«El hombre tiene una inteligencia cultivada cuando su corazón es culto». Desde la educación de su madre a la relación con los no creyentes, el cardenal GERHARD LUDWIG MÜLLER nos guía en la comprensión del desafío que asume la Iglesia este año. Tras el Sínodo para la Nueva evangelización, un dialogo sobre el único camino que no reduce el deseo que nos constituye
«Una novedad de vida capaz de cambiarnos en lo hondo». Bastarían estas diez palabras para entender qué es lo que está en juego, lo que Benedicto XVI nos está llamando a descubrir – o a redescubrir – en estos meses. Gerhard Ludwig Müller, 64 años, alemán de Finthen (Maguncia), lleva seis meses a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe, puesto que ocupó durante muchos años su connacional Joseph Ratzinger. Por tanto, el cardenal Müller, que de alguna manera es el custodio de un patrimonio ilimitado, ha definido la fe hace unos días, durante el Sínodo para la Nueva evangelización, justamente en estos términos: una novedad de vida «plena y perenne». Algo de lo que podemos participar estando ante Aquel que «trajo toda novedad, trayéndose a sí mismo»: Jesucristo. No es cuestión de volver a aprender una doctrina, tampoco de ocuparse de una serie de consecuencias. Se trata ante todo de reconocer un hecho: una Persona.
Monseñor Müller lo reitera en el coloquio que hemos mantenido en los días inmediatamente después del Sínodo. Demasiado pronto para aventurar balances, para comprender cómo y dónde darán frutos los contenidos que han emergido en el Aula, empezando por las contribuciones del Pontífice. Pero una óptima ocasión para hacer un diagnóstico sobre el trabajo que nos espera en los próximos meses. Yendo justamente al origen de la fe.
Excelencia, en su opinión, ¿cuál ha sido la urgencia que ha llevado al Papa a proclamar el Año de la Fe?
La urgencia fundamental es la que se indica en el comienzo de la Carta Apostólica Porta fidei: invitar a todo bautizado a redescubrir el camino de la fe para mostrar a todos la belleza del encuentro con Cristo. De hecho en nuestros días, entre los cristianos, la atención parece desplazarse a menudo sobre las consecuencias de la fe, simplemente dando por supuesto que exista. Hace falta, en cambio, volver conscientemente a centrarse en ese corazón de la fe, en su origen, que es la Persona misma de Jesús. Él mismo fue interrogado una vez sobre este argumento por quien le estaba escuchando: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Y su respuesta fue: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 28-29).
Una de las características más evidentes de la era moderna es la dramática fractura entre el saber y el creer: se considera la fe como “inútil” o, a menudo, ligada a la esfera del sentimiento y de las hipótesis, no de la razón y de la verdad. ¿Por qué? ¿Cómo puede el Año de la Fe responder a este desafío?
La fe es una fuente de conocimiento: alcanza verdades que la sola razón no es capaz de alcanzar. Cuanto más acontece el encuentro con Cristo, tanto más la inteligencia y la voluntad del hombre se ven provocadas a acoger con ánimo y gratitud los precisos contenidos de la Revelación divina, que es un don gratuito y profundamente correspondiente, más allá de cualquier expectativa previsible, a las exigencias más profundas del corazón de cada hombre. Si la fe en cambio se reduce a un sentimiento irracional, a algo privado que no afecta para nada a la realidad que queremos conocer y amar – como si sirviera para contener una psicología frágil sometida a dura prueba por la complejidad del vivir contemporáneo –, entonces nos cerraríamos a priori la posibilidad de individuar su verdadera naturaleza y su extraordinario alcance veritativo. Este también es un gran desafío con el que pretende medirse este Año de la Fe.
Fiódor Dostoievski, se preguntaba: «Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del Hijo de Dios, Jesucristo?». ¿Cómo contestaría usted?
El hombre tiene una inteligencia cultivada cuando su corazón es culto. No basta la simple erudición. Podría llenarle a uno de orgullo inoportuno. Mi madre no estudió en la universidad, fue simplemente un ama de casa, y como profunda creyente en la divinidad de Jesucristo que era, me educó a “leer dentro” de la realidad, a verificar hasta el fondo lo que ella misma había recibido con el don de la fe que me trasmitió. Otros encuentros, muy relevantes también intelectualmente, se sucedieron después, a lo largo de mi vida. Siempre he creído que la fe católica corresponde a las exigencias intelectuales más elevadas y que no tenemos por qué sufrir ningún tipo de complejo. Pero resulta indispensable pedir y buscar un corazón sencillo, humilde, como decía Jesús, sin el cual el espíritu humano no se abre a toda la realidad, tampoco a la revelada por Dios, y tiene la pretensión de reducirla a una medida finita.
¿Cómo responde la fe a las exigencias del hombre de hoy? ¿Cómo comprendemos que la fe, y en qué medida, es «pertinente a las exigencias de la razón», según una fórmula sintética de don Giussani?
El hombre de hoy como el de todos los tiempos desea ser feliz. Pensar que la felicidad se pueda reducir a lo que cada cual, aisladamente, de forma individual, subjetiva, ajena y enemiga a la de los demás, considera que sea, procurándose una gran cantidad de “cosas” (o incluso de personas) que puedan garantizarla, nos lleva muy lejos del objetivo que perseguimos. La experiencia y los datos lo atestiguan. La fe cristiana por su parte ha introducido en el mundo, desde su comienzo, desde que el Señor llamó consigo a sus primeros amigos, la posibilidad de una convivencia renovada, apoyada en un criterio viviente, que es Él, en la que encontraría su espacio indispensable incluso el perdón. No obstante la fragilidad y las debilidades de nosotros los cristianos, la Iglesia continúa siendo el lugar de la contemporaneidad de Cristo con el hombre de todos los tiempos. En este lugar objetivo de Su presencia, las exigencias verdaderas del hombre de hoy – como fue para el de ayer y será para el de mañana – se ven reconocidas y valoradas.
¿Qué impacto cree que pueda tener esta iniciativa sobre los no creyentes? ¿Cuál es el “desafío” positivo que la Iglesia lanza al mundo con este Año de la Fe?
Si los creyentes en Cristo ofrecen testimonio recíproco de la verdad de su fe, que es fe en la verdad de Cristo conocido como la plenitud de la propia existencia, entonces también los no creyentes, quizás, podrán quedar maravillados. Al igual que sucedió al comienzo del cristianismo, podrán quizás volver a plantear sus preguntas con la libertad necesaria y el buen deseo de conocer la verdad. Por otra parte, haciendo leva sobre la integralidad de la naturaleza humana atentamente considerada y sobre las exigencias fundamentales de cumplimento que las constituyen, ante los fracasos insuperables que históricamente la califican, cada hombre, también el no creyente, puede sinceramente abrirse al pensamiento y, a lo mejor, como le pasó a san Pablo en el Areópago de Atenas, abrirse a la espera del Dios ignoto. Lo expresó Franz Kafka: «Aunque la salvación no llegue, quiero ser digno de ella en todo momento».
El Año de la Fe se ha abierto en el marco del cincuenta aniversario del Concilio. ¿De qué manera puede ayudarnos a retomar su importancia y sus contenidos?
El Concilio Vaticano II ha sido el acontecimiento principal de la historia de la Iglesia contemporánea. Como ha sintetizado muy bien la “Nota con las indicaciones pastorales” de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 6 de enero de 2012: « Desde la luz de Cristo que purifica, ilumina y santifica en la celebración de la sagrada liturgia (cfr. Constitución Sacrosanctum Concilium), y con su palabra divina (cfr. Constitución dogmática Dei Verbum) el Concilio ha querido ahondar en la naturaleza íntima de la Iglesia (cfr. Constitución dogmática Lumen gentium) y su relación con el mundo contemporáneo (cfr. Constitución pastoral Gaudium et Spes). Alrededor de sus cuatro Constituciones, verdaderos pilares del Concilio, se agrupan las Declaraciones y Decretos, que abordan algunos de los principales desafíos de nuestro tiempo». El Papa Benedicto XVI nos ofreció la clave de lectura adecuada, al rechazar como errónea la llamada “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” y al promover la que él mismo ha denominado «“hermenéutica de la reforma”, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado», tratándose de «un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino» (Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005). Por tanto, hace falta superar cualquier enfrentamiento ideológico, venga de donde venga, renunciar a polémicas dictadas por pretextos o razones circunstanciales, y sumergirse al unísono en la doctrina de la Iglesia, que por la asistencia del Espíritu Santo conserva íntegro a lo largo del tiempo el patrimonio de fe recibido de la Tradición apostólica.
¿Qué espera usted de este Año?
Yo espero que la belleza de la fe en Cristo resplandezca en el rostro y en la vida de muchas personas. Espero que contribuya a dar frutos de testimonio y de conversión. En el fondo, se trata de una ocasión providencial que la Iglesia ofrece por completo a la libertad de cada uno de nosotros: acogerla es señal de sabiduría, porque Jesús sale a nuestro encuentro hoy y no deja de llamar a nuestra puerta. El Año de la Fe es una ayuda para que en cada instante de nuestra vida podamos reconocer personalmente a Cristo.
¿Qué nos pide en particular este Año a nosotros, a los que pertenecemos a Comunión y Liberación?
Que la celebración eucarística sea el alma de vuestras jornadas y que la escucha de la Palabra de Dios las alimente. A través de las más variadas formas de la cultura, de la caridad y de la misión, procurad profundizar en el don recibido y con todos vuestros hermanos en la fe contribuid a la edificación del Cuerpo de Cristo, para que el mundo vea y, viendo las obras buenas de la fe, crea.
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