La novela de José Ángel González Sainz se interroga acerca de la realidad y de su significado a partir de la relación paterno filial. Nuestra actitud ante la realidad pasa por los ojos, camino de entrada y salida entre el mundo y nuestra intransferible libertad
¿Hay algo real, que se puede ver, con lo que estoy llamado a hacer las cuentas permanentemente, algo real que no se deja, en última instancia, manipular? ¿Cuál es la posición adecuada del hombre ante la realidad?
Se trata de una pregunta que es planteada al lector porque se impone en el camino de todo hombre. Tampoco el protagonista de la novela, que tenazmente afirma la consistencia de la realidad, puede evitar esta cuestión. Y, por ello, al mismo tiempo que descubre la solidez de las cosas:
«Será que lo que permanece, se dijo, que lo que siempre es igual por muchos cambios que se puedan producir, como decía su padre o decían que decía su padre, es lo que en el fondo más libera»1.
No puede evitar preguntarse por su consistencia real:
«¿quieren decir algo las cosas, o simplemente suceden y somos nosotros los que imploramos que algo nos hable?»2.
¿Qué dice la realidad? ¿A qué introduce?
«Como si de lo que es siempre lo mismo y lo más sencillo brotara permanentemente la potencia inagotable de las preguntas a las que, por más que no hagamos en la vida otra cosa que intentar responder, menos podemos responder»3.
Para intentar responder a estas preguntas, el autor nos introduce en la historia de una familia, la familia de Felipe Díaz Carrión. Una historia que no comienza con él, sino que encuentra su raíz en la figura de Felipe Díaz, el padre del protagonista, asesinado injustamente en el contexto de la guerra civil española.
Esta figura se erige, a lo largo de las páginas, como criterio personal a la hora de afrontar la vida. Cumple, hasta el fondo, la tarea propia de la paternidad, introduciendo a su hijo en la realidad. Y no lo hace a través de un discurso o una reflexión, sino concretamente, comunicando la herencia del asombro:
«Los maizales del lado del río, aunque tuvieran algunas hojas verdes, estaban ya casi secos, y las hojas de los chopos habían empezado a cobrar ya esos tonos amarillentos que enseguida serían dorados y que, desde que tenía uso de razón, siempre le habían alegrado los ratos como sólo alegra la verdadera belleza, esa que es eterna cada vez que se ve. Mira, Felipe, mira qué esplendor, recordaba que le decía su padre con el tono más certero que cabía imaginar y lleno además de un asombro que él había querido transmitir también a sus hijos, como si eso, el tono, el tono del asombro, pudiera figurar entre lo mejor de una herencia»4.
Esta herencia ha sido asumida en primera persona por Felipe Díaz Carrión. Él, como su padre, la ha vivido en primera persona y la ha expresado en su relación con la tierra, siendo el camino que lleva desde su casa hasta la huerta expresión de su vínculo con la realidad y su significado. Ese camino, en efecto,
«enlazaba, sí, pero mucho más que dos puntos, mucho más que un punto de partida y uno de llegada, que su casa en el arrabal y su casilla de labranza en la huerta o al revés; enlazaba su ánimo interior – su alma, decía él a veces – con el mundo, y tal vez hasta con algo que estaba muy por encima o por debajo de ambos»5.
Este vínculo con la realidad encuentra en mirar y ver su modalidad expresiva al alcance de todos los hombres. Se trata de vivir con los ojos todo lo abiertos que se pueda:
«¿Leído yo?, solía objetar entonces; hombre, leer, lo que se dice leer, algo habré leído – y señalaba si estaba en casa sus dos o tres rimeros de libros leídos por lo que podía verse y vueltos a leer con minucia –, pero lo que he hecho más bien es escuchar, escuchar a mi padre que en paz descanse lo poco que pude escucharle y escuchar a quien se terciara; escuchar y sobre todo ver, remachaba, mirar con los ojos todo lo abiertos que he podido o me han dejado»6.
Escuchar, mirar y ver: he aquí la clave de una posición del corazón humano que se sabe dependiente, que es consciente de que no es la fuente de la realidad y de que, por tanto, no puede erigirse en criterio del bien y del mal.
Como Felipe Díaz recibió de su padre en herencia el asombro y la sed de ver, así él desea comunicarlo a sus hijos. Y en esta transmisión de la herencia entra en juego no sólo la libertad del padre que dona, sino también la libertad de los hijos que han de acoger.
En este punto la novela presenta, con la crudeza propia de la tragedia del terrorismo ideológico, la alternativa radical entre el hermano mayor y el hermano menor. Una pareja de hermanos que, en cierto modo, recuerda a los de la célebre parábola evangélica del hijo pródigo (cf. Lc 15), pues también en aquel caso más incluso que la coherencia moral, estaba en juego la posición del corazón respecto a la realidad.
El hijo mayor, Juanjo, y en esto es secundado por su madre Asun, rechaza la herencia de los ojos abiertos y elige el camino de los ojos torvos:
«Veía pues a su hijo, veía sus ojos torvos antes de que le diera la espalda cuando estaba con los de los ojos torvos»7.
¿A dónde conduce ese camino? El texto lo expone con claridad: a la violencia y a la pérdida de identidad.
Juanjo, en efecto, en una acalorada discusión con su padre, arroja toda la violencia que lleva dentro, la violencia ideológica de quien rechaza ser obra de otro, de quien se piensa origen de sí:
«Se trataba también, junto a todo ello, de un desahogo cada vez más acerbadamente violento por parte de su hijo en el que, ante el asombro cada vez más afligido y alarmado del padre, no cesó de hacerle reproches y achacarle culpas, de lanzarle acusaciones y pedirle amargamente cuentas (…) la culpa de que él hubiera nacido justamente de quien había nacido y de tener un padre que era un don nadie que no era nada y era un fascistón de tomo y lomo»8.
En su elección, el hermano mayor arrastra a su madre. A través de ella no sólo percibimos el drama de quien se va poco a poco separando de la persona amada, sino que se nos muestra el resultado final de la parábola. La ideología, en efecto, tiene ese extraño poder de cancelar existencialmente el rostro del hombre. Asun ya no es la mujer a la que Felipe amó. Las páginas en las que se describe su encuentro de amor en la huerta son ciertamente notables y, en parte, recuerdan al jardín del Edén, pues sólo al final se dieron “cuenta de que estaban desnudos”9. Pero ya nada queda de aquella mujer. Cuando ve la sonrisa de su mujer en la foto del periódico, Felipe piensa:
«No era la suya, era lo primero que se le ocurría pensar, o más bien no era la suya de cuando ella era la que había conocido, sino que a lo que más se parecía era a la sonrisa de su hijo la última vez que se podría decir que habló»10.
La ruptura entre madre e hijo, por una parte, y padre, por otra, entre ojos torvos y ojos abiertos, entre violencia y asombro, es inevitable y se percibe, precisamente, en cómo ven y juzgan la realidad:
«Hablaba [su mujer] cada vez más a menudo, eso sí, como por otra parte también su hijo mayor, de esos atentados – o acciones, según decía el hijo – contra gentes cuya dignidad humana él se daba cuenta de que, aunque no alcanzase a comprender la razón, siempre aparecía cancelada de antemano en sus palabras por un rencor y una malevolencia para él inexplicables por más explicaciones que se empeñaran ambos en darle»11.
Ante el estallido de violencia del hijo, que precede a su abandono de la casa para aventurarse definitivamente en el mundo del terrorismo que le conducirá al abismo del asesinato y a la cárcel, Felipe reacciona y afirma con todo su ser el principio de realidad. Estamos ante una afirmación posible para cualquier hombre, por mezquino y pobretón que se le considere. Una afirmación del principio de realidad que constituye juicio moral y, por tanto, criterio de acción:
«¿sabes lo que te digo?, que tu padre será verdad que no sabe muchas cosas y que es todo lo pobretón y lo poca cosa que tú quieras, pero hay algo que sí que sabe y es esto: que unas cosas son justas en esta vida y otras son injustas; que unas cosas son atinadas y otras un completo desatino se mire por donde se mire; que unas, como en el campo, crecen sanas y da gusto verlas, y otras en cambio crecen esmirriadas o llenas de plagas por todos lados que parece como si las atrajeran, y que unas suelen traer aparejado el bien general y otras no acaban acarreando más que calamidades y atrocidades a todo el mundo. Que unas cosas son verdad, verdad de la buena, y otras nada más que puras monsergas y malas fantasmagorías (…) Las lindes entre unas y otras es verdad que, en ocasiones, más que enrevesados y correderos, pueden ser hasta escondidizos, como decía mi padre o decían que decía, que a veces parece que están en un sitio y otras en otro y muchas lo que parece es que no estén ni en uno ni en otro, pero cada cosa, como cada prado y cada huerta, por grande que sea, tiene al cabo indefectiblemente sus lindes y para cada cosa hay un límite»12.
Pero la historia de la familia de Felipe no acaba con el rechazo y la ruptura con su mujer y su hijo mayor. Contrapunto eficaz y discreto de dicha ruptura, es la relación con el hijo menor, que lleva su propio nombre y el de su padre. Un hijo que ha acogido en primera persona el asombro como modo de relación con la realidad, y que comparte dicho asombro con su padre:
«Ver algo, pensaba el padre o el hijo o bien podía pensarse, ver una planta por ejemplo o una flor, y darle un nombre; verlo ahí, entre tantas otras cosas iguales o parecidas o bien completamente distintas y aun contrarias, y tratar de distinguirlo, de buscar una correspondencia con lo que ya otras veces se ha distinguido o está incluso discernido para siempre; ver algo y tomar nota para que no se olvide, verlo y formular una hipótesis sobre lo que se ha visto y después confirmarla o bien desecharla e ir así dando un paso y otro con los ojos abiertos; ver y ya luego constatar, y atenerse a ello, hacerse cargo. Les producía una felicidad extraña encontrar una correspondencia, verificar una adecuación, asignar un nombre, ver que entre las palabras y las cosas a veces no hay riña ni zancadilla ni altercado, sino una ampliación del espacio de lo que está al alcance, una extensión de la mirada»13.
Ambos son hijos. El mismo principio de realidad que hace gozar a Felipe viendo la apertura de los ojos de su hijo menor, le impide considerar la tragedia violenta de su hijo mayor como algo ajeno. Incluso cuando llega la ruptura definitiva.
Dicha ruptura se muestra con claridad en la visita que Felipe le hace en la cárcel, una ruptura que tiene los visos de lo definitivo, pues el cristal del locutorio, que impide a Juanjo descargar físicamente su violencia contra su padre,
«separaba definitivamente el tiempo en dos y el mundo en dos y hasta tal vez, si ello fuera posible, el infinito o lo definitivo también en dos»14.
Hasta tal punto no se considera ajeno a la violencia del hijo, que Felipe se pregunta por su responsabilidad en ella:
«Había sido en realidad también una culpa y su no haber actuado y emprendido y llevado la iniciativa, su no haber actuado y haber levantado la voz y peleado lo suficiente, lo hacían tan culpable de alguna forma como a su hijo»15.
Ante el desconcierto radical que provoca la violencia a la que ha conducido la ideología a su hijo mayor, el hijo menor acompaña a su padre, y le acompaña al único lugar que puede, de algún modo, devolverle a sí mismo, la realidad:
«Sabía que le tenía que dejar un poco a su aire, que le tenía que dejar un poco a solas por donde su padre estuviera seguro de hallar algo de él que hubiese permanecido si no indemne, por lo menos inmutable en lo más hondo, o bien algo – algo que podía ser su mundo o Dios o sus propios adentros – que él pudiera escuchar o le hablase como a lo mejor hablan las cosas y no sólo nuestro deseo de que algo nos hable»16.
Es, en efecto, la adhesión a la realidad lo que salva a Felipe de caer en la desesperación ante el mal de su hijo y suicidarse. A los pies del despeñadero desde el que fue arrojado su padre, tragedia recordada por una cruz de piedra en la está escrito el nombre – Felipe Díaz, que es también su propio nombre y el nombre de su hijo menor –, Felipe vuelve a abrir los ojos todo lo que daban de sí, vuelve a permitir que le invada ese liberatorio asombro inaugural que es la relación con la realidad, de la que el abrazo de su hijo es signo potente. Esa relación que permite que las palabras clamen su significado:
«Todo le mostraba allí su exacto reverso, y fue entonces cuando abrió los ojos todo lo que daban de sí para que le cupiera en ellos el espacio entero a la redonda, para que le cupiera el camino y aquella inmensidad y le cupiera incluso la extensión entera del tiempo con todas sus vicisitudes, a la vez que aspiraba todo el aire que podía entrar en sus pulmones como decían que había hecho su padre. El vértigo de la desaparición le hizo tambalearse levemente un instante aún sobre la linde del despeñadero y, acto seguido, con toda aquella amplitud en los ojos, con el aliento de lo eterno que le ascendía del camino y una extraña piedad por cuanto permanecía impenetrable, dio un atónito paso, uno solo, pero no adelante hacia el abismo, sino atrás, hacia la tierra firme, seguido al rato de otro y luego otro más llenos de un liberatorio asombro inaugural y, al echar la vista a un lado atraído por unos gritos que habían empezado a llegarle, vio también, como el fondo de todo aquel extrañamente indomeñable alrededor y sobre todo de todo aquel indomable abrir los ojos, a su hijo Felipe, Felipe Díaz, también él, que corría jadeando a más no poder hasta él para abrazarle.
Tampoco en aquella ocasión dijo nada, pero de pronto – están las granadas abiertas abajo y rojas como nunca en toda su sazón, le oyó decir al poco a su hijo – tuvo la seguridad de que, si pronunciaba alguna frase y se ponía a decir algo, por bajo que lo hiciera o aunque fuese en alto, las palabras habrían vuelto a adquirir todo el significado cuya restitución hasta ellas mismas estaban clamando a gritos»17.
Notas:
1 Ibid., 14.
2 Ibíd., 17. ¿Quiere decir algo esto?, ¿nos dicen algo las cosas y no sólo nuestra necesidad de implorar que algo nos hable?, 152.
3 Ibíd., 98.
4 Ibíd., 101-102.
5 Ibíd., 23.
6 Ibíd., 89.
7 Ibíd., 30.
8 Ibíd., 38-39.
9 Ibíd., 76-81.
1 Ibíd., 75.
11 Ibíd., 34-35.
12 Ibíd., 39-40. Cf. también 56-57: su perseverancia en la manifestación de solidaridad con el empresario secuestrado responde a las mismas razones que da al hijo, expresadas además con idénticas palabras.
13 Ibíd., 46-47.
14 Ibíd., 133.
15 Ibíd., 148.
16 Ibíd., 117.
17 Ibíd., 153-154.
J. A. González Sainz
Ojos que no ven
Anagrama, Barcelona 2010
pp. 160 – 15,00 €
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón