El editorial de este número es la carta que Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación,
ha escrito a todo el movimiento después del Sínodo para la nueva evangelización
Queridos amigos:
A mi vuelta del Sínodo de los Obispos, quiero compartir con vosotros lo que considero más decisivo de la experiencia que he vivido, como indicación para nuestro camino.
Como sabéis, el tema de este Sínodo ha sido «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». El punto de partida fue una constatación que hoy resulta evidente para todos: la fe ha dejado de ser un presupuesto obvio. Esta situación no concierne sólo a la fe como experiencia personal, sino que también conlleva consecuencias para la vida de las naciones, pues tierras fecundas pueden convertirse en desiertos inhóspitos. No son pocos los signos que ya vemos de esta «desertización»: la emergencia educativa, la crisis económica, la confusión política, la falta de confianza, la violencia en las relaciones, la exasperación de la vida social… Tal vez el signo más significativo de esta desertización sea la incapacidad de ver por dónde retomar el camino. Incluso los observadores más agudos a la hora de poner de manifiesto lo que falta se ven impotentes para ofrecer sugerencias que ayuden a reanudar la marcha.
En este contexto, conmueve constatar cómo una institución como la Iglesia, con dos mil años de historia a sus espaldas, sigue siendo libre para ponerse en discusión. Tanto es así que una de las insistencias más escuchadas en el aula sinodal ha sido la urgencia de la conversión. Todos éramos conscientes de que para hacer florecer el desierto no basta con cambiar las estrategias o poner a punto los planes pastorales. Se necesita una verdadera conversión personal y eclesial. Había una conciencia patente de que sin conversión no puede darse nueva evangelización. Sencillamente porque también nosotros, los miembros de la Iglesia, participamos de esa debilidad de la fe que nos ha conducido a la situación actual. No es casual que el Papa convoque un Año de la Fe precisamente para ayudarnos a redescubrir el don y la belleza de la fe.
¿Por dónde reanudar la marcha?
Desde el primer día del Sínodo, el Papa ha planteado la pregunta fundamental: «Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al hombre de hoy, para que se convierta en salvación?» (8 de octubre de 2012).
Y ha indicado con claridad la respuesta: «Nosotros no podemos hacer la Iglesia, sólo podemos dar a conocer lo que ha hecho Él. La Iglesia no comienza con nuestro “hacer”, sino con el “hacer” y el “hablar” de Dios. De este modo, después de algunas asambleas, los Apóstoles no dijeron: ahora queremos crear una Iglesia, y con la forma de una asamblea constituyente habrían elaborado una constitución. No, ellos rezaron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, de la que Dios es el primer agente: si Dios no actúa, nuestras cosas son sólo nuestras cosas y son insuficientes; sólo Dios puede testimoniar que es Él quien habla y quien ha hablado».
Nuestra contribución sólo puede insertarse en el dinamismo que Dios mismo pone en marcha a través de su Espíritu. «Sólo el preceder de Dios hace posible nuestro caminar, nuestro cooperar, que es siempre un cooperar, no una pura decisión nuestra. Por ello es siempre importante saber que la primera palabra, la iniciativa auténtica, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a ser – con Él y en Él – evangelizadores. Dios siempre es el comienzo» (Benedicto XVI, 8 de octubre de 2012). Sólo quien se deja aferrar por Dios, que se ha hecho cercano en Cristo, puede responder al desafío de la nueva evangelización. «Los verdaderos protagonistas de la nueva evangelización son los santos» (Benedicto XVI, 28 de octubre de 2012).
Al escuchar la llamada a la conversión en el aula sinodal, no pude evitar recordar el reclamo que don Giussani nos hizo en Viterbo hace muchos años, invitándonos a «recuperar la verdad de nuestra vocación y de nuestro compromiso». Porque también nosotros, nos recordaba, corremos el riesgo de «reducir nuestro compromiso a la teorización de un método socio-pedagógico, al activismo consiguiente y a su defensa política, en vez de reafirmar y proponer al hombre, nuestro hermano, un hecho de vida». Don Giussani se preguntaba: «Pero ¿dónde se apoya un hecho de vida? ¿Dónde está la vida? La vida eres tú». Sin embargo, esta posición muchas veces nos parece demasiado poco concreta, poco incidente históricamente, una especie de «opción religiosa». En efecto, proseguía don Giussani, «para muchos de nosotros que la salvación sea Jesucristo y que la liberación de la vida y del hombre, aquí y en el más allá, esté ligada continuamente al encuentro con Él, se ha convertido en un reclamo “espiritual”. Lo concreto sería otra cosa: el compromiso sindical, hacer valer ciertos derechos, la organización, y, por tanto, las reuniones, pero no como expresiones de una exigencia de vida, sino más bien como mortificación de la vida, como pesadez y peaje que pagar a una pertenencia que, inexplicablemente, nos encuentra todavía alineados». Y concluía: «La recuperación de la verdad de nuestro método para el relanzamiento de la vida en nosotros, entre nosotros y allí donde estemos, debe partir de cero. Debemos retomar la conciencia del inicio de todo el dinamismo».
¿Cuál fue el inicio?
«El Movimiento nació de una presencia que se imponía introduciendo en la vida la provocación de una promesa a seguir. Pero luego hemos confiado la continuidad de este inicio a los discursos y a las iniciativas, a las reuniones y a los quehaceres. No lo hemos confiado a nuestra vida, de modo que el inicio ha dejado de ser muy pronto verdad que se ofrece a nuestra persona, y se ha convertido en pretexto para crear una asociación, una realidad sobre la que descargar la responsabilidad del propio trabajo y de la que pretender la solución de las cosas. Lo que debía ser la acogida de una provocación y, por tanto, un seguimiento vivo, se ha convertido en obediencia a la organización».
Para poder ofrecer a nuestros hermanos los hombres “un hecho de vida”, es necesario que madure en cada uno de nosotros una autoconciencia tal de nuestra dependencia original que nos permita renacer sea cual sea la oscuridad en la que nos encontremos; y es necesario que el acontecimiento de Cristo nos aferre de tal manera que Su memoria domine nuestras jornadas, ya que nunca soy más yo mismo que cuando Tú, oh Cristo, me sucedes y me invades con Tu presencia. De este modo podremos vivir la vida como vocación, de manera que «cada cosa, cada relación, cada alegría, como también cada dificultad, encuentra su razón última en ser ocasión de relación con el Infinito, voz de Dios que continuamente nos llama y nos invita a elevar la mirada, a descubrir en la adhesión a Él la realización plena de nuestra humanidad» (Benedicto XVI).
Para que nuestra vida pueda cambiar así, hace falta que estemos disponibles a la conversión, es decir, al seguimiento, según la invitación de don Giussani: «El seguimiento es el deseo de revivir la experiencia de la persona que te ha provocado y te provoca con su presencia en la vida de la comunidad; es el deseo de participar en la vida de esa persona en la que te es dado algo de Otro, y es a este Otro a lo que manifiestas devoción, a lo que aspiras, a lo que quieres adherirte en este camino».
Sólo quien está dispuesto a seguir a un maestro, tratando de revivir su experiencia, podrá ofrecer una contribución que esté a la altura de la situación. «Así son los nuevos evangelizadores: personas que han tenido la experiencia de ser curados por Dios, mediante Jesucristo. Y su característica es una alegría de corazón, que dice con el salmista: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres” (Sal 125,3)» (Benedicto XVI, 28 de octubre de 2012). Sólo llegando a ser «criaturas nuevas» podremos mostrar la belleza de una existencia vivida en la fe, transparentando en la realidad cotidiana la novedad que nos ha acontecido, a través de nuestra forma diferente de vivir la vida de todos, desde el trabajo hasta el tiempo libre, de nuestra forma distinta de usar la razón y la libertad, de afrontar las circunstancias, la vida y la muerte, de responder a las necesidades de nuestros hermanos o de participar en la vida pública.
En estos tiempos, ante lo que está sucediendo en nuestro movimiento, recuerdo con frecuencia la experiencia del pueblo de Israel. Ojalá no tengamos que pasar por lo que le sucedió: tras negarse a escuchar los llamamientos de los profetas, el pueblo fue llevado al exilio. Sólo entonces, cuando se vio despojado de todo, comprendió dónde se hallaba su verdadera consistencia. Israel se hizo humilde y se convirtió en una presencia capaz de dar testimonio de su Señor, libre de cualquier pretensión hegemónica de identificar su seguridad con una posesión y con un éxito mundano. Dios purificó a Su pueblo a través de esa dura circunstancia – el exilio – y lo hizo resplandecer en medio de todos.
Recordando que «el cristiano no está apegado a nada más que a Jesús» (don Giussani), ayudémonos a caminar en la memoria de Cristo, obedeciendo al Misterio que nos llama mediante ese testigo extraordinario que es Benedicto XVI. Este es el trabajo de la vida: si lo obviáramos abandonaríamos la tarea del testimonio para la que el Señor ha suscitado el carisma del movimiento en la Iglesia, carisma que, como también he podido comprobar en el Sínodo, sigue despertando curiosidad e interés.
Si seguimos con sencillez – como muchos no dejáis de testimoniarme –, no nos perderemos “lo mejor” que llama a la puerta de nuestra vida cotidiana, como siempre nos recordaba don Giussani: «Hay una promesa dentro de cada batalla, mientras dura la batalla, en cualquier momento de la vida, también en la lucha y la fatiga: la promesa de adentrarnos cada vez más en el Tú; porque “Tú” se dice a alguien presente: “Mi fuerza y mi canto eres tú”».
Un abrazo,
Julián Carrón, pbro.
Milán, 1 de noviembre de 2012
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