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Huellas N.1, Enero 2013

PRIMER PLANO / Para reconstruir

Cuestión de confianza

Luca Fiore

Es uno de los factores más citados por los analistas. La confianza está en crisis y todos sufrimos las consecuencias, tanto en el campo económico y político como en la vida cotidiana. Pero, ¿qué significa de verdad fiarse? ¿Depende de una razón o del sentimiento? ¿Cómo se puede recuperar una relación de confianza? Lo preguntamos al lingüista EDDO RIGOTTI, que en sus respuestas, sorprendentemente, pone en juego «al destino»

«El problema actual es de confianza». «Hay una crisis de la confianza». Es una afirmación que retorna con insistencia en los análisis que venimos leyendo en estos meses. Confianza de los mercados. Confianza en las instituciones. Confianza en los partidos políticos. Confianza en la educación… A pesar de ser un tema recurrente, no se suele indagar en sus razones profundas. ¿Qué significa de verdad fiarse? ¿Cómo se recupera una relación de confianza? No es para nada un problema académico. Sobre la base de la confianza se asientan las relaciones personales y sociales. «Si realmente la nuestra es una crisis de la confianza, la salida del túnel está todavía muy lejos», sostiene el profesor Eddo Rigotti. Le visitamos en su despacho de la Universidad de la Suiza italiana, en Lugano. Aquí, el profesor Rigotti da clase de Comunicación Verbal y Teoría de la Argumentación. Fue durante muchos años profesor ordinario de Lingüística General en la Universidad Católica de Milán, donde se formó en la escuela de Sofía Vanni Róvighi, Adriano Bausola y Luigi Heilmann. Le preguntamos cómo se sale de este túnel. Su respuesta se hace eco de la invitación de Benedicto XVI a «ensanchar la razón» y, de alguna manera, también del Año de la Fe, siendo la fe pariente próxima de la confianza. Ambas, en primer lugar, actos de conocimiento.

Profesor Rigotti, ¿por qué la confianza es tan importante para la vida de la sociedad?
Mercados, comunidades políticas, instituciones públicas y privadas, son todos lugares donde las personas se encuentran y cooperan: intercambian bienes y servicios, crean empresas. A veces, entran en conflicto. Todas estas actividades comportan asumir compromisos cuya realización depende, en último término, de la libertad personal. Por lo tanto, generan siempre un riesgo. Precisan una contraparte al otro lado, que asuma como suyos esos compromisos y actúe en consecuencia. En cualquier relación se establece un intercambio. Interviene, inevitablemente, una relación de confianza, más aún, una relación fiduciaria, en la que uno pone en juego su crédito personal en el ámbito de la comunidad, y el otro sus bienes. Estos papeles se alternan constantemente. Si la confianza se rompe, este mundo maravilloso de encuentros, intercambios, interacciones y competitividad entra en crisis.

¿Por qué habla de “relación fiduciaria”?
Me refiero a que implica la existencia de dos contrapartes. La confianza no se da en un sentido unilateral, el uno hacia el otro y basta. Otro aspecto importante es que en la base de la confianza hay un razonamiento. La decisión de fiarse de otro es fruto, en el fondo, de una argumentación.

¿Una argumentación?
Es preciso tener razones adecuadas para fiarse. A menudo, se considera la confianza como resultado de una dinámica sentimental, de manera que cuanto menos se implica a la razón, mayor es la probabilidad de esquivar la capacidad crítica del otro.

Pero, tampoco es el resultado de un cálculo.
Es cierto. La confianza no es fruto de un puro acto de la razón, de una razón abstracta. Debemos tener presente que “racional” y “razonable” no difieren entre ellos por un uso distinto de la razón. Como si dijéramos que lo razonable es una forma de “racionalidad amansada”. En lo puramente “racional” la razón por encima de todo se compromete en el control de la coherencia y se contenta con no contradecirse. En un uso de la razón “razonable” esta se hace cargo de la relación con la totalidad de los factores, tanto del objeto como del sujeto. Considerado de manera razonable, en relación a la totalidad, el particular de un objeto cobra otro sentido. En el sujeto, en cambio, lo que se pone en juego es nuestro destino. Sentimos la necesidad de ser salvados y de que se salve lo que más queremos. El compromiso de la razón pasa de ser cognitivo a ser existencial.

Entiendo que este paso se da en la relación entre personas. Pero, ¿vale también en la relación con una institución?
Sin duda. La relación con un banco, por ejemplo, es razonable si yo, al confiarle mis bienes, encuentro respuesta en un compromiso, serio y duradero, para custodiarlos e incrementarlos. Las dos partes invierten un bien valioso. Por un lado, se pone en juego el crédito, el respeto por parte de una comunidad; y este crédito se convierte en dinero metálico al poder ser cobrado en futuras operaciones. Por otro, yo arriesgo mis bienes directamente. Dinero, ciertamente, pero también un proyecto de empresa o un plan de renovación. Cada uno es a la vez objeto de un crédito y sujeto del modo de usar y arriesgar sus bienes. También en este contexto la dimensión adecuada es la de lo razonable, que es el resultado de un compromiso serio de la “razón razonable”. Lo cual no significa que la razonabilidad pueda prescindir de esos valores de base indispensables como lo son la verdad y la honradez. Pero debe contar también con factores más complejos, me atrevería a decir más significativos en relación al propio destino.

¿Destino? ¿En qué sentido?
El destino es “lo que será de mí”, en todo el sentido de esta expresión. Es cuando nos preguntamos: «¿Qué será de nosotros?». Por lo tanto, el futuro, pero también el sentido de nuestra misma vida.

Sin embargo, estamos hablando de intereses particulares, no del sentido de la vida…
Si de verdad son intereses no se pueden separar del problema del destino. Si son intereses aparentes, entonces es otro cantar. También el puro interés económico tiene que ver con el destino. Cuando no es así, es porque también este interés se entiende de manera reducida.

En el caso de la política, de alguna manera es necesario otorgar la propia confianza, so pena de caer en el abstencionismo. ¿Es posible volver a confiar en el sistema político cuando todo, o casi todo, parece desaconsejar hacerlo?
Volver a fiarse de la política, en el sentido de buscar seriamente quienes ofrezcan un mínimo de garantías, es algo inevitable. Es como si la salud de un ser querido estuviera en peligro y tuviéramos a nuestra disposición sólo un médico que no nos convence mucho. En estos casos, justamente, solemos invocar el argumento del mal menor. En efecto, el Estado de derecho y el sistema democrático son bienes irrenunciables. El abstencionismo, en cambio, es de antemano una renuncia. De todas formas, no se debe auspiciar un retorno a una confianza ciega; más aún, el compromiso crítico de los ciudadanos (considerados singularmente y con sus pertenencias comunitarias) se demuestra como una virtud civil indispensable. Por otra parte, no tiene ningún sentido fiarse simplemente de un sistema: es necesario mirar a las personas y tratar de averiguar su fiabilidad tanto respecto de su competencia como de su integridad. Es de esperar que alguien, competente y honrado, al ver la situación de extrema necesidad en la que nos encontramos, se sienta provocado a comprometerse.

Cuando se pierde la confianza, ¿cómo se recupera?
Muchos creen que no se puede. En cierta medida es verdad. Reconstruir la confianza requiere por ambas partes una conversión. No hay otro camino. También el pilar de la confianza no se puede reducir a una formalidad; debe encarnarse en personas, en una relación real. De otra manera, es imposible recuperarla. Hace falta compartir recíprocamente un cambio del corazón y la disponibilidad a reparar los daños producidos.

Otra vez: está claro a nivel personal, pero, ¿en el ámbito institucional?
El dinamismo es el mismo. Las instituciones tienen ciertamente una dimensión organizativa y jurídica, pero también una interpersonal. La relación no se establece entre una institución y yo, sino entre un conjunto de personas y yo. También los sujetos institucionales son sujetos humanos. Sólo hay un modo de recuperar la confianza: ir más al fondo de la verdad de la relación.

¿Qué factores nos han llevado a esta crisis de confianza?
Existen varias causas. Por una parte ha habido un verdadero desprecio por la relación de confianza, fiduciaria, a favor de relaciones formalizadas legalmente (legally enforceable), jurídicamente exigibles. Como si esta fuera la garantía última y suficiente. Mientras que el mismo ámbito jurídico y judicial no funciona sin una profunda fiabilidad. La confianza se entrelaza con la fiabilidad: sin fiabilidad no hay confianza; de lo contrario, se acabaría pretendiendo una obediencia carente de razones. Se pretendería debilitar la capacidad crítica. En la modernidad, además, existe una corriente que ha promovido la cultura de la sospecha, una actitud radicalmente contraria a un posible acto de confianza.

¿Se refiere a la duda sistemática?
En cierto sentido, sí. Me refiero a la convicción de que detrás de cualquier comportamiento exista un motivo que hay que indagar, para descubrir su naturaleza constitutivamente hostil. Es una actitud muy extendida.

En el periodismo, por ejemplo…
También en la ámbito tributario. Pero no le daría mucha importancia a este aspecto. Las grandes ideologías que han promovido la sospecha se han acabado. Hay que añadir un factor importante: el descrédito de la fidelidad, que es la verdadera contrapartida de la confianza, sin la cual ninguna relación sobrevive. En primer lugar, en el ámbito de la familia. Por ejemplo, el fundamento de la familia es precisamente la fides, esa confianza recíproca que constituye la realidad familiar, y que es también la base de cualquier relación interpersonal, incluso a nivel económico.

¿En qué sentido?
Con la escusa de que mi mercado es el mundo entero, no me comprometo con ningún mercado particular, ninguna empresa. Mi objetivo es maximizar la ganancia. Este objetivo no es razonable porque ni siquiera se preocupa de la propia subsistencia. En las relaciones empresariales, la infidelidad se ha convertido en una virtud. Pensemos, por ejemplo, en los administradores que utilizan las empresas como meros peldaños para su carrera profesional. No se comprometen con nadie. Análogamente, existen los propietarios, los accionistas, que una semana se confían a un fondo de inversión árabe y la siguiente a una entidad financiera china. El dueño que antes tenía una cara – aunque sea para que fuera odiada – se ha convertido en una entidad sin rostro.

Volviendo a la relación entre confianza y razón, también en este ámbito resulta interesante la invitación de Benedicto XVI a «ensanchar la razón».
Sin pretender reducir el alcance de las afirmaciones del Papa, si el ejercicio de la razón, también en este ámbito, se limita a la racionalidad no saldremos de esta crisis de confianza. Se suelen contraponer razón y corazón. Pero el corazón humano es la razón que respira a pleno pulmón; es la razón que tiene la audacia de afrontar el tema del destino; es este corazón inquieto, como amaba definirlo san Agustín, que sabe preguntarse sobre sí mismo y sobre su significado. A quien prescinde de esto, no le importa su destino. Sin esto tampoco puede uno fiarse. Pero el antídoto para la desconfianza no es una confianza irrazonable, no es en ningún caso el desarme de la capacidad crítica. Es irracional y no actúa razonablemente quien acepta una oferta sin mirar lo que conlleva. Al igual en la política como en las finanzas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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