La isla está todavía de rodillas. El huracán Sandy, las epidemias. Y mientras el apoyo internacional y las ayudas económicas disminuyen, aumenta la violencia de las bandas. Sor MARCELLA CATOZZA, misionera desde hace siete años en este país, habla de la vida en los suburbios, de donde muchas ONG se están yendo, pero hay quien permanece por un motivo grande: «Llevar a Cristo y la Iglesia», porque si la gente tiene miedo de ser abandonada, no de perder un plato de arroz…
Dos horas y media para recorrer en coche, a las cinco y media de la mañana, ocho kilómetros. En las calles, el continuo paso de camiones abre agujeros en el asfalto que paran de golpe la circulación. Como protesta, surgen barricadas de neumáticos ardiendo. Y en ese momento el tráfico se bloquea. Y basta nada para que en los coches atascados aparezcan pistolas en manos de conductores furiosos. Así es hoy Puerto Príncipe, capital de Haití, tres años después de ese 12 de enero en que un terremoto de magnitud 7 devastó la isla del Caribe. Una catástrofe para este país, entre los más pobres del mundo: 220.000 muertos y más de 300.000 heridos. La mayor parte de los edificios se derrumbaron, incluido el palacio presidencial y la catedral. 1,3 millones de personas se quedaron sin techo.
En noviembre, el paso del huracán Sandy puso de rodillas a Haití. Medio metro de agua en menos de 24 horas se abatió sobre la isla, anegando los barrios de chabolas de la periferia de la ciudad y destruyendo el 70% de la cosecha. 54 muertos en los suburbios, pero la verdadera emergencia fue el cólera. El agua en los barrios de chabolas, que carecen de desagues, se quedó estancada aumentando los casos de epidemia. La situación por tanto es todavía de total emergencia. «Quizá peor que antes del seísmo. Se vive en un clima de absoluta violencia y caos», explica sor Marcella Catozza, misionera franciscana en Haití desde hace siete años.
Todos los días, junto a María y Valentina, misioneras laicas franciscanas, dejan la zona “segura” de la capital donde viven y recorren al alba los ocho kilómetros que les separan de la periferia de la ciudad, Waf Jeremie, el barrio de chabolas más grande y violento, el “vertedero del vertedero”, como se la ha llamado. En esta inmensa población de chabolas llevan adelante una clínica pediátrica con sala de partos, un consultorio de primeros auxilios abierto a todos, una guardería y una escuela donde 450 niños por la mañana asisten a clase y por la tarde juegan y hacen deporte con dos comidas aseguradas. Algo fundamental en Waf Jeremie.
Bandas armadas. Antes del terremoto, en las chabolas vivían según los datos oficiales 70.000 personas; hoy, según la policía, el número real se acerca a los 300.000 habitantes. ¿Qué ha pasado? «En vista de las ayudas que se proporcionaban a la isla, el gobierno, para dar una señal a Occidente de que la reconstrucción está en marcha trató de “evacuar” los campamentos de refugiados que se levantaron para los afectados por el terremoto». A todo evacuado que devolvía la tienda se le daba una cantidad de dinero suficiente para comprar algo de comida. Así, cerca del aeropuerto, donde antes se levantaba uno de los mayores campamentos de refugiados hoy hay un prado con la inscripción: «Welcome to Haiti». ¿Y dónde ha ido la gente? Como no se habían reconstruido las casas, la única posibilidad era los barrios de chabolas. La población sobre la misma extensión de tierra ha aumentado de manera exponencial.
Pero lo que da más miedo es la violencia. Continúa sor Marcella: «Siempre ha habido bandas armadas. Una verdadera fuerza política en sentido estricto que ha apoyado a uno u otro dictador. Tras el terremoto, en parte porque también habían sido afectadas y un poco por la llegada de las ayudas internacionales en dinero y personas, las bandas se quedaron a la espera. En Waf Jeremie teníamos un acuerdo con el jefe de la banda, que nos respetaba. Hoy hay cuatro bandas que tratan de repartirse el territorio. Es imposible llegar a un acuerdo. Esto se debe a que la situación general ha degenerado».
De hecho la atención sobre Haití va disminuyendo. También las ayudas económicas. Las ONG de emergencia se han ido, pero la crisis continúa y, por tanto, la falta de fondos ha reducido de manera drástica también los proyectos de reconstrucción a medio y largo plazo de las ONG de desarrollo. Así han llegado a faltar los llamados cash for work, trabajos de una jornada – descargar un camión de arroz o limpiar las calles –, verdadera fuente de sustento para la población. «Desgraciadamente muchas organizaciones, llegadas en el 2010, han llevado a cabo sólo progamas de distribución. Estos programas eran fundamentales al principio, pero las ONG no tenían proyectos de reconstrucción a largo plazo. De hecho, sólo se han quedado los que, como nosotros o AVSI, ya estábamos antes del seísmo». La gente se ha encontrado sin trabajo, con hambre. En el centro nutricional, sor Marcella ve casos de niños tan desnutridos como no veía desde hacía mucho tiempo. En los barrios de chabolas, pero también en la ciudad, ha crecido la indignación por las promesas incumplidas, porque todo parece desvanecerse.
Una mañana antes de Navidad, llega un coche a la puerta de la clínica enviado por una ONG con productos alimentarios para repartir a las personas que el día anterior habían cogido un número de reserva. A lo largo del trayecto los conductores han robado más de la mitad de los alimentos y además se presentan en el reparto el doble de personas. Llegó el jefe de una de las bandas y prendió fuego a los sacos de arroz. En seguida estalló la pelea, con pistolas y cuchillos. Las puertas del consultorio de primeros auxilios se abrieron para recoger a los heridos, que estaban en el suelo. La policía intervino haciendo la enésima redada. «Este es sólo un ejemplo reciente de todos los que suceden. Además, el problema de los secuestros se está volviendo cada vez más insufrible. Todos los días se habla de alguno en los periódicos», cuenta la hermana franciscana. Las bandas entran además en los colegios, raptan a niños y después piden el rescate. Pero también se secuestra a los que tienen un cargo de responsabilidad – médicos, ingenieros, profesores –. A veces desaparecen en la nada, incluso después de haber pagado el rescate. Cuando no raptan, las bandas a menudo obligan a las ONG y a otras organizaciones a tomar personas bajo sus órdenes. Piden dinero por todo.
También a sor Marcella le han pedido dinero y han tratado de imponerle sus propios hombres. Pero ella no tiene dinero: lo que le llega de sus amigos italianos y de la Providencia apenas da para pagar el sueldo de médicos y profesores, comprar las medicinas y alimentar a muchas personas. Cada mes es un desafío. Todos lo saben. Más de una vez las bandas han llegado gritando y han sacado a todos a la calle cerrando con cadenas la clínica y la escuela, impidiéndoles trabajar. Los habitantes, en silencio, se quedan mirando.
Los tres primeros chicos. Antes sor Marcella circulaba libremente entre las chabolas, ahora no puede andar diez metros sin que se forme alrededor de ella una nube de hombres y mujeres que piden trabajo. «La relación con las personas ha degenerado. Para los nuevos habitantes de los suburbios yo no soy sor Marcela, soy sólo la “blanca”, el posible contacto con las ONG para conseguir un trabajo. Antes había una tarea común: construíamos juntos. Ahora se ha colado la pretensión». Hace unas semanas tres chicos que dependían de ella la han denunciado por cuestiones laborales. «En el tribunal se me ha conminado a pagar una suma enorme por vacaciones no disfrutadas y otras cosas. Ridículo. Ni siquiera hay un contrato. Probablemente les habían obligado, había algo bajo todo esto que no entendía». Volví del juzgado descorazonada y enfadada. «Pensaba: me han hecho la pascua. Basta, es imposible trabajar». En la clínica se le acercaron los tres primeros chicos con los que había empezado todo siete años atrás. «Sor Marcella, sabemos que vives sólo del dinero de tus amigos, coge nuestro sueldo para pagar la multa». Les preguntó: «Por qué hacéis esto?». Uno le respondió: «El verano pasado me llevaste al Meeting de Rímini. Vi personas que durante una semana trabajaban gratuitamente por aquello en lo que creen. ¿No podemos hacerlo también nosotros? Estar contigo no es un trabajo, sino la vida».
La situación sigue siendo pesada. Hasta el punto de preguntarse: ¿cómo es posible seguir adelante? ¿Vale la pena? «Se siguen los signos que el Señor nos da. Cuando llegué, el obispo me dijo: “Lleva a Cristo y la Iglesia a los habitantes de Haití”, no me dijo “alimenta a los niños”. Todo ha surgido de esto. El misionero “aguanta” sólo por esta razón: Cristo. De otra manera te vence el dolor y te vas enfadado o triste diciendo: no es posible. Algunos habitantes del barrio tienen miedo de que nos vayamos, no tanto por el plato de arroz o el puesto de trabajo que podemos ofrecerles, sino porque perderían la posibilidad de vivir de una manera distinta. Es lo que me han mostrado esos tres chicos».
La casa de acogida. Mientras tanto, en enero, se inaugura la casa de acogida para 60 niños. En la sección primavera los menores de tres años serán acogidos de la mañaba a la noche, mientras sus madres van al mercado a vender lo poco que tienen. La estructura albergará de manera residencial a niños que han sido prácticamente abandonados porque su madre no está o está enferma, lo que en Haití muy a menudo quiere decir Sida en estado terminal. Por último, hay lugar para veinte desnutridos, que permanecerán hospitalizados hasta que hayan recuperado su peso. En ese momento podrán volver con su familia.
¿Entonces se queda en Haití por ahora? «Sí. Hemos decidido con el Nuncio permanecer hasta junio. Después veremos dónde el Señor quiere que plante mi tienda».
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