Havel y Hitchens. Muerte (y vida) de dos protagonistas de nuestro tiempo que se dirigen a nosotros
A mediados de septiembre murieron dos personas cuyas vidas y aportaciones a nuestra historia se prestan a un interesante examen. Uno de ellos era Václav Havel, dramaturgo y filósofo, antiguo disidente checoslovaco y, posteriormente, presidente de Checoslovaquia y después de la República Checa. El otro era Christopher Hitchens, periodista y escritor, sobradamente conocido por su agudo sarcasmo y su postura ásperamente anticlerical, y en particular por su libro: Dios no es bueno. Alegato contra la religión, publicado en el 2007.
Conocí a ambos personalmente aquí en Irlanda: a Havel en 1996, con ocasión de una visita oficial como presidente de la República Checa, y a Hitchens en 2007, presentando junto a él su libro en el Festival de los escritores de Dublín.
Václav Havel ha sido en mi opinión la figura europea más grande de nuestro tiempo, pensador y hombre de acción, que combinaba estas dos funciones de una forma que lo hace prácticamente único en la historia de la literatura o, mejor, en la historia en general. Havel era un caso extremamente raro en la vida pública de nuestro mundo moderno: un disidente y un filósofo llamado a asumir funciones de gobierno, un encarnizado e intrépido opositor del comunismo que declaraba: «Mi corazón está a la izquierda», pero que dedicó su vida a combatir la ideología comunista y, aún con mayor determinación, a despertar la conciencia de lo absurdo de toda utopía. En sus ensayos, que gozan de gran fama – como el Poder de los sin poder o La política y el conocimiento, ambos escritos al mismo tiempo, años antes de la “revolución de terciopelo” de 1989 en Praga – Havel identificaba en la sociedad moderna la necesidad de lo que él mismo definía como «política post-política», donde la política ya no se entiende como una tecnología del poder, sino como el medio para hacer posible una vida humana cargada de sentido. Esto exige, según él, una «revolución existencial» que implique la totalidad del hombre en su ser. Y esta revolución era para él tan urgente en las democracias occidentales libres como en el bloque comunista, que, como él mismo escribió, no era lo contrario de la civilización occidental, sino su «imagen reflejada en un espejo convexo»: una distorsión que permitía observar más claramente análogas condiciones antihumanas. Pero Havel trataba ante todo de presentar el hombre en su condición integral: no sólo como un ciudadano/consumidor/trabajador, sino como un ser movido por preguntas y deseos, que alza la mirada esperanzada hacia el horizonte.
El escritor alemán Heinrich Böll ha observado que Havel evitaba usar la palabra “Dios”, y suponía que eso venía de una especie de «gentileza hacia Dios», cuyo nombre, según Havel, había sido «pisoteado por los políticos» durante mucho tiempo.
Pero, como añade perspicazmente Böll, Cristo era bien visible en los escritos de Havel.
Christopher Hitchens era un tipo de hombre distinto, en cierto sentido no menos brillante e igual de famoso; pero profundamente distinto.
Dos noches antes de nuestro debate de 2007, participamos en una cena invitados por los organizadores del festival. Me esperaba una gran asistencia, pero en realidad había pocos comensales, y me encontré sentado justo enfrente de Hitchens. Evitó durante toda la cena mirarme o dirigirme la palabra, tal vez por miedo de alentar esa “disposición al combate” que domina a menudo estos encuentros. No puedo decir que me gustase mucho, pero no obstante quedé fascinado por su monólogo prácticamente ininterrumpido, y me impresionó su capacidad de recitar de memoria perfectamente varias poesías del gran escritor irlandés William Butler Yeats.
Durante el debate de ese domingo mantuvimos posiciones casi opuestas; Hitchens pasó la mayor parte del tiempo arremetiendo contra las religiones organizadas, mientras yo trataba de entrar en el discurso refiriéndome a los impulsos y deseos fundamentales que empujan al ser humano a intuir que lo que vemos con nuestros ojos no es el final de todo. En un momento determinado, me dijo: «No sé a qué religión se supone que perteneces, pero seguro que no es una religión que yo reconozca como válida». Le contesté que era una verdadera lástima que se hubiese pasado tanto tiempo encerrado en su estudio escribiendo sobre fundamentalistas y fanáticos, para después salir y no encontrar ni rastro de ellos…
La semana pasada leí una nota sobre nuestro encuentro que había escrito nuestro moderador de entonces. Afirmaba que mis argumentos eran «emotivos» mientras que los de Hitchens eran «lógicos». Quizás podía dar esa impresión, pero sólo en cuanto esos términos son malentendidos en nuestra cultura. Las “emociones” forman parte de lo que llamamos razón, mientras para Hitchens la idea de razón abarcaba sólo una lógica tridimensional, dejando cuidadosamente de lado las preocupaciones y las ideas más profundas que llevan a los seres humanos mucho más lejos de lo que permite nuestra cultura positivista.
Christopher Hitchens puso de manifiesto la necesidad que la sociedad moderna tiene de afirmar sus propias conclusiones positivistas. Y lo hizo muy bien: poniendo en ridículo una idea de la fe que, con anterioridad ya había sido reducida, y que verdaderamente en muchas circunstancias había sido tan dañina como el afirmaba. Hitchens fue el príncipe del positivismo, alguien excepcional en una manera de pensar que eleva los demostrable sobre lo deseable, lo conocible sobre lo que se puede intuir y la astuta estratagema de la lógica sobre la naturaleza del deseo humano.
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