En el país de la lucha contra los narcos y de soldados jóvencisimos con ametralladoras por las calles, te encuentras con gente que «está contenta, y se ve». Desde las aulas de tres escuelas hasta Davian, que a los 15 años se «inventa» unas vacaciones de GS (pasando por una fábrica, un happening y mucho más). Un viaje por una amistad que nació de un artículo publicado en una revista, y que hoy está en pleno auge
Ladrillos rojos y un cielo azul surcado por nubes grises y negras. Te quedas mirando las filas de niños que descienden ordenadamente de los autobuses para que los profesores los reciban en el patio, y piensas por un momento que estás en otro lugar. En Irlanda, quizá. O en un colegio inglés. Tienes que mirar alrededor y contemplar el panorama para recordar de golpe dónde estás realmente: Bogotá, Colombia. Un mar de casas y vidas que se extiende a lo largo de cincuenta kilómetros, en una zona de treinta de ancho. Diez veces Milán, elevada sobre un altiplano a dos mil seiscientos metros de altura, donde se hacinan diez millones de personas, que se dividen en dos entre el Norte rico y el Sur pobre (las calles nacen a partir de ahí, de esa línea imaginaria que separa los dos mundos) y con una fama cargada de problemas: los narcos, la guerrilla, las bandas criminales, las calles por las que no puedes transitar a partir de cierta hora porque corres el riesgo de sufrir un ataque o, peor aún, un secuestro. Todo puede pasar, aunque ahora el clima se ha tranquilizado un poco. Pero vistas desde aquí parecen cosas lejanas. Lo que te atrapa de inmediato aquí es la mirada de esos chicos y maestros. Están contentos, salta a la vista.
Aquí es la Alessandro Volta, escuela italiana de la zona de Usaquén, en el Norte. Imparte el ciclo completo, hasta el liceo. Te lleva poco tiempo entender que es el corazón del movimiento en Colombia. Y aún menos darte cuenta de que, tras la imponencia de sus muros, de esta estructura que se abrió hace sólo siete años, que acoge actualmente a 420 niños y tiene espacio para otros trescientos, las aulas, las palestras, el auditorio donde se ensaya la función de Navidad, el campo de fútbol, se impone otra cosa. Una belleza aún mayor. Esa imagen de los rostros soñolientos y asombrados de los más pequeños, que a las siete de la mañana son recibidos en el atrio para los buenos días, cinco minutos y tres ideas sencillas (el argumento de esta mañana es san Ambrosio) con Marco Valera, 62 años, en Colombia desde hace ocho, y responsable de la comunidad. Y esa otra con los rostros de la directora, Patrizia, y de los profesores, en gran parte llegados desde Italia. O la que descubres en los corazones de niños como Mariana, que a sus nueve años devora los libros y que el otro día, después de una nota dictada por la maestra Marta, le escribió una carta: «Yo sólo puedo hablar contigo, con mi mamá y con mi hermana pequeña. Si puedes, ven a verme». O la de Isabelita, que toca el piano, que gracias a la maestra Benedetta conoció a Maria Judina y que ahora quiere dedicarse por completo a la música. O la de Juliana, que a los 15 años te cuenta su historia con la lucidez de una persona adulta. Hija de protestantes, llegó al Volta por sus orígenes italianos. «Aquí tuve por primera vez una amiga atea. Y entré en crisis: o ella tiene razón, o la tengo yo. Las ideas ya no me bastaban». Pero también encontró rostros. Como el de una profesora que la invitó a unas vacaciones. Después, cuando aquella maestra volvió a Italia, conoció a una segunda profesora. Y a una tercera. «Todas son felices, del mismo modo. Me preguntaba: ¿por qué? ¿Porque son italianas? Imposible. ¿Y qué hacen aquí? ¿Por qué están aquí para mí?». En el fondo de estos «porqués», descubrió la raíz: «Entendí que era por el movimiento. Y que eso era lo más bonito que podía sucederme en la vida». Lo dice tal cual, textualmente. Y lo hace «con todo el drama que supone para mí el vínculo con mi tradición, que es algo que me importa mucho. Pero lo que he encontrado es tan bello que tiene que ser verdadero».
Lo más bonito. Podrías terminar aquí. Porque todo lo que verás después, con mil formas y rostros, será el mismo hecho. Hombres y mujeres atrapados por la «cosa más bonita que te puede suceder en la vida»: el encuentro con Cristo. Pero ver cómo cambia y hace florecer la humanidad es un espectáculo que no te puedes perder, nunca. Lo único por lo que vale la pena vivir. Y lo verás continuamente, por todas partes. Dejas el Volta teniendo más claro lo que te había dicho antes Marco: «Esta escuela es la comprobación de que nuestra experiencia es verdadera. Puede comunicarse y educar a vivir toda la propia humanidad. Y así puede contribuir a cambiar el mundo». Y lo que te dice en su despacho Patrizia, una mujer de los Memores Domini que llegó aquí hace doce años para acompañar a una amiga y que es actualmente la directora de la escuela: «Hace poco tuve una reunión con los padres. Me dijeron lo mismo que me dicen muchas veces cuando nos visitan: “No es un cuento eso de que deseáis la felicidad de los chicos. Se ve que es así. Este es un lugar de esperanza”».
Impresiona pensar cómo llegó hasta aquí esta esperanza. Por casualidad, dirías al releer una historia que empieza a finales de los años ochenta. Un grupito de universitarios, más o menos católico-comunistas, se reunían para discutir sobre fe y cultura. Uno de ellos se encuentra en 30Días con un artículo de don Giussani. Circulan las fotocopias y una pregunta: « ¿Pero qué es eso de CL?». Se ponen en contacto y tienen la oportunidad de conocer a monseñor Filippo Santoro, que precisamente a los pocos días sería nombrado arzobispo de Taranto, y en aquel momento era responsable del movimiento para América Latina.
«Me sentía como si estuviera en el lugar equivocado», relata Doris, que también pertenece a los Memores Domini y es profesora del Volta, que estuvo en ese encuentro: «Sólo dije: me ha invitado mi hermana, pero yo no soy una intelectual. Este movimiento no es para mí. Y él me contestó: “CL no es un discurso, es una vida”». Algunos se marcharon, otros se quedaron. Se unieron al padre Alberto, un religioso camilo que vivía en Bogotá. Y mientras tanto en Medellín, la ciudad del “cartel” de la droga, aterriza desde Milán don Carlo d’Imporzano, para dar clase en la universidad. Es el auténtico inicio. «Recuerdo una de las primeras vacaciones, en el 90», dice Doris: «Estaban juntos don Carlo D’Imporzano y don Filippo Santoro. Ambos me conmovían por su forma de mirarnos, de tomarnos en serio, de querernos. Era un afecto que nunca antes había conocido. Y luego los cantos: bellísimos». Nace la casa de los Memores Domini: Chiara, Anna y las primeras colombianas… Y la escuela, el objetivo inmediato de don Carlo. «Siempre decía: si queremos incidir, debemos educar», cuenta Marco, quien también llegó desde Milán para acompañarle y sustituirle después, en el momento en que don Carlo parte hacia la China: «También allí donde se forma la clase dirigente».
«Sí, me he equivocado». También, pero no sólo. Subes en coche hacia las colinas, en la zona de Juan Rey. Cambia el paisaje. Casas en ruinas y agujeros en las calles. Autobuses locos y zonas que debes evitar a partir de cierta hora. Sin embargo, es precisamente eso lo que te impresiona al cruzar el portón del colegio San Riccardo Pampuri, lo mismo que habías captado a simple vista arriba, en la zona más rica. Todo nace de aquí, tiene el mismo aspecto que los barrios de alrededor: los colores, las personas, los rostros de los trabajadores… No hay nada extraño en el ambiente. Sin embargo este lugar tiene un rasgo suyo, inconfundible. Como si algo hubiera transformado su naturaleza. Lo ves por el orden, por la belleza, por la riqueza de un lugar donde, además de los niños que vienen a clase, al apoyo escolar o sólo a comer («se sirven mil cuatrocientas comidas al día y para muchos es la única», te explican), hay cursos de costura y panadería para las madres, acogida de ancianos y escuela de padres. Pero sobre todo lo ves por el modo de tratar a los demás. Por las vidas que renacen, como esa «madre de tres hijos secuestrada por la guerrilla, fugada, recuperada», te cuenta Luz Mary, la directora: «Mataron a su marido delante de sus ojos. Ha sido víctima de las cosas más inhumanas. Se quedó embarazada. Cuando nació el niño y se lo pusieron en los brazos, pensó: es mi hijo, no puedo abandonarlo. Necesitaba ayuda y ahora aquel hijo está aquí». O Felipe, un chico difícil que hace unos días le tiró algo a una maestra. Luz Mary le tuvo en su despacho toda la mañana: «Vas a estar aquí hasta que te des cuenta de lo que has hecho. Pasaron horas, pero al final dijo: sí, me he equivocado. Le cambió la cara, se sentía liberado».
El cambio. En el fondo este es el signo más potente. Incluso cuando sólo te lo cuentan. Hoy no hay niños, las clases han terminado. Pero es la comida de Navidad de los maestros. Oyes a María, que habla de una «belleza que te rescata» y de «mi humanidad que crece con ellos». Lidia, que confiesa que llevaba «una amargura dentro, cuando empecé a trabajar aquí: ahora me ha cambiado la cara». Y después Lilia, Migdalia... Gente de por aquí. Tomada y convertida en «instrumento en las manos de Otro», como dice Luz Mary: «Cuando el Señor toca las fibras más verdaderas del hombre, algo sucede».
Un problema de espíritu. Sucede también por la noche, al escuchar los testimonios de otros amigos. Tema: la fraternidad. Que aquí, por muchos motivos, es una cuestión decisiva. «Es distinto encontrar un lugar que encontrar el lugar», te dice Catalina, que da clase de música y ha tenido que cerrar su escuela: «Dios me ha regalado una crisis profunda. De trabajo y personal. Los amigos han sido Su rostro concreto. Dos años de dificultades no han podido conmigo. Es más, me han hecho encontrar lo que verdaderamente es importante en la vida: Cristo». Son muchos los que hablan de una simplificación radical, que ayuda «a mirar lo que hay que mirar y seguir lo que hay que seguir», como dice Luisa. Y de algo que está sucediendo también aquí, como en otros países de América Latina. «Ya conocía el discurso del movimiento: la jerga, todo», dice Felipe: «Pero no hacía experiencia». Y si preguntas qué es lo que permite ahora hacer experiencia, todos responden indicando dos factores: la amistad y la Escuela de Comunidad. Decisiva en todas partes, pero paradójicamente aún más aquí, donde «el aspecto emotivo es muy fuerte y una estabilidad en el juicio, en el uso de la razón, resulta difícil», observa Patrizia: «Hace falta más tiempo para que uno se quede con nosotros. Pero debo decir que en estos años la solidez ha crecido».
No sólo en Bogotá. Navegas por el mapa, te hablan de otros lugares que no verás. Cartagena, en el Caribe, Cartago, Manizales. A Villavicencio, sin embargo, se puede ir, da tiempo. Tres horas de coche entre las montañas, un paisaje que recuerda a Suiza si no fuera por las casas en ruinas en lugar de los chalés y por los militares en las calles. Muchos. Continuamente. Caras infantiles y armas bajo el brazo mientras con el pulgar te señalan que todo está ok, puedes seguir adelante. «Hasta hace unos años no se podía ir por este camino, teníamos que ir a Villavicencio en avión», cuenta Marco: «Media hora de vuelo, pero te ahorrabas el peligro de ser secuestrado». Sales del último túnel y la vista cambia de golpe. Un mar verde, los ojos se pierden en el horizonte, en esa línea recta donde cielo y tierra se encuentran. Es El Llano, la Gran Llanura: por el noreste va hacia Venezuela, por el sur avanza hacia Brasil y la Amazonia. De pronto paramos para echar un vistazo al Miguel Magoni, otra escuela infantil que se puso en marcha hace poco. «El obispo, que nos tiene un gran afecto, nos pidió: ¿por qué no hacéis algo también aquí?», explica Marco. Un barrio realmente peligroso, que en los últimos años se ha llenado de prófugos de la guerrilla. «Era una especie de pantano», dice Luz Mary: «Cuatro palos, una choza, y nos vinimos aquí a vivir». Ahora están las casas. Y la guardería. Vacía también hoy. Pero también aquí basta girar la cabeza para hacerse una idea y ver la diferencia.
La misma diferencia que Melquisedec vislumbró en su fábrica de lácteos, en Cumaral, pocos kilómetros más allá. Te cuenta la historia delante de un dulce tres leches, debajo de un toldo. Vendía leche a un productor de queso. «La fábrica quebró. Me encontré sin clientes e intentamos comprarla». Entre tanto, conoció el movimiento, fue uno de los primeros. Él también recuerda aquella fotocopia del 30 Días. «Yo era de los Cursillos. Pero estaba en crisis, porque no me servía para la vida. Por una parte estaba la fe, por otra la fábrica. Al ver aquella publicación me quedé de piedra: ¿una revista católica que habla de Pasolini? ¿Pero quiénes son estos?». Preguntó. Vio. Y decidió. «Sentí una correspondencia al ver cómo se puede seguir a la Iglesia razonablemente». Y hubo cambios. Hasta en los detalles. «Al principio don Carlo venía a la fábrica y yo lo veía salir triste. No sabía por qué. Yo le hablaba del movimiento: los encuentros, las reuniones… Y él: enséñame tu lugar de trabajo. Un día, después de una visita, le dije: lo sé, está desordenado, no somos muy organizados. Creo que tenemos un problema de formación del personal. Y él: no, Melco, es un problema de espíritu». De fe. «Me he pasado días enteros preguntándome qué querría decir. Un día estaba allí sentado y vi un balde en el suelo, volcado. Todos pasaban y ninguno lo recogía. Me llamaron para una reunión y cuando volví el balde seguía allí. Me dije: ¿cómo es posible que todos pasen por aquí, yo incluido, y ese balde siga ahí? Entonces lo entendí». ¿Qué? «Si no hay un sujeto, si no estoy yo que me doy cuenta de que el balde está ahí, no hago un camino humano. Me dije: don Giussani debe servirme para hacer el queso. Si no es así, es otra cosa religiosa, un discurso». Recogió el balde. Lo aprendió. «Y desde entonces, es un descubrimiento continuo».
Comida en el patio de su quinta. Mientras en la olla hierve el sancocho, la “sopa de todo” que aquí es el plato nacional («es el único santo colombiano, de los auténticos solo tenemos dos beatos», bromea Melco), vas conociendo a otros amigos. Dos escuelas de comunidad, muchas historias sencillas y densas. Como la de Sandra, la hija de Melco, «nacida y criada en el movimiento, pero llegas a un punto en que debes hacerlo tuyo». Para ella hubo un momento decisivo, después de una depresión de la que salió más fortalecida. «Quiero ser el décimo leproso. Decir a todos que la fe puede cambiar el mundo». No es una forma de hablar. Hace un par de años, después de varias charlas entre amigos sobre el Meeting, se lanzó. Y nació Encuentro Villavicencio, un happening hecho de encuentros, fiestas y eventos culturales. Este año había una exposición sobre María Zambrano. Entre los guías estaba Davian, quince años y unos ojos luminosos bajo la mata de rizos: «La gente me preguntaba: ¿pero por qué lo explicas así? ¿Qué tiene que ver esta filósofa contigo? Y yo les decía: se corresponde con mi vida». Hasta tal punto que se le ocurrió hacer algo que les dejó con la boca abierta: «Invité a mis amigos a ir a pasar dos días en un campamento para contarles qué es el movimiento». En la práctica, unas vacaciones de GS. Sin bachilleres y sin profesores, pero con él y con su deseo de hablar a todos de Cristo. «Fueron 17. Contentísimos. Uno de ellos, ateo, cuando le leí en Huellas la historia de Belén (una Memores Domini española que murió tras una larga enfermedad vivida con la certeza de ser amada; ndr) me dijo: yo no creo, pero esto es lo más cercano a lo que yo deseo». ¿Y ahora? «Veremos. Cuando empiecen las clases, me gustaría hacer un periódico».
Seguir lo que hay. Esto es, ahí te das más cuenta de lo que significa una presencia. «Siempre ha sido difícil hacer aquí gestos públicos», te explica Marco: «Si te expones, corres el riesgo de sufrir un secuestro: siglas extranjeras, pertenencia a la Iglesia… Digamos que es un problema publicar documentos firmados por CL». Sin embargo, cada vez hay más encuentros: el padre Aldo de Paraguay, el matrimonio Zerbini de Brasil. Se llama Encuentro, de hecho. Surgen incluso los primeros que asumen la responsabilidad de entrar en política: Albeiro, recién elegido alcalde de Cumaral, que te cuenta cómo «todas las decisiones más importantes de la vida las he tomado gracias al movimiento». Pero en el fondo basta con uno que se mueve. Como Davian. O el mismo Melco, que te dice con candidez: «Iba a los encuentros de la CdO y no entendía por qué tenía que ir y venir de Bogotá para participar en las reuniones. Luego vi a gente de aquí que iba aun a riesgo de perder su trabajo. Hicimos una asociación de productores de queso para afrontar juntos los problemas. Y empecé a entender…».
Vuelves a Bogotá con el corazón abierto. Impresiona la belleza de la puesta de sol, sí. El anhelo de unos chavales que en el cruce, cuando el semáforo se pone rojo, se paran delante de ti para venderte algo o simplemente para improvisar un número de malabares y pedirte unos pesos. Pero impresiona más lo que has visto. Y lo vuelves a ver por la noche, en la mesa con otros amigos. Los profesores que vinieron de Italia: Marta, la otra Marta, Benedetta, Irene, Alessandro… Gente joven, que nada más graduarse decidió poner a prueba la experiencia que habían encontrado hasta cambiar de mundo y de vida, y ahora te sorprenden por la frescura con que entran en clase «determinados por ese abrazo que me permite ser verdaderamente yo, sin ocultar nada, delante de Aquel que hace precioso todo», como describe Marta. O bien gente más mayor: Saro vino de Catania después de jubilarse, «porque aquí había tarea, y yo estoy vivo y quiero aprender ». Un inicio.
«Así es, la impresión es precisamente la de estar en el inicio de una amistad verdadera», te confirma en la cena Juan Sebastián, que encontró el movimiento en Italia («estudiaba matemáticas en Pisa») y que ahora trabaja en la empresa familiar: «La fraternidad, las Escuelas de comunidad… Veo que es decisivo estar atento a lo que sucede». Y seguir eso que Marco llama «mi urgencia total: que Cristo sea todo. Que yo pueda reconocerLo en los signos, como nos están enseñando ahora. Porque Dios me habla en la realidad tal cual es». La realidad, tal cual es. Sencilla. Y «llena de una Presencia», te dice Aureliano, tallador de piedras que llegó aquí hace 13 años desde su Romagna: «Muchas veces yo no me doy cuenta. Pienso que Cristo está cuando las cosas funcionan y que cuando no van bien, hay que meterlo dentro». ¿Entonces? «Basta seguir lo que hay». También en Bogotá, Colombia.
(episodios anteriores: Argentina,
Brasil y Paraguay)
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