Un embarazo arriesgado, la decisión de una madre y los meses en el hospital. Después el encuentro con algunos universitarios. Alrededor de un niño enfermo nace una cadena de personas para cuidarle. Sólo por el deseo de ver «qué es lo que sucede»
Ese niño era suyo. Sólo suyo. Simplemente porque Alessandra superó un embarazo arriesgado y sufrido, durante el cual todos a su alrededor le aconsejaban que lo interrumpiese. Incluso algunos médicos y su marido. Decidió tener el niño aun cuando las ecografías hablaban de malformaciones graves, afrontó una operación en el útero y, al nacer Federico, empezó a cuidarle las veinticuatro horas del día, de cada día. Sólo ella, en una habitación de hospital, ya que pasaban los meses y el niño seguía allí. Todavía no ha vuelto a casa. Las operaciones, la enfermedad que se hace crónica, la diálisis, todas las preocupaciones de una madre y, a veces, también las lágrimas. «Recuerdo el día de la primera operación de urgencia», cuenta Alessandra. «Estuve allí, fuera del quirófano, esperando durante horas y rezando. Yo sola».
Incluso ahora, entra en la habitación de puntillas. Hay algo entre ella y ese lugar, el cuarto preparado para él en el departamento de Pediatría de una clínica milanesa que ha sido toda su vida en los últimos meses. Con su hijo está Ilaria, una chica de veinticuatro años. Acaba de relevar a Pietro, que a su vez ha relevado a Bea, que había estado por la noche. «Entro despacio», dice Alessandra, «porque quiero ver qué es lo que hay aquí».
Ella es la primera que se pregunta de qué se trata. «No es algo que dependa de mí, porque llego y me encuentro todo esto. Es algo que no hace ninguno de nosotros, pero que está porque está Federico». Él está ahí, en la cama, precioso. Tiene seis meses. Jamás dirías que sus condiciones son tan delicadas. Pegado a los tubitos de la diálisis peritoneal y rodeado de peluches, mira a su alrededor con curiosidad. Si lees la historia clínica ves que es un milagro que exista. «Vamos día a día», dice Alessandra. Cuenta todo lo que han vivido ella y su hijo, incluido el dolor. Pero uno se da cuenta rápidamente de que, al vivirlo, se ha ganado a sí misma, ya que tiene el rostro radiante. Los meses de embarazo, las peleas en casa con su marido y tomar una decisión ella sola. Una decisión que para ella fue sencilla: «Era mi hijo…». Pocos la entendían. Sus alumnos, por ejemplo, sí, algo que ella jamás habría esperado. Daba clase de Ética en un colegio de la periferia milanesa. Aquellos chicos que tenían la cabeza llena de discursos trillados, proabortistas y arrogantes, en cuanto vieron que estaba embarazada y supieron los problemas del niño, se transformaron: «Ánimo, profe, no te rindas…». Y los redescubrió: «He visto cuánta hambre tienen en verdad. Y me he dado cuenta de que sólo puedes saciarles con tu vida».
Vecinos. Federico nació a los siete meses de embarazo. A la primera operación, estando aún en el vientre materno, le siguieron otras cuatro. «Me acompañaron mucho los textos de Juan Pablo II», cuenta Alessandra. «Un día leí una cosa que me llegó muy adentro: después de haber sido hospitalizado, el papa Wojtyla agradeció a la Virgen aquellos días que pasó ingresado. No por haber salido del hospital, sino por haber estado en él. Lo entendí al cabo de un tiempo…».
Pocos meses después del parto, decidió llamar a un vecino, Edoardo, para ver si conocía a algún profesional que le relevase con el niño para poder estar también con Gabriele, su otro hijo de tres años. Edoardo encontró a una tal Ilaria, amiga de unos amigos, estudiante de Enfermería Pediátrica que estaba dispuesta a ayudar a aquella madre incluso gratis. Sólo les puso en contacto. No volvió a saber nada más del tema durante un par de meses. Hasta que un día llamó a Ilaria para saber cómo se había resuelto todo finalmente. «¡Tienes que venir! Lo que sucede aquí es un milagro». Edoardo se quedó de piedra. «¿Un milagro? ¿Pero qué está diciendo? Así que fui a verlo con mis propios ojos».
Desde aquel día que pidió ayuda, sin pensarlo mucho, había tomado forma una compañía. Después de ir un par de veces, Ilaria invitó a sus amigas para que conociesen a la madre y al niño, y también ellas se ofrecieron a ayudar, y se lo contaron a otros que también quisieron ir. Y repetir. Ya son más de diez los universitarios que se turnan, día y noche, con Alessandra. «No sólo se pusieron a ayudar a Federico», cuenta. «También se pusieron en mi lugar. Después de haber vivido con una carga enorme yo sola, sentí que podía fiarme y empecé a dejarme llevar. Sólo delante de ellos me di cuenta de cuánta necesidad tenía». Chicos de veinte años que están ahí a las ocho de la mañana o a las doce de la noche de un viernes. Cuando llega, presencia un espectáculo: «Miro a Pietro, que ha dejado los libros de medicina para venir aquí a tener Federico en brazos y cantarle nanas. O a Bea, que le cuida con una delicadeza inmensa casi sin conocerle». Le sorprende tanto como ella sorprende a la gente: «Me preguntan de dónde saco las fuerzas o cómo puedo seguir creyendo en Dios… En el fondo quieren saber qué sentido tiene todo esto». Parece que Federico no puede hacer nada, pero saca a la luz las preguntas más profundas. Y también mucha ira. «Es el mismo niño, el mismo hecho para todos, pero cada uno lo afronta con su libertad. Y con resultados muy distintos…».
Ella se ha dado cuenta de cuánto le han marcado los años vividos en la experiencia cristiana cuando era joven. Ahora entiende por qué lo tuvo tan claro ante decisiones difíciles, mientras los demás no. «Les debo mucho a mis padres por haberme transmitido la fe. Toda la riqueza acumulada cuando no era consciente, salió a la luz en la prueba. La fe ha construido en mí más de lo que yo pensaba». Tanto como para experimentar, a través del dolor, una alegría mayor que cualquier otra: «Vivir en primera persona la fe en Cristo, que se hace palpable, de manera que ya no puedes olvidar qué significa creer en Cristo». Le viene a la cabeza un día concreto. Federico estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatal y corría el riesgo de morir de septicemia. Ella no se despegaba de él, rezaba, con el corazón a punto de explotar, mientras le ponían una inyección intraósea clavando una aguja en su minúscula tibia. «Estaba destrozada. Pero me quedé allí y en ese momento entendí: Federico sufre y se ofrece». Se le quiebra la voz y permanece en silencio. Este ofrecerse lo tienes delante de los ojos: ella y el niño en sus brazos. Después sonríe y sigue: «Desde aquel momento todo ha sido más bonito. Más sencillo. Valía para él y para mí: el sufrimiento se puede ofrecer».
Habla de Federico como si fuese un regalo hecho a propósito para ella. «Gabriele, mi primer hijo, nos ha traído a mí y a mi marido mucha alegría, una gran serenidad y unidad. Fede nos ha sido dado para que todas las cosas puedan ser más verdaderas». Le llamó Federico Emanuele porque es su prueba en el Año de la Fe: «Sólo pronunciar su nombre es ya una petición constante: Señor, quédate conmigo». Con el peso y el dolor, cuando le dan ganas de desahogarse o de tirar la toalla, piensa en su hijo, que lucha por la vida con toda su alma: «Combate y no dice nada. Confía. Me sonríe mucho».
Todos somos perfectos. A Ilaria, Pietro, Bea y los demás, el tiempo que han pasado comprobando el oxímetro, cantando en voz baja cantos alpinos o simplemente acariciándole, les ha cambiado la concepción que tenían de sí mismos y de las cosas. «Federico me enseña que para Jesús todos somos perfectos, me regala esta medida que es Suya», dice Rachele. O Laura: «A mí me hace volver a escuchar todo mi deseo, que acallo durante el día con todos los quehaceres. Él es tan pequeño, tan inocente, que me recuerda que yo no me hago a mí misma». Ilaria dijo que sí enseguida a la propuesta de ir a cuidar al niño: «Para mí es normal cuidar a otro. Es una exigencia que tengo. Pero lo que me ha pasado supera cualquier intención o expectativa. Ahora, por ejemplo, me voy a Nueva York para seguir mi camino, pero si estoy tan segura de que hay un plan para mi vida es por estos meses que he pasado aquí».
Cuando Edoardo fue por primera vez al hospital, vio a Ilaria cambiándole el pañal a Federico: «Tenía el mismo cuidado que mi mujer con nuestra hija». Con ella había otras dos chicas que estaban allí por primera vez, curiosas por lo que les había contado una amiga suya. «Así fue como me encontré ante los ojos de aquel niño», dice Edoardo, «y me sorprendí mirándole como Ilaria y sus amigos. Federico es una presencia. Conmueve sólo por el hecho de existir. De haber sido creado». Quizás sea eso lo que sucede aquí, que te sientes querido.
Aquel día, Edoardo volvió a casa y se cruzó con una vecina, que le preguntó por Alessandra y el pequeño. «No hay nada que temer», le respondió enseguida. «Allí he visto algo. Te cuento…».
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