La canción que Julián Carrón nos propuso en la Jornada de apertura de curso y la chica que la compuso hace muchos años. Hoy Adriana Mascagni recuerda cómo nacieron esas palabras: una mañana radiante, los momentos de tristeza, la presencia de un tú… «Cuando pones en juego todo tu deseo, el día se llena de novedad»
«No hay nada más evidente que el hecho de que no nos damos la vida a nosotros mismos. (...) Entonces no estás solo, no estás solo. Empieza a surgir delante de nuestros ojos una presencia que nos constituye de tal manera que empieza a darnos la posibilidad – cuando la reconocemos – de renacer, de un afecto verdadero por nosotros mismos, de una capacidad de querernos. De hecho, sólo cuando llego a reconocer que Tú estás, yo puedo renacer. Preguntaos cuántas veces habéis hecho este recorrido y cuántas veces, en cambio, cuando llegamos a la oscuridad, nos afanamos de distintos modos tratando de aferrarnos a otras cosas. Por eso me pregunto quién podría componer hoy una canción así, que fue compuesta por una chica de 17 años hace mucho tiempo». Así se preguntaba Julián Carrón hablando a los chicos en la Jornada de apertura de curso de GS el pasado 6 de octubre. Ese canto es Il mio volto y esa chica de tan sólo 17 años es Adriana Mascagni. ¿Por qué tanta insistencia en él?, se preguntaron los chicos de GS de Florencia. Decidimos, por tanto, invitarla para que nos diera su testimonio. Le planteamos una pregunta directa: ¿de qué experiencia nació este canto tuyo?
El domingo 25 de noviembre nos encontramos ante una mujer a la que el encuentro con don Giussani le ha cambiado literalmente la vida y la conciencia que tiene de sí misma, tanto hoy como el primer día.
Adriana relata. Un profesor de religión entra en su clase: ella tiene dieciséis años y está sedienta de verdad. Aquel sacerdote, don Giussani, tiene un modo totalmente original de proponer la fe: «Hablaba de razón, de libertad; era una persona distinta a todas las demás porque era verdadera, sincera, y yo nunca había visto a una persona verdadera, no había ninguna separación entre lo que era y lo que decía». Adriana empieza a prestar atención a sus clases, se une a GS. La propuesta es muy clara: cada uno está llamado a verificar personalmente si Cristo era verdadero o no, si tiene que ver con la propia vida y con los intereses que más nos importan. Aquella chica amaba el canto y el teatro, y esas pasiones serán el camino privilegiado para llevar a cabo su verificación. Adriana recuerda los pasos significativos de su vida a través de sus canciones, las que forman parte de nuestro ADN, cuyas palabras dan voz a los descubrimientos, a los momentos de tristeza, de asombro, de alegría y de dolor que las hicieron nacer. El encanto de esas canciones que jalonan nuestra historia y nos corresponden casi instintivamente floreció de una experiencia personalísima, tan razonable que también podemos hacerla nuestra. Cala un silencio extremadamente atento para no perder ni una palabra mientras una vida, aferrada por Cristo, discurre ante nosotros.
El descubrimiento. «Aquella mañana, lo recuerdo perfectamente, era una mañana preciosa, limpia, radiante, con una ligera brisa. Iba con un amigo en un Vespino. Mientras miraba el cielo, percibí que algo nuevo nacía en mí como un descubrimiento: “Por la mañana, Señor, mi cántaro está vacío en la fuente y en el aire que vibra y transluce sé que puedes enaltecerme... Uno es el cauce de mi deseo”: todos mis deseos convergen en uno solo: “Que yo te vea, y esta es la mañana”. Ver a Dios es como volver a empezar de nuevo, siempre, como la primera vez, vivir eternamente una novedad. Fuimos a la biblioteca, él se puso a estudiar y yo escribí la canción».
Luego, recuerda cómo nació otra. «Cada domingo íbamos a la Bassa y no sabíamos qué hacer... Compartíamos con esas familias un rato de nuestro tiempo libre, compartíamos esa situación de pobreza, porque la ley del amor y de la vida es compartir. En una ocasión, volví tan impactada por esta experiencia que me vino un pensamiento: había en mí algo que no era verdadero, algo que, a pesar de lo que estuviera haciendo, sólo revelaba mi incapacidad. Hasta el punto de que no me sentía sincera, ni en lo que hacía bien ni en lo que hacía mal, como si hubiera algo más profundo, un malestar más profundo: el pecado original. Me estaba enfrentando a mi verdadero pecado: “El mal que hago no es mi mal, soy más miserable de lo que creía”. Esta es la condición humana: y entonces, ¿qué hacer? Una única solución: “Permíteme encontrar a quien sabe sufrir, a quien sabe dar la vida hasta el final, a quien es sincero, real (si no, ¡la realidad no es un engaño!), aquel a quien yo pueda, al menos, seguir”. Porque la condición humana marcada por el pecado original no puede hacer más que seguir a Aquel que es distinto, que es libre de pecado».
«Y yo, ¿quién soy?». Adriana sigue contando con pasión. «Un día estaba en un encuentro de los responsables de GS con Giussani: él hablaba, con su ardor habitual, con su exuberancia, mientras yo me quedé pensando: ¿pero yo quién soy? Cuanto más intentaba aferrar algo que me definiera menos lo encontraba, y más me hundía en la nada. Decir “yo” era como decir “nada”, era como mirar una oscuridad sin fondo. Y me asusté. Mientras me asaltaba el miedo, casi por reacción volví a escuchar a Giussani, y como por arte de magia recuperé la consistencia de mí misma: yo existía, ¡sí, existía! Un momento antes era como si me hubiera perdido en la nada: “Cuando advierto que Tú estás, como un eco vuelvo a escuchar mi voz y renazco como el tiempo del recuerdo. ¿Por qué tiemblas, corazón mío (¡tenía miedo!)? Tú no estás solo. No sabes amar y eres amado; no sabes hacerte y sin embargo eres hecho”. Esto sí que consuela, y te hace desear ardientemente ser: “Como las estrellas en el cielo, hazme caminar en el Ser, hazme crecer y mudar, como la luz que crece y cambia día y noche”. Entonces uno se pacifica, como me pasó ese año en las vacaciones de verano de GS en Madonna di Campiglio, cuando nos quedamos mirando en silencio cómo los Dolomitas se teñían de rosa al atardecer, después de rezar juntos un misterio del Rosario: “Haz de mi alma nieve que se colorea, como tus tiernas cimas, bajo el sol de tu Amor”».
Empieza un diálogo con los chicos: las preguntas buscan entender el secreto de esa belleza. Marta plantea la cuestión más dramática: «Lo que dices me fascina; para ti el encuentro con el movimiento fue una novedad absoluta que lo cambió todo. Yo tengo cierto escepticismo y no creo que eso me pueda suceder a mí. Nací en una familia de CL, entonces, ¿cómo Cristo puede ser para mí una experiencia de novedad absoluta?”. La respuesta es muy provocativa, casi desconcertante: “No es cierto que los hijos de familias que pertenecen al movimiento no tienen nada que descubrir: la novedad nace cuando te tomas en serio lo que se te propone. ¡Esto vale para todo! Una jornada en la que te dejas llevar por la corriente no te aporta nada nuevo; cuando pones en juego todo tu deseo, el día se llena de novedad».
El encuentro culmina con Povera voce, cantada con una conciencia nueva.
«Hubo una gran tormenta de verano, hermosa, llena de luz, y yo estaba en el coche esperando a un amigo. Miraba la luz, los árboles que se doblaban, las hojas que revoloteaban. Y el limpiaparabrisas, que no dejaba de moverse. Todo esto me sugirió una melodía. Cuando llegó mi amigo, nos fuimos a la sede de GS; allí estaba Maretta Campi y le dije: “¡Ya tengo la música! ¡Escribamos la letra juntas!”. ¡Escribir juntas esa canción era un orgullo! ¡Hacer juntos las cosas era un orgullo para todos! Ese es el espíritu de la comunión, el espíritu de un amor gratuito y entusiasta que, confiado en manos de Dios, hace salir a la luz cosas impensables. Y salió Povera voce, que insospechadamente se convirtió en una suerte de himno del movimiento, porque a don Giussani le encantó enseguida. ¡Povera voce es una canción que expresa una certeza! ¡Nuestra voz no puede acabar, nuestra voz canta con un porqué! ¿Qué más quieres? Por eso hay que cantarla de otra manera, con vigor. Y hay que pensar, hay que tener conciencia de las palabras que se cantan, ¡como si nacieran de uno mismo! No son palabras prestadas de otro, ¡no, son palabras que nacen de vosotros, son vuestras!».
El acto acaba así. El encuentro con ella, no.
«También para mí». Caterina me escribe al día siguiente: «Quería darte las gracias por darme la posibilidad de conocer a Adriana Mascagni: saber de qué experiencia nacen las letras de sus canciones, tan verdaderas para mí, me ayuda a ser aún más protagonista de mi propia vida. Por eso esta mañana he rezado con uno de sus versos: “Dios mío, sé que puedes enaltecerme”. Espero que este estupor y esta petición duren para siempre y que crezca cada vez más la certeza de que, aunque tenga que pasar por “la oscuridad más honda”, con esta compañía podré siempre reconocer su Presencia».
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón