La intervención en el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, 13 de octubre de 2012
El Sínodo sobre la Nueva Evangelización y el Año de la fe arrancan de una misma constatación: no podemos seguir «considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común». «De hecho, este presupuesto [hoy] no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado» (Porta fidei, 2). Si no podemos seguir dando la fe por descontada, la primera urgencia es cómo despertar en los hombres de nuestro tiempo el interés por ella y por el cristianismo. Y el lugar privilegiado para despertar este interés es la vida cotidiana, donde como cristianos entramos en relación con nuestros hermanos los hombres.
Al leer el Instrumentum laboris (142), que contiene ideas muy valiosas para nuestro trabajo, me llamó la atención esta observación: «Es causa de preocupación en muchas respuestas la escasez del primer anuncio en la vida cotidiana que se desarrolla en el barrio y en el mundo del trabajo». Me parece que esta valoración, que emerge de múltiples formas, mete el dedo en la llaga indicando cuál es el desafío que tenemos que afrontar.
A pesar de todos los esfuerzos de las últimas décadas para mejorar los instrumentos de la transmisión de la fe, la constatación es sencilla: todo el trabajo realizado hasta ahora encuentra grandes dificultades para generar una novedad de vida que despierte entre los que nos rodean la curiosidad por lo que los bautizados viven en su vida diaria (en el barrio y en el lugar de trabajo). Esto dice mucho de la dificultad que tenemos que afrontar hoy como Iglesia: ¿cómo superar esta fractura entre la fe y la vida que hace más difícil poder encontrar la fe de una manera razonable, y por tanto atractiva, en la vida ordinaria? Si no conseguimos responder con claridad a esta cuestión, seguiremos realizando esfuerzos ingentes sin abordar de manera adecuada la raíz del problema.
Aquí reside, en mi opinión, el nexo profundo entre el Año de la fe y la Nueva Evangelización. De hecho, sin «descubrir y acoger nuevamente el don precioso de la fe» que convierte a cada uno de los bautizados en una «criatura nueva» capaz de mostrar la belleza de una existencia vivida en la fe, la nueva evangelización corre el riesgo de quedar reducida a un problema de expertos y a un debate sobre los instrumentos, y no llegaría a darse como una experiencia personal y eclesial capaz de despertar en los hombres un verdadero interés por la fe.
Para suscitar este interés contamos con un aliado que es constitutivo del hombre en cualquier cultura y condición. Sabemos que el corazón humano está hecho para el infinito. Este deseo, aunque esté sepultado bajo multitud de distracciones y errores, es inextirpable. Permanece en el hombre la espera de un cumplimiento. Porque ningún «falso infinito» – utilizando una expresión de Benedicto XVI –, con el que tantas veces identifica su plenitud, logra satisfacerlo. «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo? ¿Qué podrá dar el hombre a cambio de sí?» (Mt 16,26).
A semejante espera no puede responder simplemente una doctrina, un conjunto de reglas o una organización, sino sólo el acontecimiento de una humanidad distinta. Como dijo don Giussani en el Sínodo de los laicos de 1987: «lo que falta no es tanto la repetición verbal o cultural del anuncio cristiano. El hombre de hoy espera, quizás inconscientemente, la experiencia de un encuentro con personas para las que Cristo es una realidad tan presente que ha cambiado su vida. Es un impacto humano que puede sacudir al hombre de hoy: un acontecimiento que sea eco del acontecimiento inicial, cuando Jesús alzó la mirada y dijo: “Zaqueo, baja rápido, voy a tu casa”». Entonces como hoy, sólo una criatura nueva, que testimonia una vida cambiada, puede volver a suscitar una curiosidad por el cristianismo: ver realizada esa plenitud que uno desea alcanzar, pero no sabe cómo. Hombres nuevos que crean lugares donde cualquiera pueda comprobar en primera persona lo mismo que los dos primeros discípulos a orillas del Jordán: «Venid y lo veréis», porque «una fe que no pudiera percibirse y encontrarse en la experiencia presente, que no pudiera verse confirmada por ella, que no pudiera ser útil para responder a sus exigencias, no sería una fe en condiciones de resistir en un mundo donde todo, todo, dice lo contrario» (L. Giussani, Educar es un riesgo).
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