Quizás ahora empezamos a ver. Hemos necesitado tiempo. Como sucede ante un acontecimiento imponente que desborda todas nuestras medidas, ha sido necesario hacer un camino para que el corazón y la mente se ensancharan y pudieran darle cabida.
El domingo 24 de febrero Benedicto XVI ha rezado su último Ángelus desde la ventana papal. Cien mil personas en la plaza, millones conectados en directo. En esa ocasión muchos hemos recordado otro Ángelus de un domingo de mayo de hace tres años. La Plaza de San Pedro estaba abarrotada de fieles que habían acudido para manifestar su afecto a un Pontífice objeto de una dura campaña mediática debido al escándalo de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. Algunos nos vimos descolocados. Primero por un juicio de Julián Carrón – «Mirad que no vamos a Roma para sostener al Papa, sino para ser sostenidos por él» –, y luego por la impresión vivísima de este hombre que, visto desde la columnata, parecía todavía más pequeño, casi un puntito blanco, y sin embargo se mostraba cierto y firme, tanto que en él se encontraba un apoyo seguro, capaz de sostener el peso no sólo de aquellos días turbulentos, sino de toda la Iglesia.
La misma imagen nos ha quedado en la retina tras su último Ángelus. Asomado a esa ventana había un hombre anciano, de apariencia todavía más frágil – tan frágil que pedía servir a la Iglesia «de modo más apto a mi edad y a mis fuerzas» –, y sin embargo capaz de transmitir a su pueblo lo que se respiraba en la plaza: una serenidad impensable. Una alegría imprevisible, aun dentro del dolor de la separación. En una palabra, una libertad extraordinaria. ¿De dónde viene esa fuerza?
Muchos, muchísimos han quedado marcados por este Papa. Por su paternidad. Por el rigor sosegado y fascinante de su magisterio. Por la limpidez con la que ha explicado el cristianismo haciéndolo accesible a todos e interesante para muchos, también para los alejados.
Pero ahora vemos más, entendemos más. El corazón de todos estos años se sitúa antes que todo esto y lo atraviesa: es la fe de Joseph Ratzinger. Su abandono total a Cristo. Su testimonio tan límpido que se ha hecho transparente, despojado de todo lo accesorio, liberado de cualquier residuo para dejar espacio sencillamente a una evidencia: la presencia de Cristo. Sencillamente Él. Un hecho tan firme que resiste frente a cualquier circunstancia y desafío, como dijo el Papa Benedicto al término de su bellísimo discurso al clero de Roma: «Estaré siempre con vosotros, y juntos vayamos adelante con el Señor, en la certidumbre de que vence el Señor. ¡Gracias!».
Vence Cristo, siempre. Es Él quien nos sostiene y lo hará también en este Cónclave que llamará a otro a trabajar como un humilde servidor «en la viña del Señor». Sí, Cristo nos sostiene mediante su obra a lo largo del tiempo. ¡Qué don de Dios precioso es ver Su poder desplegarse a lo largo del tiempo de nuestra vida y de la historia! Así se pone de manifiesto cuán pobres y estériles son nuestros análisis a la hora de interpretar a la Iglesia (las luchas de poder, los límites, las debilidades) y la realidad. Por el contrario, hay una sola cosa que vale: la presencia victoriosa de Cristo resucitado.
Este número de Huellas no mira hacia el pasado, no es un homenaje a un Pontífice que deja el ministerio petrino para entrar en la historia. Es una llamada a fijar la atención en un Hecho presente. Un Hecho que lo ilumina todo – la vida, el trabajo, la cultura – porque ha vencido a la muerte. Feliz Pascua de Resurrección.
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