Miguel Mañara, El misterio de los santos Inocentes y La Anunciación a María. Hace cien años, París vio la publicación de estas tres grandes obras. Estilos, ritmos, acentos diferentes. Pero un mismo comienzo: la evidencia de un deseo; y un mismo final: una respuesta que acontece imprevisiblemente
¡Formidable aquel 1912 en París! En el número 12 de la decimotercera serie de sus Cahiers de la quinzaine, Péguy publica El misterio de los santos inocentes. En el tomo del primer semestre de la Nouvelle Revue Française aparece La Anunciación a María de Claudel y en el siguiente encontramos el Miguel Mañara de Milosz. No está nada mal, ¿verdad?
Paul Claudel es el mayor de los tres, nacido en 1868, y seguramente el más consolidado en los ambientes literarios de la capital francesa; de formación laica, se convirtió de manera repentina al catolicismo al escuchar el canto de las vísperas en la catedral de Notre Dame de París. Diplomático de carrera, pasa largos períodos en el extranjero, ocupándose de manera meticulosa de su ingente producción teatral y poética; morirá académico de Francia en 1955. Charles Péguy, nacido en 1873, pasa su existencia en el taller de la revista que ha fundado y que con dificultades intenta mantener a flote, a pesar de la indiferencia y el desprecio de quienes le rodean. También él hace poco que ha vuelto a la fe cristiana tras una juventud socialista; pero no se trató de una iluminación imprevista, sino más bien de un largo camino acompañado por la meditación sobre Juana de Arco, la heroína de su Orleans natal, a la que dedica los Misterios; morirá en el campo de batalla en septiembre de 1914. Oscar Milosz, nacido en 1877, proviene de una noble familia lituana; trasladándose a París de pequeño, adoptó el francés como su lengua literaria; se convertirá, tras la Primera Guerra Mundial, en embajador de Lituania tras su independencia; vivió siempre apartado y morirá en 1939 prácticamente en soledad.
Las tres obras de 1912 son completamente independientes y no se pueden encontrar influencias directas de una sobre otra. Existe, sin embargo, algo que las vincula explícitamente y consiste en que todas se definen como misterio; es evidente la intención de los autores de hacer referencia a la cultura medieval, cuando la obra teatral asumía la solemnidad litúrgica que corresponde a los argumentos en cierto modo sacros. Y les une – a pesar de la diferencia de estilo, acento, ambientación y ritmo – el misterio del que tratan, el del amor.
«¿Cómo colmar este abismo?». El punto de partida es la evidencia de un deseo. El joven Miguel Mañara es un ídolo para sus comensales en la rica Sevilla del siglo XVII, porque puede vanagloriarse de una envidiable serie de conquistas femeninas. Él admite haber seducido a mujeres de toda clase y edad; pero sin embargo la insatisfacción lo devora: «¿Cómo colmar este abismo de la vida?». Él, que ha poseído a decenas de mujeres y se ha entregado a Venus, la diosa del amor, ahora la estrangularía «bostezando»: todos los goces a los que se ha entregado no han aplacado su imperioso apetito.
En el prólogo de la Anunciación se presentan las dos figuras cumbre de todo el drama. La joven Violaine está contenta de su existencia: Dios le ha dado todo cuanto una joven como ella pueda desear: una buena familia, un prometido fiel, la certeza de un futuro positivo: «Todo está perfectamente claro, todo está reglamentado de antemano, y yo, estoy muy contenta»; no sabe que el misterio del amor le tiene reservado un camino mucho más profundo y doloroso. Pierre de Craon es el constructor de catedrales; su vocación consiste en sembrar el suelo de Francia de inmensas oraciones de piedra, pero él se resiste, le gustaría poder construir su «pequeña casa entre árboles» y adaptarse a una esposa y a unos hijos: querría el amor en una medida más accesible para él. Por eso ha osado acosar a Violaine, que es tan pura como para resistir sus ataques pero, sobre todo, para mostrarle su compasión con un beso. Con este gesto de piedad contrae la lepra, con la que Pierre se había contagiado en justo castigo por su pecado. En este prólogo el deseo cobra la forma de un amor gratuito y sin límites, puro y universal.
En los Inocentes no hay una historia de amor humano, pero se puede muy bien decir que todo el monólogo de Dios es su declaración de amor para con el hombre. Un hombre marcado por la necesidad de ser salvado; él no lo admite y, es más, lo esconde bajo la presunción de quien cree poder arreglárselas con su propio esfuerzo. Entonces Dios se burla «del hombre que no duerme», es decir, aquél que calcula minuciosamente y proyecta con detalle el mañana, aquel que reflexiona continuamente sobre sus errores y se propone no volver a cometerlos, aquél que analiza su necesidad en lugar de dejar el cumplimiento de la misma en manos de aquel Padre: «El que se abandona, me gusta. El que no se abandona, no me gusta, es así de sencillo. […] Pero yo os conozco, siempre seréis los mismos. Claro que queréis ofrecerme grandes sacrificios, con tal de que podáis escogerlos. Preferís ofrecerme grandes sacrificios, con tal de que no sean los que yo os pido. Antes que ofrecerme otros pequeños que yo os pediría».
Las mejores tropas. La respuesta al deseo es que suceda un acontecimiento imprevisto. Para Miguel se trata de la fúlgida sencillez de Jerónima; estando con ella el libertino empedernido descubre el rostro del amor que siempre había perseguido sin éxito: «Sí, Jerónima, decís verdad; no soy como antes. Vos habéis encendido una lámpara en mi corazón; y heme aquí como el enfermo que se adormece en las tinieblas con las brasas de la fiebre sobre su frente y el hielo del abandono en el corazón, que después se despierta sobresaltado en una bonita habitación en la que todas las cosas están inmersas en la música discreta de la luz. He aquí el lugar de paz que habéis hecho de mi corazón, Jerónima».
Para Violaine se trata del descubrimiento de que debe reflexionar en profundidad sobre su boda con Jacques Hury para que se funde sobre una base más sólida que la correspondencia de los afectos. Besando a Pierre ha contraído la lepra y no quiere ocultárselo a su futuro esposo. Le ofrece y le pide un amor infinitamente distinto: «No puede haber justicia entre nosotros, sino solamente fe y caridad». Jacques no acepta: «No hay que pedirme que comprenda lo que está por encima de mí».
Para el hombre que se afana en lugar de abandonarse, se trata del descubrimiento de que Dios es justamente como aquel padre que esperó al hijo pródigo que huyó de casa; un padre cuyo rigor y justicia se quiebran ante una simple plegaria, un padre que no pide la perfección a sus hijos, sino únicamente una confianza libre: «Oh, ya sé que no son perfectos. Son como son. Son mis mejores tropas. Hay que amar a estas criaturas tal y como son. Cuando se ama a un ser, se le ama como es».
La libertad y la salvación. El acontecimiento encontrado no es una respuesta mecánica a la necesidad de la persona; esto abre en toda su amplitud el drama de la libertad. Miguel ve como la muerte le arrebata a Jerónima, la mujer amada, y debe hacer frente con ánimo a los espíritus malignos que le insinúan que ese amor era sólo un sueño, un paréntesis, y que sería mejor ahora volver a su vida pasada, anterior al encuentro con Jerónima. Miguel debe encontrar un nuevo contexto humano que conserve la belleza de cuanto ha percibido y experimentado; será el monasterio donde pasará el resto de su vida profundizando, transformándolo en universal y purificando el amor de Jerónima que ya ha penetrado en él.
Violaine acepta su destino de leprosa. «¿Acaso el amor en mi corazón sanará? Jamás, mientras exista un alma inmortal para alimentarlo». Así ella, que vive aislada de todo, participa sin barreras en la gran edificación: «Por eso sufre mi corazón: por la cristiandad que se disuelve. El sufrimiento es poderoso cuando es voluntario como el pecado». Su padre, que había ido como peregrino a Tierra Santa para implorar a Dios el bien de la Iglesia, reconocerá que la aceptación sencilla de Violaine ha sido un camino mejor: ¿Por qué atormentarse cuando es tan simple obedecer? Es por eso que Violaine sigue prontamente la mano que toma la suya».
En los Inocentes es Dios mismo quien se encuentra frente a la dificultad de la libertad: «Y cuántas veces cuando sufren tanto en sus pruebas tengo ganas, estoy tentado de ponerles la mano bajo el vientre para sostenerlos en mi ancha mano como un padre que enseña a nadar a su hijo en la corriente del río y que está dividido entre dos sentimientos. Pues por una parte si le sostiene siempre y si le sostiene demasiado el niño se confiará y nunca aprenderá a nadar. Pero por otra, si no le sostiene en el momento justo ese niño beberá un mal trago. Así yo, cuando les enseño a nadar en sus pruebas también estoy dividido entre esos dos sentimientos. Pues si los sostengo siempre y si los sostengo demasiado nunca sabrán nadar ellos solos. Pero si no los sostengo en el momento justo esos pobres hijos quizás beban un mal trago. En eso está la dificultad, que no es pequeña. [...] Por una parte es preciso que consigan la salvación por sí solos. [...] De otro modo no sería interesante. No serían hombres. [...] Por otra parte, no deben dar un mal trago tras sumergirse en la ingratitud del pecado. Tal es el misterio de la libertad del hombre, dice Dios. Y de mi gobierno de él y de su libertad. Si lo sostengo demasiado, ya no es libre y si no lo sostengo lo suficiente, se cae. Si lo sostengo demasiado, expongo su libertad y si no lo sostengo lo suficiente, expongo su salvación: dos bienes desde cierto punto de vista igualmente preciosos. Pues esa salvación tiene un precio infinito. Pero, ¿qué sería una salvación que no fuese libre? [...] Tal es el valor que le damos a la libertad del hombre. Porque yo mismo soy libre, dice Dios, y he creado al hombre a mi imagen y semejanza. [...] La libertad de esta criatura es el reflejo más hermoso que hay en el mundo de la libertad del Creador».
Suprema paradoja. El amor auténtico es siempre fecundo; una fecundidad desbordante, que no es mensurable mediante la reducida contabilidad de los resultados inmediatos.
Es el milagro de Miguel que cura al lisiado Johannes mientras todos se mofan de él a las puertas de la iglesia. Le puede curar porque es el mismo enfermo quien, conmovido por las palabras del fraile predicador, no maldice su condición, sino que da al Autor de su destino de sufrimiento – suprema paradoja – el nombre de «amor».
Es el milagro de Violaine que devuelve la vida a la hija de su hermana, convertida en esposa de Jacques. Que después la asesina porque los ojos de la pequeña han cambiado de color y han adoptado el de quien la ha salvado: ni siquiera ante el milagro está la libertad obligada a decir sí, sino que puede aún oponerse hasta llegar a la violencia.
Es el milagro de la inocencia con la que concluye el misterio de Péguy. Los niños que sufrieron en lugar de Jesús sin ni siquiera conocerlo «no tenían en las comisuras de los labios el pliegue de la amargura y de la ingratitud, esta herida del envejecimiento». Ellos son los únicos que cantan, en el inmenso paraíso de Dios, un «cántico nuevo» y, como avispados pilluelos, juegan al aro con sus coronas de mártires.
OBRAS
LA ANUNCIACIÓN A MARÍA
El tema de este «misterio en cuatro actos» – así lo definió su autor – es la vida como vocación. El amor y el sacrificio unen a los tres protagonistas del drama ambientado a comienzos del siglo XV: la joven Violaine; su sabio y lejano padre, Anne Vercors; y Pierre de Craon, el gran constructor de catedrales. Por un beso, Violaine contrae la lepra de Pierre y se ve obligada a alejarse de su casa y ceder su prometido Jacques a su hermana Mara. Ambos tendrán una hija que morirá. Para resucitar en los brazos de Violaine... (Ediciones Encuentro).
MIGUEL MAÑARA
Mañara es el Don Juan histórico, que entró en el convento tras una vida disipada y murió como un hombre santo. El texto forma parte de una trilogía (junto con Méphisobeth y Pablo de Tarso) que el autor define como «misterios». Cada uno de ellos dedicado a la búsqueda de Dios por parte del hombre. En la vida de Miguel, esta búsqueda pasa por ciertas miradas con las que se encuentra a lo largo de su vida: don Fernando, el lisiado, el abad y Jerónima, la joven mujer y esposa que le inflamó el corazón (Ediciones Encuentro).
EL MISTERIO DE LOS SANTOS INOCENTES
«Sólo la fe en el Espíritu Santo puede hacer hablar así a Dios», escribió Hans Urs von Balthasar. Se trata del tercer «misterio» de Péguy (tras El misterio de la caridad de Juana de Arco y El pórtico del misterio de la segunda virtud), en el que el protagonista es Dios mismo. A quien el poeta hace hablar de la Esperanza (Ediciones Encuentro).
PREGUNTAD A UN PADRE...
Extractos de los escritos de don Luigi Giussani
«Nuestro movimiento nació de este texto: lo utilizaba mucho cuando enseñaba en el liceo (...) Para mí representa la poesía más grande de este siglo. El tema de La Anunciación a María se puede definir del siguiente modo: el amor es lo que crea lo humano en su dimensión plena, es decir, el amor crea la historia de la persona que, a su vez, genera un pueblo».
(de Mis lecturas)
«Moralidad, por tanto, no como capacidad nuestra; no como me veo a mí mismo con mi falso examen de conciencia. No como propósito mío, de mi melancólico voluntarismo. No como autocrítica que siempre debe acabar, si es sincera, en la desesperación porque nunca llega hasta el fondo, porque “nadie puede rehacer aquello que ha hecho mal”, como le dice Jerónima a Miguel Mañara en el drama de Milosz. Moralidad, hemos dicho, como posibilidad de Cristo en nosotros. La energía que actúa en nuestra vida es Cristo».
(de los Ejercicios de la Fraternidad, 1987)
«Es una de las descripciones más bellas de Péguy, cuando habla del padre (...) [“Preguntad a un padre si el mejor momento no es cuando sus hijos comienzan a amarlo como hombres, por él mismo, como hombre, libremente, gratuitamente... Cuando sus hijos comienzan a hacerse hombres... Y a él mismo lo tratan como a un hombre, libre”, de El misterio de los santos inocentes]. De hecho, en una ocasión lancé el eslogan: “No discípulos, sino hijos”. El discípulo es uno que repite las palabras o las maneras; el hijo es uno que, habiendo aprendido, habiendo recibido la raíz, la semilla, cuanto más está en la tierra en la que ha estado plantado, sean cuales sean las condiciones, tanto más se desarrolla como planta, es decir, madura».
(de La autoconciencia del cosmos)
FRASES
«¿Acaso el amor en mi corazón sanará? Jamás, mientras exista un alma inmortal para alimentarlo»
Paul Claudel
«Sí, Jerónima, decís verdad; no soy como antes. Vos habéis encendido una lámpara en mi corazón»
Oscar Milosz
«Oh, ya sé que no son perfectos. Son como son. Cuando se ama a un ser, se le ama como es»
Charles Péguy
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón