Veinte niños asesinados a tiros. Las palabras del presidente Obama en la vigilia por las víctimas. «Un discurso que ningún político europeo habría podido pronunciar», pero en el que queda implícito todo el dilema humano. «Pedimos a Dios que cambie los términos de nuestra existencia, porque no nos gusta en qué nos hemos convertido al negarlo»
No hay nada que hacer,América es diferente – a veces gloriosamente diferente – no sólo del resto del mundo anglosajón, sino quizá incluso del resto de aquello que seguimos considerando el Occidente cristiano. Al leer el discurso que el presidente Barack Obama pronunció durante la vigilia de oración interconfesional que tuvo lugar en Newtown, Connecticut, tras la masacre en la Sandy Hook Elementary School, me di cuenta de nuevo de la extraordinaria diferencia que existe entre ambas orillas del Atlántico.
Incluso en una circunstancia tan extrema y dolorosa, es imposible imaginar a un político inglés o irlandés responder citando la Biblia, invocando la bendición de Dios sobre veinte niños muertos y hablando de las dificultades que muchas veces tenemos para reconocer «los inescrutables designios divinos». Es más, es difícil incluso imaginar que tales conceptos sean utilizados, en un contexto que remite dramáticamente a la realidad cotidiana, por los líderes de cualquier otra democracia occidental. Es probable que como mucho se utilizaran como ornamentos retóricos o quizá como homenajes esporádicos a una cierta tradición. Pero el corazón del discurso apuntaría en otra dirección, a las dimensiones sociales y políticas de la tragedia, como si fuera implícito y descontado que la búsqueda de soluciones a este tipo de problemas perteneciera sólo al reino de los hombres.
Lo más relevante del discurso de Obama es la sutileza con que muestra una conciencia del mal como dimensión de la existencia humana, y a la vez el rechazo de dicha condición como opción obligada para un político. En uno de los pasajes más fuertes dijo: «Todas las religiones del mundo – muchas de las cuales están presentes hoy aquí – nacen con una sencilla pregunta: ¿Por qué estamos en el mundo? ¿Qué es lo que da significado a nuestra vida? ¿Qué es lo que da una finalidad a nuestros actos? Sabemos que nuestro tiempo sobre esta tierra es efímero. Sabemos que cada uno de nosotros tendrá su parte de felicidad y de dolor; que incluso cuando buscamos un bien terrenal, ya sea la riqueza, la salud, el poder, la gloria o la simple comodidad, de alguna manera seguiremos sufriendo la ausencia de lo que habíamos esperado. Sabemos que no importa cuán buenas sean nuestras intenciones, tarde o temprano todos nosotros de algún modo tropezaremos. Cometeremos errores, viviremos experiencias duras e incluso cuando intentemos hacer lo correcto, sabemos que gran parte de nuestro tiempo lo pasaremos yendo como a tientas en la oscuridad, tan a menudo incapaces de discernir los designios de Dios».
Pero aún más sorprendente es que estas frases fueran precedidas por estas otras palabras: «En las próximas semanas, utilizaré cualquier poder a disposición de mi cargo para que todos mis conciudadanos se comprometan – desde el cumplimiento de la ley, al trabajo de los profesionales de la salud mental, los padres y los educadores – en un esfuerzo encaminado a evitar estas tragedias. Porque, ¿qué opción tenemos? No podemos aceptar como normales sucesos de este tipo. ¿Estamos de verdad convencidos de que somos impotentes ante una carnicería así que sobrepasa cualquier capacidad de la política? ¿Estamos seguros de que dicha violencia sobre nuestros hijos año tras año es en cierto modo el precio de nuestra libertad?».
Andar a tientas. En el orden en que aparecen en el texto presidencial, estos dos párrafos tienen una gran fuerza retórica. Una fuerza que deriva del reconocimiento implícito de que los esfuerzos del hombre – incluso los esfuerzos políticos – no pueden ser todo, la última palabra sobre la historia. Se trata de una idea que rara vez encontramos en los discursos de un político occidental. Reconoce algunos datos de la condición humana: la debilidad, la existencia del mal, la realidad de una naturaleza herida, la dependencia que nos define y todos los límites de la política, que no puede superar estos datos tan patentes en nuestra vida.
No es un discurso libre del dualismo que impera en la vida pública de Occidente. Si bien en general habla de la cuestión penal y de la seguridad como esperarías de este presidente, en otros pasajes subraya cuán difícil es ser un político y nadar entre las aguas distintas de dos formas de pensar.
Tomemos la frase: «¿Estamos seguros de que dicha violencia sobre nuestros hijos año tras año es en cierto modo el precio de nuestra libertad?». La respuesta política implícita es: «Por supuesto que no». Esto es lo que se esperaría oír decir a un político. Lo que cualquier ideología nos empuja a pensar: que, de una forma u otra, estamos encaminados por una senda, creada por nosotros mismos, que nos llevará a superar las imperfecciones de nuestra condición.
Obama insiste en este punto, de acuerdo con las expectativas del mundo. Pero después gira en otra dirección: estamos en la oscuridad y caminamos a tientas.
El argumento es el siguiente: hechos como el acaecido en Connecticut son una consecuencia de nuestra libertad, si no exactamente su «precio». En política podemos hablar de «precio»: en la vida, hablamos de «hechos» y de «realidad».
Cuando suceden estas tragedias, escépticos y creyentes acaban haciéndose la misma pregunta: si Dios nos ama, ¿cómo puede permitir tales hechos?
Dios ya ha hablado. En esta pregunta va implícita una extraña contradicción: la idea de que la libertad del hombre pueda ser anulada de golpe por su mismo Creador, siempre y cuando amenace con ir demasiado lejos. ¿Pero cómo puede ser, si la libertad sigue siendo tal? Precisamente en la definición de libertad está implicada la capacidad de equivocarse, de pecar y de cometer errores. Decir otra cosa significaría defender una realidad completamente diferente, y nadie de los que sostienen dicha tesis me ha convencido jamás de haber pensado verdaderamente en las dimensiones y dinámicas de este presunto universo diferente.
Creo que la idea de un Dios que nos ama no está en contradicción con la posibilidad de cometer actos malos en las condiciones del mundo tal como es. En cambio, el problema es que tras haber abandonado a Dios para afirmarnos a nosotros mismos, estamos intentando por todos los medios olvidar que no somos el centro del universo. Sólo así podemos pensar impunemente en imponer al Creador nuestras débiles formas de razonar.
Tragedias como la de Newtown nos plantean el siguiente dilema humano: al haber abandonado a Dios, el hombre ha olvidado este dinamismo de la libertad y se esfuerza en idear un “pseudo-mundo” donde el recuerdo o la simple alusión a dicho olvido aparecen confusos e improbables. Puede que sigamos invocando el nombre de Dios, pero sólo en relación a ciertos rincones de nuestro ser y a una dimensión parcial de la realidad.
Sin embargo, la naturaleza del hombre desvela siempre su ambición. Adam Lanza, el asesino de Newtown, no es una especie de extraña aberración, totalmente ajena a la normalidad del género humano. Es más bien la triste expresión de algo malvado y oscuro que se halla bajo nuestra naturaleza caída.
Ninguna política o ideología puede modificar esta condición humana. Ni siquiera puede hacerlo un acto de Dios, tal y como lo conocemos a través de la experiencia que tenemos de Él. Dios es omnipotente, claro está, pero lo es dentro de la realidad tal y como es. Si le pedimos que cambie los términos de nuestra existencia porque no nos gusta en qué nos hemos convertido al negarlo, deberemos al menos asumir la responsabilidad de pensar en las consecuencias que se siguen: ese cambio no tendrá que ver sólo con los límites extremos de nuestro mal, sino también con la dinámica de nuestra libertad.
No. Dios ya ha hablado. Le corresponde al hombre escucharlo. Sólo el hombre puede reconocer sus errores y volver así a la relación con Aquel que lo ha creado y le perdona, purificándose de ese mal que inevitablemente lleva a otros Newtown.
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