo, Ratzinger tuvo la sensibilidad de mirar a ese mundo apoyado sobre una convicción: lo real es inteligible. Esto abre a una mirada de confianza hacia la ciencia y hacia el trabajo de los científicos, da un gran crédito a su contribución al conocimiento de la realidad. Y permite afrontar de un modo nuevo este otro punto importante en la relación con la modernidad.
Poco a poco se hace cada vez más evidente que parte esencial del magisterio de Benedicto XVI era precisamente su testimonio personal. De algún modo ha mostrado también con su vida la verdad de lo que afirmaba en sus enseñanzas: el momento de la renuncia, en este sentido, ha sido imponente, pero también ocasiones como la JMJ de Madrid o su modo de estar delante de las víctimas de la pedofilia… ¿Hasta qué punto este aspecto ha sido importante? ¿Cómo nos ha ayudado el Papa a entender que el cristianismo es ante todo algo que sucede y que se conoce mediante el testimonio?
Es decisivo. Sobre él había – y lo sigue habiendo en muchos casos – un cliché: «Es un Papa teólogo, un profesor». Y es verdad. Es un grandísimo teólogo y profesor, pero lo es debido a su capacidad testimonial. Es un testigo de Cristo. Siempre lo ha sido. Al leer sus obras teológicas, al seguir sus entrevistas, se desvanece la imagen del Panzerkardinal (no olvidemos hasta qué punto se insultó al cardenal Ratzinger...); nos damos cuenta de que, tanto siendo Papa como antes, ha sido siempre muy libre. En su libro sobre Jesús de Nazaret nos deja una reflexión esencial, casi una suerte de testamento doctrinal. Él empieza diciendo que se somete a la libre discusión porque este libro no es un gesto magisterial propiamente dicho. En mi opinión, en ese gesto la fuerza testimonial y el contenido coinciden. El libro comunica con mucha fuerza el hecho de que la fe en Cristo es el punto de partida y de llegada de toda la existencia, y presenta las razones para un debate abierto.
Verdaderamente ha sido entonces un «humilde trabajador de la viña del Señor».
Sí. En Benedicto XVI las palabras y los gestos se acompañan mutuamente. Incluso cuando ha tenido que hacer esfuerzos no pequeños o afrontar dificultades muy graves, se ha hecho cargo en primera persona: pensemos en los casos de pedofilia, en las polémicas sobre los lefebvrianos. Tomó la iniciativa escribiendo a los obispos, juzgando, reconociendo los errores cometidos. Si por una parte corrige y juzga, ofreciendo las razones, por otra acepta el diálogo y las reflexiones que le proponen.
¿En qué ha cambiado la Iglesia en estos ocho años?
Sin duda la Iglesia ha sido ayudada a reconocer lo esencial de la fe y a comunicarla a todos.
¿Y lo está haciendo? En definitiva, ¿hasta qué punto ha incidido realmente el magisterio de Benedicto XVI en la Iglesia y en el mundo?
Ha incidido profundamente, me parece, aunque aún queda mucho que asimilar en la vida de la Iglesia. Este Papa se ha expuesto, tanto ad intra como ad extra. En todas partes se ha puesto delante de todos, ha conseguido, de hecho, ampliar la razón: los que le han escuchado y se han comparado con él, han podido sorprender preguntas y percibir las evidencias de la razón y la certeza de la fe. Todavía queda un largo camino para que esta actitud llegue a penetrar en el tejido eclesial. Igual que hay mucho que hacer para profundizar sobre otros puntos decisivos de su reflexión. Pensemos en su preocupación sobre la interpretación verdadera del Concilio Vaticano II, un aspecto quizá menos inmediato para la gente común, pero que para la vida de la Iglesia es de gran trascendencia. El Papa vincula la interpretación a esta inteligencia profunda de la tradición cristiana, que siempre es capaz de reformarse en la continuidad del sujeto-Iglesia. Sobre esto también debemos reflexionar mucho.
¿Y fuera de la Iglesia?
Por poner sólo un ejemplo, en el libro Dios salve a la razón (Ediciones Encuentro; ndr) se ve cómo el Papa, de hecho, gracias a su discurso de Ratisbona, obtiene de André Glucksmann, de Joseph Weiler, de Gustavo Bueno, de ciertos nombres destacados del panorama occidental, una respuesta que suscita una apertura. Incide, por tanto. Pero es un pequeño ejemplo de un dinamismo que hemos visto a menudo en estos años. Pensemos en la visita a Inglaterra. En una sociedad que podía tener todos los prejuicios posibles hacia el Papa de Roma, llega a generar una actitud que David Cameron, el primer ministro, sintetizó muy bien: «Ha retado a todo el país a sentarse y pensar». Y podríamos decir algo parecido también de las visitas a Francia, a la ONU, a la República Checa… O del impacto de las JMJ.
Usted estuvo en la de Madrid…
Sí, y allí también vi cómo superó un tópico: «Es un Papa anciano, que no sabe tratar a los jóvenes». Sin embargo vimos a un Pontífice que hizo gestos esenciales, todos centrados en los misterios nucleares de la fe: la Eucaristía, la Cruz, el anuncio de Jesús a todos, la caridad. Y que, haciendo eso, no sólo movilizó a una multitud como nunca se había visto en Madrid, sino que obtuvo de los jóvenes una seriedad y una profundad que a veces ellos mismos desconocen.
¿Qué ha quedado después de aquel encuentro?
He visto a personas que han recuperado la fe o que han descubierto su vocación. O relaciones con autoridades civiles y realidades sociales que se han abierto gracias a aquellos días y que se mantienen. Después del tsunami del encuentro masivo, obviamente, todo se reconduce. Pero hay muchas personas a todos los niveles para las que esa JMJ fue un punto de no retorno.
Hay un elemento potente de aquellos días que reencontramos en otros momentos o en las mismas catequesis de este Año de la Fe: Benedicto XVI valora mucho el aspecto afectivo, el deseo, pero lo hace subrayando siempre el vínculo intrínseco con la razón, con la unidad del yo. ¿Qué importancia tiene este «replanteamiento»? ¿Y cómo ayuda a sustraer a la fe del terreno del sentimentalismo?
Es verdad, el Papa también valora mucho este aspecto. En sus encíclicas, por ejemplo, afecto y deseo son factores esenciales: razón y libertad se conciben como un valor, como un bien. Ya en la Deus caritas est Benedicto XVI hace un recorrido que parte de la dinámica del eros, y por tanto del deseo afectivo, sin contraponerlo al ágape, a la caridad. Son textos de una riqueza excepcional. Pero también en el mensaje dirigido al último Meeting de Rímini hay una valoración de la dinámica del deseo justamente porque va íntimamente ligado a las preguntas últimas de la razón. Por eso no es un ímpetu sentimental: tiene que ver con la plena inteligencia de la realidad, y no sólo con la inclinación o la pulsión.
Junto al reclamo para «salir del búnker» y «ampliar la razón» hay también una insistencia continua sobre la «alegría y la belleza» de ser cristianos. Una «conveniencia humana» total, en definitiva. En este punto, ¿qué novedad ha aportado su magisterio?
Habría mucho que decir. Pienso en los encuentros con los artistas o en sus palabras en la Scala. Pero tenemos un ejemplo que yo he visto de cerca: su interpretación de la Sagrada Familia en Barcelona. En aquella ocasión el Papa hizo una catequesis sobre la belleza que indica una vez más una sensibilidad imprescindible para el cristianismo en Europa: en el camino del hombre, Dios emerge como la fuente de esta belleza, igual que lo es del bien y de la verdad. La fascinación que genera un atractivo permanece como el primer factor de la comunicación de la fe.
¿Y la relación con CL? Joseph Ratzinger era muy amigo de don Giussani, lo sabemos. Pero el modo en que su magisterio nos está ayudando a profundizar incluso en el carisma de Giussani resulta conmovedor…
Quien ha sido educado por don Giussani encuentra una sintonía, una afinidad con este Papa que se le hace muy familiar. Gracias al carisma resulta posible compartir y amar sus propuestas según una sintonía de la que el propio Ratzinger habló en la homilía del funeral de don Giussani y de la que volvió a hablar hace pocas semanas, en la audiencia con la Fraternidad de San Carlos Borromeo. Esta familiaridad es una gracia dentro de la gracia. No se puede hacer más que reconocerla con gratitud y estupor.
Sorprende también cómo incluso en el gesto de su renuncia hay algo que nos permite entender mejor algunos puntos sobre los que hemos trabajado mucho últimamente: el reclamo a que «el cristiano no está apegado a nada más que a Jesús», como decía don Giussani; la supremacía del testimonio y no del poder; el hecho de que las circunstancias son «un factor decisivo y no secundario» en la vocación personal… Son cosas que hemos visto encarnadas de una manera potentísima y al máximo nivel en el Papa.
También con la renuncia, en mi opinión, Benedicto XVI ha hecho un gesto de amor a Cristo y de confianza en Dios en acto. Dios es real, es tan real que puede guiar a la Iglesia con la ayuda del Espíritu. Es verdad, nos hace ver claramente que «a nada más que a Jesús» vale la pena apegarse. Y por medio de su testimonio nos vemos obligados a tomar posición de tal modo que pueda crecer nuestra fe. No sólo nos ha explicado la fe: la ha hecho suceder. Y luego también la ha explicado, y muy bien por cierto.
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