Tienen a sus espaldas robos, homicidios, violencia. Pero entre el Angelus por la mañana, el trabajo en el huerto y en la carpintería, quince chavales aprenden en Paraguay a «no tener miedo de su propio mal». Y han encontrado aquí muchos «hermanos». Hemos ido a conocerles
Tal vez Osvaldo nunca había mirado así ese poster. El abrazo de un padre a su hijo arrodillado. Sin embargo, siempre había estado ahí, colgado en la pared. En la sala donde comen, estudian y ven los partidos. También aparece el nombre del pintor, un holandés, ¿quién se acuerda de él? Sin embargo, esta noche ha roto a llorar como un niño, después de haber visto qué significa ser hijo. Y de darse cuenta de que lo que se ve ahí es el mismo gesto de su amigo Pedro, que hace una hora le ha sorprendido robando en su cuarto. Pero, en lugar de enfadarse, le ha abrazado. Y le ha dicho: «No tengas miedo de tu mal: yo estoy contigo».
En la Casa Virgen de Caacupé conocen el mal muy de cerca. Es una pequeña casa de ladrillo inmersa en cuatro hectáreas de frutales, huertas y campos de fútbol en Itauguá, treinta kilómetros al este de Asunción. En la verja sale a tu encuentro Feliciano, con su gorra verde y sus botas. José sujeta al perro, y Víctor saluda mientras da una patada a los hierbajos del camino. Son algunos de los quince chicos alojados en la Casa, casi todos entre los catorce y los dieciocho años. Proceden del Centro educativo de Itauguá, la única cárcel para menores del país. Tienen a sus espaldas historias de robos, homicidios y violencia, y seguramente nunca se hubieran imaginado terminar viviendo en un lugar dedicado a la protectora de Paraguay. Y mucho menos, en una casita sin rejas, con la verja siempre abierta. En realidad, algunos ni siquiera se hubieran imaginado dormir en una cama, acostumbrados como estaban a pasar el día por la calle y la noche bajo la marquesina del autobús. Por no hablar del periodo en la cárcel, abandonados a sí mismos en celdas superpobladas, en donde la única ley que rige es la del más fuerte.
Sin embargo, en estas vidas que parecían ya derrotadas siendo tan jóvenes, ha entrado algo nuevo. Un imprevisto. El encuentro con Pedro Samaniego, que abrió en 1999 esta casa para acoger a los chicos que, una vez cumplida la pena, no tenían dónde caerse muertos. O para aquellos que, fruto de un acuerdo con el Ministerio de Justicia, son enviados allí como pena alternativa, normalmente por dos años.
En juego. Pedro es un contable paraguayo de 49 años. En 1994, con algunos amigos, empezó a ir a la cárcel de menores un domingo sí y otro no para pasar la tarde con los chicos. Una caritativa que se mantiene todavía: «Entre conversaciones y cantos, compartimos el tiempo con los presos», cuenta Pedro. Muchos no quieren nada con nosotros, pero con otros nace una relación. A algunos de ellos se les propone cumplir la pena en la Casa Virgen de Caacupé. Allí no se comparte solamente una tarde, sino cada instante: «La hospitalidad es la caridad más difícil, porque debes ponerte en juego desde por la mañana hasta por la noche, desde por la noche hasta por la mañana». Para Pedro es así literalmente, pues esta es su casa. No va allí a fichar: vive allí. Y propone a todos la misma experiencia que él vive.
Empezando por los horarios: se levantan a las 6.30. Angelus juntos y desayuno. Después, los distintos trabajos. A las 12.30, Angelus y comida. Una hora de descanso. Por la tarde, clase con el maestro Hugo, que ayuda a los chicos a sacar el graduado escolar. Merienda y clase otra vez. Una hora de silencio, para leer o estudiar. Angelus y cena. A las 22 horas, se cierra el día con una oración. Una regla calcada de la de los Memores Domini, la compañía de laicos que deciden dar la vida a Cristo, a la que pertenece Pedro. Ninguno de estos momentos es impuesto: «Y sin embargo, cuando él va a misa, por ejemplo, muchos quieren ir con él», cuenta Giuseppe, que se dedica ahora en Modenese a organizar cursos de formación profesional. Desde 2000 hasta 2002 ayudó a Pedro a guiar la Casa, y en agosto volverá allí. Nunca ha olvidado el deseo que le expresó uno de los chicos (por carta, porque «no me atrevía a decirte que deseo lo mejor para ti, y por eso te escribo»): «Lleva en tu corazón esta casa y esta regla, para acordarte siempre de nosotros».
Porque, con el tiempo, crece una amistad. Como explica Abel, de 19 años: «Yo necesitaba esto: un grupo de amigos que me arrancase del agujero negro en el que me hallaba». O Ángel, de 17 años, con su rosario de cuerda en la muñeca: «Podemos equivocarnos como todos. Pero aquí he encontrado una compañía que me ayuda a levantarme y a retomar el camino». Muy distinto de lo que vivían en la cárcel: «Allí tenía amigos de mentira», cuenta Cristian, de 16 años. «Aquí tengo hermanos». Por eso, cuando se trata de poner la mesa o de lavar la ropa, se hace siempre de dos en dos: «Así nos ayudamos», explica Enrique, de 17 años. Y el trabajo no falta. Hay que cuidar a los animales: gallinas, avestruces, ocas, vacas, ponies... Los panales para la miel y un lago para criar peces. El huerto, cuidado por un equipo de cuatro chicos capitaneados por Quique (16 años, bermudas y una honda al cuello: «Para que el perro aprenda a no pisar las verduras»). El vivero y el jardín con setos, trepadoras y orquídeas, allí donde antaño sólo había zarzas. La zona de frutales, que produce mandarinas, naranjas y acerolas, un pariente lejano de las cerezas. Y la carpintería, con la maquinaria que hizo enviar desde Brianza Giovanna Tagliabue, que se halla en Paraguay desde 1987, y que ha compartido con Pedro todos los pasos de estahistoria (véase Huellas, n. 6/2009). Aquí se hacen muebles de todo tipo, como los cien bancos destinados al instituto profesional que CESAL, la ONG española que colabora con AVSI, acaba de construir junto a la Casa: dedicado a “Don Luigi Giussani”, desde marzo alberga cursos para mecánicos, electricistas, instaladores y carpinteros.
Pero en Itauguá el verdadero trabajo es sembrar: «Es decir, indicar a estos jóvenes que existe una esperanza», dice Pedro. «Luego sólo Dios sabe cómo será su camino». Desde el primer momento le resultó evidente que no era obra de sus manos.
«Llévanos a cualquier sitio». En primer lugar, porque no la buscó: «Yo tenía otros proyectos. Pero yendo a la cárcel a ver a esos jóvenes, nació una amistad que no me podía imaginar». Hasta el punto de que, una vez puestos en libertad, siguen buscándola: «Venían a la sede, participaban en nuestros encuentros. Y luego me pedían que les llevara en coche. “¿A dónde te llevo?”. “A cualquier sitio”, respondían, porque no tenían casa alguna». Pedro les dejaba en un parque y volvía a casa. Y lloraba cada vez: «Ellos pedían una amistad total. No bastaba con unas horas juntos». Así es como, después de noches enteras peleándose con Dios («”¿Qué quieres de mí?”, le gritaba»), se fue abriendo camino una intuición y, en el curso de unos pocos meses, nació la posibilidad de un apartamento para ellos. En alquiler, cerca de la casa de Pedro: «Iba a verles al salir de la oficina. Después de dos años entendí que no buscaban sólo un techo o un trabajo, sino alguien que les acompañara en la vida». Al conocer la historia, el mismo don Giussani se entusiasmó: «Me animó mucho, disipando todas mis dudas». Habían donado un terreno a la comunidad en Itauguá, y entonces nació la idea: construir una casa, a la que Pedro se trasladaría con los primeros chicos. El 1 de noviembre de 1999 se inauguraba oficialmente la Casa Virgen de Caacupé, que ha acogido hasta hoy –entre presos, jóvenes a la espera de juicio o con condena firme– a ciento diezpersonas.
Los que han sido rechazados por todos descubren aquí que su vida tiene un valor: «Lo que necesitamos de verdad es saber quiénes somos», dice Gastón, de 17 años. O Abel, que se preguntaba si también él podría cambiar, y hoy nos cuenta: «Si te dejas abrazar, esta vida te transforma. Como el agua que horada la roca». No es casual que el jefe de la empresa de aislantes que le ha contratado le dijera: «Nunca he conocido a nadie como tú; ojalá todos trabajasen así...».
El brazo derecho. O Feliciano, que a los 16 años había conocido lo que era la violencia y el abandono, y había terminado en la cárcel. Ahora, a los 27 años, es el brazo derecho de Pedro. A pesar de haber terminado su estancia en la Casa, quiso volver para echar una mano: «No porque no tuviera trabajo», explica. «Durante algunos meses hacía transportes con un camión. Pero me faltaba una amistad: yo necesito a esta familia». También Gustavo, de 23 años, corría el riesgo de terminar mal. Pero, más que asustarle, su límite ha sido lo que le ha hecho volver a encontrarse con esos rostros que le habían ayudado siete años antes. Y ha llamado a la puerta diciendo: «Dadme cualquier ocupación: sólo quiero miraros». Porque aquí no se descarta nada: «Incluso el error es la ocasión para establecer una relación», explica Pedro. «Es una aventura estupenda».
Es verdad que en un país como Paraguay parece una gota en medio del mar. Ante estos quince rostros te vienen a la mente los miles de desesperados que están en la cárcel o por las calles. Parecería casi una injusticia: ¿por qué se les ofrece a unos y no a otros? «No somos nosotros los que les salvamos», responde Pedro: «Piensa en lo que hizo Jesús con Zaqueo: no le llamó porque fuese mejor, sino porque fue preferido. ¿A cuántos otros Zaqueos habría podido llamar? Pero le eligió a él». Es lo que está descubriendo el mismo Pedro: «Al principio me movía por la necesidad de los demás. Pero yo soy el primero que no está bien. Yo también necesito ser perdonado, amado, abrazado: Zaqueo soy yo».
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