El Palacio Real de Milán reúne un buen número de obras maestras del genio español. Se trata de un viaje por el trabajo de un hombre que «convertía todo lo que encontraba en algo suyo» y nos provoca muchas preguntas, porque refleja una pasión por «lo que es invisible». Algo por descubrir, como hacía William Congdon…
No todos los días sucede que un conjunto importante de obras se mueva desde el Musée Picasso de Rue Thorigny, en el corazón del barrio de Marais en París, hasta llegar al Palacio Real de Milán. No todos los días sucede algo así.
No se trata de una exposición temática, ni de una exposición-estudio destinado a la profundización del conocimiento crítico de un autor. Es una exposición sencilla, basada en un número casi increíble de obras maestras, en una sabia disposición cronológica y en unas pocas explicaciones útiles y alguna que otra cita que no siempre es útil.
Pero las exposiciones nacional-populares son así. Y son las más difíciles de tratar porque, cuando tienes que explicarla, no tienes más remedio que confrontar seriamente tus argumentos con la obra. En este caso, se trata de Pablo Picasso, y es difícil no decir sobre un artista como Picasso algo que no se haya dicho ya mil veces (a no ser que se digan tonterías, para lo cual es más fácil ser originales). Sin embargo, precisamente por este motivo vale la pena hacer el esfuerzo, porque las obras que son tan universalmente famosas corren el riesgo de convertirse en algo casi imposible de conocer, tantos son los comentarios que se han incrustado – empezando por los libros del colegio – y que las cubren hasta hacer que se vuelvan casi invisibles, es decir, hasta que sea imposible una experiencia personal y directa de la obra.
Habría que hacer como Bill Congdon, que encerraba bajo llave en su estudio a la gente que iba a ver sus obras. Les encerraba casi para obligarles a no calcular el tiempo que se necesita para conocer una obra de arte (aunque podría ser cualquier otra cosa). Y así deberían hacer los responsables del Palacio Real, encerrar bajo llave a los espectadores y dejarles dentro del museo durante dos, tres, cinco horas, hasta que alguien empiece a pedir ayuda.
Genialidad y talento. Picasso se lo merece. Fijaos en los retratos, en las naturalezas muertas, en las figuras desfiguradas, hasta que empiecen a doleros los ojos, hasta que se agoten todas las interpretaciones que se os pasan por la mente y vuestra cabeza se quede totalmente vacía, hasta que por fin os sintáis estúpidos, obtusos. Llegados a este punto, no lograréis deciros a vosotros mismos que ha pintado de forma casual para jugar con nuestras conjeturas. No, porque esas pinturas son demasiado impactantes, demasiado endiabladamente hermosas como para haber sido hechas de forma casual.
Un pintor me dijo una vez que el primer signo de genialidad artística en un joven no es el talento, sino la necesidad de cultivar ese talento. En otras palabras, si uno tiene talento se ve en la seriedad y en la cantidad de trabajo, tanto en términos de tiempo como en términos productivos. Es verdad que es una definición poco romántica, pero a menudo corresponde con la realidad. Por ejemplo, Picasso a los veinte años había realizado un catálogo de obras que un pintor consigue normalmente a los ochenta años. Cuando Pablo Ruiz Picasso nació en Málaga en el año 1881, el arte estaba viviendo un momento de fulgor que probablemente sólo se podía comparar al del Renacimiento. Desde hacía por lo menos medio siglo, sobre todo en Francia, los movimientos de renovación de la técnica pictórica se sucedían a un ritmo frenético. El nacimiento de la fotografía había puesto en aprietos a los artistas mediocres (aquellos que identificaban la pintura como un acto reproductivo), que veían cómo sus técnicas habían sido superadas por el nuevo instrumento, pero también impulsó la investigación de aquellos que consideraban la representación del mundo visible como una puerta abierta a realidades invisibles.
Los grandes artistas, los que han dejado huella, son aquellos que han sabido establecer este nexo entre lo visible y lo invisible sin ambigüedades, reduciendo la complejidad de su experiencia a unos pocos elementos sencillos. El genio siempre es sencillo, hasta el punto de que a menudo se puede reducir a un eslogan, a una palabra o a un motivo musical (por ejemplo: Platón-Idea, Descartes- Pienso luego existo, Beethoven-El comienzo de la Quinta Sinfonía, etc.).
La fotografía había desvelado a los pintores, por ejemplo, que el movimiento de los cuerpos no era sólo el que se representaba en los cuadros, que consistían en una especie de imagen pausada en la que se podía sustraer del movimiento del cuerpo la dimensión del Tiempo. Representar la realidad significa captar la intersección entre Espacio y Tiempo, preguntarse acerca de los instrumentos que se usan para alcanzar tal objetivo y del modo de adaptar las técnicas a una visión poética y sencilla de las cosas. Cuando un pintor pinta una flor, su sueño es pintar la primera flor del mundo, el instante de tiempo en el que la flor se presenta (a-flora) sobre la superficie de la experiencia.
El joven Pablo tuvo la suerte de aprender pintura de su padre, que era a su vez pintor, y de completar sus estudios académicos antes de catapultarse al mundo del arte contemporáneo. Fue una suerte para él poder completar su formación lejos del gran mundo, en la tranquilidad de las aulas polvorientas escuchando a sus ancianos maestros. Saber pintar como Rafael a los doce años no fue de hecho fruto de un maleficio ni de un temperamento melancólico, como el lamento de Mallarmé («Mi carne está triste ¡ay!, y yo he leído ya todos los libros»). La carne de Pablo Ruiz no es en absoluto triste: su técnica prodigiosa es más bien una riqueza para utilizar en la gran aventura del arte. No hay tiempo para preguntarse “¿y ahora?”, es hora de moverse.
Picasso, orgulloso de su propio talento y su trabajo, emigró desde Málaga hasta A Coruña, desde allí hasta Barcelona, y en 1903, con veinticuatro años, a París, donde se estaban consumando las últimas pinceladas del movimiento Impresionista. El final de la edad impresionista representó para el arte un momento de gran fecundidad. Se trataba de profundizar en el nuevo lenguaje pictórico.
El arte de “robar”. Un exponente del movimiento impresionista, no de los más importantes, después de volver al sur de Francia decepcionado por la experiencia parisina, había desarrollado este lenguaje en solitario. Ignorado por los críticos y comerciantes de arte y considerado por los demás como el tonto del pueblo, este pintor, de nombre Paul Cézanne, fue valorado casi al final de sus días, y esto hizo que un año después de su muerte, es decir en 1907, se hiciera una exposición enteramente dedicada a sus obras en el Salon D’Automne, que es considerada una de las exposiciones más importantes de todos los tiempos. Entre los visitantes de la exposición se encontraban Amadeo Modigliani, Georges Braque y Pablo Picasso.
Braque era amigo de Picasso. Sus estudios estaban a poco más de un kilómetro de distancia uno del otro. Braque y Cézanne tenían en común un temperamento reservado y eran propensos a la investigación, además, o eso dicen, de tener un corazón extraordinariamente bondadoso.
A Picasso, por el contrario, no le gustaban los experimentos. Y no parece que fuera un bonachón. Si su amigo Braque inventaba algo, él lo copiaba. ¿Por qué buscar cuando se puede simplemente encontrar? Para él el arte era “robar”: una imagen, una técnica, una buena idea. Es impresionante que el mayor inventor del arte del siglo XX no dé ninguna importancia al invento, sino sólo en el sentido etimológico, que significa “encontrar” – y no necesariamente en el sentido de “encontrar algo que se está buscando”, sino también en el sentido de “encontrar algo por la calle”, por ejemplo dos euros que se han caído al suelo de un bolsillo. Para hacer esto, no hay duda de que hace falta fiarse de forma incondicional de la realidad.
«¿Cuál es tu secreto?». Su capacidad más sorprendente era otra, la de convertir todo lo que robaba o encontraba en algo que fuese profundamente “suyo”. Picasso no tenía tiempo para investigar sobre los lenguajes: él encontró el cubismo (que fue creación principalmente de Braque) así como muchas otras cosas. Su búsqueda era algo diferente, mucho más esencial. En apariencia, su cubismo es parecido al de Braque, pero hay algo que los diferencia: los cuadros de Picasso parece que existen desde siempre. Picasso quema cada aspecto de la búsqueda, cada aspecto de innovación, cada hallazgo, en aras de una sabiduría que parece no tener tiempo. Sus retratos cubistas, deformados o que emergen del entrecruzarse de líneas rectas y curvas, parecen provenir del fondo de los siglos, obra de artistas prehistóricos.
La obra de Picasso no tolera fácilmente palabras tales como “interpretación”. Picasso no se interpreta, Picasso no tiene doble fondo: ya todo está ahí. (Ver Retrato de Dora Maar, 1937). No es profundo en el sentido psicológico de la palabra, no es “inteligente”. Sus cuadros son claros hasta llegar a irritarnos. Nos gustaría bromear sobre ellos, pero no podemos: aunque estén deformados, nos damos cuenta de que en ellos domina una férrea necesidad. Y seguimos mirándolos, preguntándoles ¿cuál es tu secreto? ¿Por qué has sido hecho así y no podrías ser de otra forma?
Con el paso del tiempo, el lenguaje pictórico de Picasso parece ignorar cada vez más los cánones occidentales (los que había estudiado detenidamente de joven) para poder alcanzar una especie de lenguaje universal y primitivo, el mismo por el cual “mamá” o “¡Ay!” se dicen más o menos de la misma forma en todos los idiomas. (Ver Hombre con sombrero de paja y helado, 1938). El acercamiento a la escultura africana no tiene nada de esnob y casi nos parece algo fatal, inevitable, como si se hiciera explícito algo que estaba desde el principio.
Para el arte es así, al igual que para la ciencia y la técnica: crear significa encontrar lo que había “antes”. Un nexo, una ley o una fisionomía presentes en el mundo desde siempre. El inventor de la rueda, Filippo Brunelleschi, Pablo Picasso, Steve Jobs. El genio tiende al origen, a lo sencillo. El genio no es algo para sabiondos, sino una presencia enigmática que radica en cada uno de nosotros.
Por supuesto, la pintura de Picasso tuvo también un destino “civil”. Guernica es el mayor manifiesto que existe contra la guerra. Muchas de sus obras evocan con sencillez los horrores de la violencia humana, como en la Masacre en Corea de 1951, donde un grupo de mujeres y niños desnudos son fusilados por otro grupo de soldados americanos con aspecto de alienígenas (en esa época Picasso era comunista y recibió varios premios intitulados a Lenin y Stalin).
De este cuadro siempre me han impresionado sobre todo los fusiles, tan tecnológicos que nos recuerdan a Star Trek o La Guerra de las Galaxias. De este modo el cuadro no nos habla sólo de la guerra, sino también de la deshumanización de un progreso concebido como un alejamiento continuo del propio origen. Tanto es así que su atención ya no se centra en los asesinos (seres insignificantes) sino en las víctimas – hombres, pero cada vez más cabras, corderos por degollar o ya degollados, o de los que sólo queda el esqueleto (ver Estudio para “El hombre y la oveja”: la oveja, 1943, y Cráneo de cabra sobre una mesa, 1953).
Como un niño. La palabra “genio” se podría sustituir por palabras como “yo” o “persona”. Prácticamente son sinónimos. De hecho, llamamos genio a la persona que nos sorprende y nos hace decir: ¡Este sí que tiene personalidad! Pero nosotros lo decimos porque reconocemos en otro algo que existe también en nosotros. La obra de Picasso es el testimonio de este misterio que es el “yo”. (Imagen preciosa del pintor – negro de espaldas – delante de sus cuadros: La sombra, 1953). Con doce años (o eso dice) sabía pintar como Rafael, pero necesitó toda una vida para aprender a pintar como un niño.
Es tan claro que nuestra vida no nos pertenece, es tan claro que somos el signo de una mano que no es nuestra, que podemos remontarnos de padre en padre hasta la prehistoria, hasta el origen del mundo, y el misterio perduraría. Este misterio fue el punto de apoyo de Picasso, su potencia descomunal, su pasión por las cosas invisibles, que son las más dignas de ser miradas una y otra vez.
En su cuaderno Picasso escribió una frase que santa Teresa de Ávila solía decir a las novicias que eran poco propensas a trabajar en la cocina: «Mirad que entre los pucheros y las ollas anda Dios». Pablo Picasso intentó siempre mantener en su obra, a través de un trabajo incesante, incansable y desmedido, la percepción de este vértigo, que es la única clave razonable de lo que llamamos el mundo visible.
LA EXPOSICIÓN
Milán, Palacio Real
Hasta el 6 de enero de 2013
De lunes a miércoles: 8.30-19.30
De jueves a domingo: 9.30-23.30
€ 9,00 general - € 7,50 reducido
Información: 02/54911
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón