En la puerta de la clase de 5º B, una voz grita: «Chicos, que viene». «¿Quién? ¿La nueva?». «Sí». Lentamente, todos se sientan en su sitio. María, la «nueva» profesora de italiano, entra, se sienta, y empieza a pasar lista. Es la segunda vez que les da clase. Tiene dificultad con algunos apellidos, casi la mitad son extranjeros. Cuando termina, se levanta y dibuja en la pizarra un círculo. Dentro escribe la palabra “realidad” y sobre la circunferencia los nombres de los cinco sentidos. «Hoy quiero explicaros el positivismo». Al fondo, una voz: «¿Qué es? ¿Se come?». Estallido de carcajadas. «No, pero veréis que os interesa. Y cómo». María sabe que es una lección arriesgada, el positivismo no forma ni mucho menos parte del programa ministerial para los Institutos de enseñanza profesional. La idea le ha venido a la cabeza leyendo el discurso de Benedicto XVI en Alemania. Están –mejor estamos- metidos hasta el cuello en la cultura positivista.
Empieza la explicación. «Positivismo deriva de positum, es decir, según esta corriente de pensamiento, sólo existe lo que percibimos con los cinco sentidos. ¿Estáis de acuerdo?»
«Claro, profe», es la respuesta inmediata. «¿Todos?». «Que sí, profe». Sin embargo, los hay que no están tan convencidos y no responden. María sigue adelante. «Bien, ¿un móvil existe?». «Sí, se toca». Escribe dentro del círculo: móvil. «¿El perfume?». «Sí, se huele». Entra también en el círculo el perfume. «¿Dios existe?». «No, en absoluto». Está a punto de borrar la palabra Dios, cuando alguien grita: «¿Cómo que no existe? ¿Y a nosotros quién nos hace?» María se da la vuelta: «¿Por qué dices eso?». «Soy musulmán, creyente. Dios existe». Es el principio de la bronca. La discusión se enciende. María está callada. Un chico pregunta: «Profe, ¿para usted existe Dios?». Sería muy fácil decir que sí y explicar las razones para convencerles.
María, en cambio, toma otro camino. «No os voy a responder. Pero seguidme en el razonamiento que estamos haciendo. ¿Existe el amor?» «No, no se ve, no se toca, no se huele…». Otro nombre borrado. «¿La amistad?». Silencio. Después, una voz: «Vuelva atrás, profe. Dios existe también». El que ha hablado es un chico italiano. «Sí, profe. En esto estamos todos de acuerdo». «Entonces, chicos, hay algo que no funciona en el razonamiento positivista».
Ha usado aposta la palabra “razonamiento”. Es a su razón a la que se está dirigiendo. Toda la partida se juega allí. Continúa: «En el fondo es fácil el recorrido de los positivistas». «Explíquelo mejor». «La realidad está hecha de cosas conocidas y de otras desconocidas que, sin embargo, antes o después conoceremos. Dios es fruto sólo de la ignorancia de lo que todavía no sabemos explicar». «No les falta razón» ¿Y la marcha atrás de antes? Es precisamente su uso de la razón lo que no funciona.
María sigue: «El año pasado murió en un accidente un amigo vuestro. Bien. Imaginaos un positivista que va a ver a la madre de ese niño y le explica con pelos y señales, hasta los más pequeños detalles, cómo ha sucedido el accidente. Al final de la descripción esa mujer debería quedarse más tranquila, casi contenta. Ya lo sabe todo». «Profe, ¿pero que dice?». «¿Qué es lo que no funciona? Decídmelo». «¿Qué más le da saber cómo ha sucedido? ¡Ella se pregunta por qué!». Otra vez silencio. «¿Veis, chicos? La ciencia explica cómo. En vuestra opinión, ¿qué es lo que define la razón? ¿Quedarse en los datos o plantearse el por qué?»
Suena el timbre. La clase se ha acabado. No ha seguido el programa, no les ha convencido de la existencia de Dios. Tan sólo les ha ayudado a razonar. «Sin duda, una buena lección. Una de las mejores.»
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