Gobernados por algún tipo de máquina y cercados por procesos automáticos, ¿dónde queda nuestra libertad?
Poco a poco, en estos tiempos de crisis y austeridad va emergiendo un cierto sentido de nuestra condición social y política concreta que no se detectaba en tiempos de bonanza, cuando dábamos por supuestas nuestras libertades, pensando que fluían del funcionamiento perfecto de un mecanismo invisible. Por aquel entonces, no pensábamos en este mecanismo – simplemente celebrábamos su eficiencia y considerábamos fenómenos naturales la prosperidad y las libertades, resultado de nuestro hacer de manera “moderna”.
Ahora que las cosas no son tan favorables, hemos detectado más que nunca ese automatismo. Nuestra “libertad” sigue vigente, pero es mucho más contingente. Vemos en televisión las idas y venidas de nuestros líderes y se palpa constantemente cierta fragilidad de lo que antes era obvio, a modo de sentencia sobre nuestro actual uso o abuso de la libertad. Y así, llegamos a concebirnos como gobernados por algún tipo de máquina y cercados por procesos automáticos que dependen de la frágil intervención humana. Si la libertad consiste en poder reconstruir por completo lo que se ha derrumbado, es vital una especial competencia técnica. Vemos que líderes considerados incompetentes son eliminados y reemplazados por silenciosos técnicos, a quien nadie anteriormente consideró como líderes. Nuestra incapacidad para comprender lo que está pasando mostraría la urgencia de estos técnicos. Queda implícito que se trata de un fenómeno profundamente racional, mientras que nosotros, el pueblo llano, somos de otra manera. Nos vemos obligados a confiar en las estrategias de nuestros líderes para restablecer nuestras libertades. Esto va mucho más allá que lo que pensábamos que era la democracia.
Pero la maquinaria sigue sin funcionar bien, y es difícil decir si esto tiene que ver con quienes la manejan o con la máquina misma. La máquina es un misterio, un poder divino controlado por una hiper-racionalidad que el hombre puede sólo vagamente intuir. Si aplacamos a este dios con sacrificios, puede que responda mirándonos con amabilidad. Se intenta algo y durante un breve período de tiempo hay esperanza. Pero entonces la noticia vuelve de nuevo: ha fracasado, hay que esforzarse más.
En nuestro impulso hacia adelante hacia una época más “moderna”, más mecanicista, más “racional”, hemos perdido algo, tanto a nivel del ser humano como al nivel de la colectividad. El ser humano ya no puede interceder ante el poder omnipotente, sino que debe esperar que otro, probablemente alguien que ha sido entrenado para ello en lugar de haber sido elegido, lo haga en nombre de todos. Esta intercesión colectiva se lleva a cabo con cautela, con una esperanza y una comprensión sólo parciales. En realidad, no es un proceso racional, sino una súplica de tinte irracional dirigida a un saber superior.
Meditando sobre ello, conseguimos tener acceso a algo que en los buenos tiempos era tal vez inalcanzable: comprender lo que los antiguos querían decir cuando, como el escritor Padraig Pearse, inspiración fundacional de la moderna República de Irlanda, se referían a la nación como entidad espiritual. La libertad, decía Pearse, era una “necesidad espiritual”, que no puede cederse o eliminarse sin graves consecuencias negativas. Con esto se refería a la libertad de aplicar a la realidad una forma superior de la razón, en la que la confianza en el Creador del universo se convierte en total, trascendiendo los propios intentos experimentales del hombre. Quería decir que la libertad era algo que debía entenderse como dado – antes que el hombre, antes que las máquinas creadas por el hombre, antes que la matemática, la lógica y las leyes –, y era algo absoluto. Por eso, cualquier intento de escapar a esta verdad terminaría en desastre.
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