Alguien que ha visto cómo se desmantelaba su empresa. Alguien que ha levantado una casa de reposo sin fondos. Después un empresario chileno que habla de felicidad, y el humorista Paolo Cevoli… Miles de personas frente a «un extraño coraje». Por qué es realista hablar de libertad (y de Dios) en la crisis
«El yo no fracasa nunca». Hay un hilo de conmoción en las palabras de Marco Notari, empresario fracasado. Había entrado en su empresa – fabricaba maquinaria para imprenta – como responsable de producción; después fue comercial, luego socio y, finalmente, número uno. A principios de 2008 tenía el mismo número de distribuciones que en todo el año anterior. En pocos meses la bancarrota y el cierre. Los libros de la sociedad en los tribunales, la empresa desmantelada ladrillo a ladrillo, dos años sin sueldo, la agitación de los empleados, proveedores, parientes. Ahora Notari ha cambiado de ciudad y de trabajo pero no de amigos. «Sólo en aquel momento me di verdaderamente cuenta de mí mismo, de lo que siempre me había definido: la mirada de algunas personas. Una estima por mí que no dependía del éxito, que me impedía perderme en mis pensamientos y me volvía a lanzar a la realidad cotidiana lleno de un extraño coraje».
Es el mismo extraño coraje que le ha permitido contar su experiencia ante miles de personas en la asamblea nacional de la Compañía de las Obras. Más que en otras ediciones, en este año 2011 de crisis profunda, los protagonistas del encuentro no han sido tanto las obras como las personas que las hacen. «Sujetos, no proyectos», por usar un eslogan del presidente de la CdO, Bernard Scholz, que ha querido que subiesen al escenario de la feria de Milan, por turno, seis historias que documentan (según palabras de Notari) «esta experiencia de irreducible positividad» a partir de la cual «puedo decir que lo único que ha fracasado es mi empresa»
«A la CdO le interesa que el 20 de noviembre cada uno sea protagonista de su propia vida» ha exclamado Scholz. Para la CdO esta ha sido la asamblea del coraje, del valor. Porque hace falta un extraño coraje hasta para hablar así. Protagonistas como Liborio Evola, que con algunos amigos ha levantado una casa de reposo en Alcamo sin dinero, sin experiencia, sin estudios especializados y ni siquiera ayudas públicas, dado que en esa zona de Sicilia los ayuntamientos no destinan fondos a los servicios sociales. O como ese «macarra» de Paolo Cevoli, que ha enloquecido al pueblo de la CdO y ha explicado así el secreto de su éxito: «Cuando trabajaba en la pensión de mis padres en Riccione, mi padre me decía que hay que querer a los clientes. A la gente, al público, hay que quererla».
Entre el bono alemán y los márgenes, bolsas que se deslizan por la montaña rusa y cambios de gobierno de Madrid a Atenas pasando por Roma, aquí se habla del deseo del hombre, y la traición de la que ha sido objeto. Porque poner el beneficio y la especulación ante todo no es tan siquiera una mala regla económica, sino un engaño. Deshacer un pueblo, construir la convivencia sobre el beneficio económico, cargar todo el peso sobre las generaciones futuras, son cosas que van contra la razón antes que contra la moral o los tratados de política económica.
Un mundo se derrumba y la CdO razona sobre la libertad, la posibilidad de cambiar, de «promover obras como expresión de una experiencia humana diferente». Sobre la gratuidad y la confianza. Esta es verdaderamente una palabra clave. Es lo que piden los mercados a Italia, y lo que falta en las mismas relaciones entre los estados, entre bancos y empresas, empresarios y trabajadores, ciudadanos y políticos. Sin confianza hacia la realidad, las ganas de construir se evaporan, y se desvanece también el crédito. Porque para dar crédito (superficialmente: prestar dinero a alguien, sea un empresario en crisis o al estado que emite los Bonos del Tesoro) debe haber en el origen una relación.
La ilusión de Europa. La libertad es un vínculo. También aquí hace falta un extraño coraje para introducir en el debate de estos meses una idea tan a contracorriente y que, en apariencia, se da por descontado. Es la época de la globalización, de las comunidades internacionales, de las monedas únicas: ¿Por qué hablar de vínculos? Porque la gente-gente vive en el individualismo, en la ausencia de relaciones, en el descuido del pasado y en la irresponsabilidad hacia las generaciones futuras, convencidos de que la única posibilidad es arreglárselas por sí mismos. En el mundo globalizado el hombre está cada vez más solo. Y cuanto más está solo, más es presa del poder. Lo explica Julián Carrón: «Donde triunfa el individualismo, la persona se encuentra peligrosamente indefensa ante las pretensiones del poder de turno, sea económico, social o político. Aislar a los hombres uno de otro es uno de los sistemas más eficaces para dominarles».
La libertad consiste en pertenecer. No se crea por sí sola, como recordó Benedicto XVI en el parlamento alemán. Es depender de una compañía, un pueblo, una comunidad que se reconoce con un destino común, por tanto, en última instancia, es depender de Dios. Para decir esto hace falta un coraje verdaderamente extraño, supremo. También Carrón se lo pregunta: «¿Es realista hablar de Dios en medio de la crisis?». Cuántas veces un pragmatismo superficial liquida esta pregunta mandándola a la categoría del espiritualismo, de un intimismo que sólo sirve para consolarse a uno mismo. En cambio es la pregunta que va a las mismas raíces de la crisis. Es la relación con el infinito, la dependencia de Dios, lo que empuja a la gente a ponerse unos junto a otros, no la «provisionalidad del beneficio». «Sin Dios, el hombre no sabe quién es», sigue diciendo Carrón. Está a la vista de todos que una Europa construida como si la mera economía bastase para sostener el pueblo es una ilusión.
«Trabajo con los inadaptados». En cambio es un espectáculo ver personas diferentes, cambiadas. Gianni Zandonai es un pequeño empresario chileno; quería ser abogado pero eligió trabajar en la empresa de automóviles de su padre porque quería comprobar si lo que le había dicho un amigo («Tu vocación no es una toga sino la felicidad, hagas el trabajo que hagas) no era una tomadura de pelo: ahora emplea a indigentes, personas con enfermedades mentales e incapacitados, pero que trabajan mejor que los otros porque son acogidos. Paolo Zanella, empresario mecánico milanés, superviviente de la crisis (produce robots industriales), ofrece una receta que nuestros políticos harían bien en considerar: «Nos hemos reinventado porque hemos creído en lo que hacíamos, sin ceder a la tentación de hacer recortes que indica la contabilidad ». Cevoli resume: «En un determinado momento de mi carrera he descubierto que el verdadero talento no son mis dotes: soy yo». El yo que no fracasa nunca.
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