Abrir la prensa estos días es como pasar las cuentas de los misterios dolorosos del rosario. El drama de Grecia y de una Europa en crisis profunda. La tragedia de un terremoto que no parece acabar nunca. Además, la insistencia amarga de los titulares sobre «los cuervos en el Vaticano» y las cartas robadas en casa de Benedicto XVI. Si pensamos en la tristeza que embarga al Pontífice es difícil no sentir un dolor que, ciertamente, no se sana con comentarios del tipo «estamos con el Papa, pero es necesario hacer limpieza», ni tampoco – aunque sea cierto – diciendo que «al fin y al cabo la Iglesia está hecha de hombres».
Hombres que se equivocan, por supuesto. Se equivocan allí, en el Vaticano, en el corazón vivo del mundo, en ese pedazo de historia que Cristo ha querido hacer suya para quedarse para siempre entre nosotros, los hombres. Y también aquí, en nuestras pequeñas o grandes circunstancias cotidianas, nos equivocamos. Pecamos y sufrimos por ello. ¿Qué puede permitirnos no sucumbir ante este dolor?
Nuestro pensamiento vuelve al último Editorial de Huellas, a la carta de Julián Carrón publicada en el diario italiano La Repubblica el pasado mes de mayo, que habla de dolor y de errores. De errores de otro genero, pero del mismo «dolor indecible al ver lo que hemos hecho con la gracia que hemos recibido». Impresiona retomarla entre las manos teniendo delante las noticias de estos días, porque de alguna manera las interpreta. Ya sea cuando habla de la raíz del error (dejar prevalecer nuestros proyectos, la búsqueda de una «hegemonía» que es más fuerte que la fascinación por la presencia de Cristo), como cuando indica lo que nos permite no sucumbir: «Como el pueblo de Israel, podemos ser despojados de todo, incluso acabar en el exilio, pero Cristo, que nos ha fascinado, permanece para siempre. No le derrotan nuestras derrotas». Permanece para siempre. ¿Pero dónde?
He aquí la fascinación indestructible de la fe. Delante de esta pregunta – «¿Dónde?» –, la mirada no se pierde en el vacío, puede fijarse en un punto. En un rostro. El del Papa. Nos damos cuenta de que la tabla de salvación está allí, en ese perno a primera vista fragilísimo que, sin embargo, sostiene la fragilidad de todos nosotros, también de los que viven a su lado. Una nada que parece siempre a punto de ser arrollada por la tempestad. Pero que permanece allí, irreductible. Desde su origen. «La casa construida sobre la roca de la fe no se derrumba», ha recordado el mismo Benedicto XVI hace unos días. El yo, la persona generada por la fe, puede temblar pero no se derrumba. Ni ante la crisis ni ante los terremotos. Pedro es la roca de la fe.
Una roca tan tenazmente irreductible como para saber indicar a todos, también en estos tiempos recios, el camino seguro para vivir la familia como un testimonio privilegiado en el hoy de la historia. En la Eucaristía central del Encuentro mundial de las Familias celebrado en Milán, el Pontífice ha recordado que, cuando los esposos viven el matrimonio, no están dando cualquier cosa, sino la vida entera, experimentando la alegría del recibir y del dar, en una entrega que es fecunda para la sociedad. Porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela que hace crecer a la persona, sujeto de esas virtudes sociales que son el respeto a las personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad y el perdón, la creatividad y la solidaridad.
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