En un país herido por los continuos enfrentamientos, en una colina cercana al confín con Líbano, seis monjas testimonian con su vida «de dónde brota la paz». Los Laudes en árabe, las labores cotidianas y la amistad con los vecinos. Hemos ido a ver cómo es posible mirar al otro «con los ojos de Dios»
«Nuestra Señora, fuente de la paz». Esta frase, escrita en árabe, está tallada en la gran cruz de madera que se levanta en la cima de la colina de ‘Azeir en Siria, cerca de la frontera con Líbano. La mirada abarca un escenario encantador, desde la montaña al fondo, con el río que marca el límite entre los dos países, hasta el mar. En medio, un gran valle verde con algunas aldeas esparcidas. En todas ellas viven musulmanes, excepto en dos, donde la mayoría de los habitantes son cristianos. Desde aquí parece imposible que a unos kilómetros de distancia se derrame sangre: las protestas contra el gobierno, la represión del régimen, los centenares de víctimas… Lo piensas y te sorprende aún más la inscripción de la cruz. Da nombre a un lugar que nadie se esperaría encontrar aquí: un Monasterio Cisterciense de la Estricta Observancia encaramado sobre la colina: cinco monjas italianas procedentes de la casa madre de Valserena, en la provincia de Pisa, una belga y un capellán francés, viven aquí desde hace unos meses. Un monasterio trapense en un país islámico, ¿una locura? «Después de la masacre en 1996 de los siete monjes de Tibhirine, en Argelia, pensamos en fundar esta casa», cuenta sor Marta, la madre superiora. «Su martirio dejó una huellas indeleble en nuestro corazón y nos provocó a responder a lo que el prior, Christian Chergé, escribió en su testamento espiritual: ¿es posible mirar el islam con los ojos de Dios? La herencia que nos han dejado es más fuerte que la muerte: el testimonio de una existencia totalmente consagrada a Dios, al servicio de los hombres que les rodeaban, musulmanes y cristianos. Es algo que sólo es posible por un gran amor: la adhesión a Cristo como la única fuente de dónde mana un vida como la nuestra». En la pequeña sala capitular se conservan dos objetos “heredados” de la experiencia de los monjes de Tibhirine (recreada admirablemente en la película De dioses y hombres): el cáliz y la patena que ellos usaban y que se donaron a esta comunidad, como signo de una fraternidad que pervive en el cuerpo místico de la Iglesia.
Las siete oraciones. En ‘Azeir, como en todos los monasterios trapenses, la jornada empieza cuando el sol todavía no ha amanecido. La hora de levantarse es a las tres y media, Maitines a las cuatro y los Laudes a las seis, el silencio en la capilla donde se filtran los primeros rayos de sol, luego la Misa y la reunión en la sala capitular. «Ora et Labora» dice la regla de san Benito, el padre de los monjes de Occidente. Durante el día, pautado por siete momentos de oración, las monjas se dedican a las actividades diarias para el mantenimiento de la comunidad –cocina, despensa, colada– y a labores artesanales y agrícolas. Por ahora, hacen pequeños objetos como estatuillas en yeso y rosarios. En el futuro, quieren montar un laboratorio artístico para trabajar el vidrio, que en Siria es muy apreciado. En el terreno que rodea el monasterio, las hermanas cultivan olivos, están plantando árboles frutales y cuidan de la huerta y del jardín. «No sólo para obtener lo que hace falta para la mesa, sino también para ofrecer un lugar de belleza a quien nos visita, que favorezca la oración y la meditación», explica sor Marta. Una parte del futuro monasterio albergará, de hecho, una hospedería para los visitantes y peregrinos, que ya durante este tiempo no han faltado. Vienen de muchos lugares. Habitantes de las aldeas vecinas se asoman por aquí llenos de curiosidad por una comunidad de mujeres que entregan su vida a Dios. «Y suceden cosas inesperadas. Nuestra pequeña experiencia de fe despierta el sentido religioso de la gente, vuelve a despertar sus preguntas existenciales. Nos buscan sobre todo los jóvenes: nos preguntan quiénes somos, por qué vivimos juntas. No hacen falta demasiadas palabras para explicarlo, nuestra respuesta se encuentra en el testimonio de la amistad con Jesús que vivimos juntas en este lugar». En vista de una oración que se pueda compartir incluso lingüísticamente con los lugareños, uno de los retos que han asumido es la progresiva arabización de la liturgia. Un trabajo arduo en cuanto a los textos: hay que respetar las formas canónicas, encontrar términos apropiados para expresar la espiritualidad benedictina y la tradición cisterciense y además utilizar expresiones que la gente pueda comprender. Junto a la traducción de los textos está la composición musical, a partir de las escalas musicales árabes. Sor Marita, la responsable de este trabajo de “inculturación” de la liturgia, no oculta las dificultades, pero está bastante satisfecha: «Aunque la traducción no sea perfecta, la gente tiene una fuerte sensibilidad religiosa y entiende lo que tratamos de expresar. Nos dicen que no nos preocupemos de la perfección, porque nuestra oración entra de todos modos en su corazón».
Raíces antiguas. El carisma benedictino tiene raíces antiguas en esta zona. En la Edad Media, cuando la “Gran Siria” incluía también Líbano y Palestina, se podían contar once monasterios cistercienses, todos barridos por la invasión islámica. A finales del siglo XIX, a causa de las leyes anticlericales en Francia, algunos monasterios establecieron aquí asentamientos para acoger a los monjes franceses expulsados de su tierra. Y en 1882, en el norte de Aleppo, se fundó la trapa de Akbès, donde vivió Charles de Foucauld. Hoy no queda ni rastro a causa de las persecuciones turcas del siglo pasado. Actualmente, el monasterio de ‘Azeir es el único monasterio de Siria que sigue la regla benedictina y su fundación es una pequeña confirmación de la libertad que se les permite a los cristianos en esta tierra. Libertad relativa, que no contempla la conversión del islam a otra fe o la posibilidad de que un no musulmán se case con una musulmana, a menos que ésta se convierta a la fe de Mahoma. Pero también es cierto que la condición de los cristianos aquí es mejor que en el resto de Oriente Medio, gracias a la singular forma de laicidad que garantiza el presidente Bashar al Assad: opción aconfesional (el islam no es la religión de Estado), control férreo de la sociedad y contención del fundamentalismo, a lo que se suma una relativa libertad de acción para las minorías, entre las que se encuentran los cristianos y los alawitas. El terremoto que en este tiempo está sacudiendo el mundo árabe ha implicado también a Siria, escenario de protestas y choques que se han llevado centenares de muertos. Para evitar un epílogo como el de Túnez o Egipto, Assad ha prometido más libertad y reformas en el ámbito político y social. ¿Será suficiente?
Las obras. La convivencia interreligiosa es hija de una tradición que aquí tiene raíces seculares y que también se manifiesta en la construcción de este monasterio. El director de las obras es un ingeniero sirio-ortodoxo, su mano derecha es islámica y los trabajadores pertenecen a ambas comunidades. «La gente es hospitalaria, nos ayudan muchas personas y han nacido amistades sencillas e inesperadas con varios musulmanes». Sor Marita, de Milán, tiene muchas historias que contar. En los años sesenta fue una volcánica secretaria de lo que entonces era Gioventú Studentesca (GS). En 1973, tomó los hábitos blancos de las novicias de Valserena. Junto a sor Marta, ha sido una de las que ha pergeñado la idea de una nueva fundación en un país de mayoría islámica, que vio la luz en 2005 cuando, siendo cuatro, se instalaron en un apartamento de Aleppo. Allí comenzaron a vivir en comunidad y a estudiar árabe, luego se trasladaron a la colina de ‘Azeir, donde se sumaron a la comunidad otras dos hermanas. He aquí varios hechos que le han sucedido a sor Marita en este tiempo, que testimonian la estima de que goza la comunidad. Un hombre le ha pedido que rece para que su mujer pueda concebir un hijo. Una viuda, que conocieron visitando la tumba de Zacarías en Aleppo, imploró su bendición para su hija que sufre una enfermedad incurable. Y un día, mientras volvía de la Misa, en autobús, se le acercó una mujer con velo de quien se había hecho amiga, que le entregó una nota y le dijo: «Te pido que lleves esta súplica a la Virgen, reza para que mire mi dolor y tenga misericordia de mí». Su marido la había repudiado y pedía ayuda a la Virgen María (también los musulmanes son devotos de la Virgen) para que la ayudase para volver a ver a los hijos que el tribunal le había arrebatado. Contando el episodio, sor Marita todavía se conmueve: «Todos necesitamos experimentar la misericordia de Dios. Y cada día, en la vida del monasterio, es el día del encuentro con esta misericordia». A las ocho de la tarde, cuando desde el cielo la luna vela sobre la quietud de ‘Azeir, la última oración de la comunidad es el canto del Salve Regina delante del icono de la Madre de Dios, iluminada por una lámpara votiva. Desde el corazón de Marita y de las hermanas, la súplica de la mujer del velo se eleva al cielo confiándose a la Abogada nuestra, a la Madre de Aquel que todo lo puede. La semilla que plantaron los monjes de Tibhirine, en Argelia ha florecido en la tierra de Siria. Como siempre, la sangre de los mártires ha dado fruto.
Flores del desierto
En Siria viven dos millones y medio de cristianos, correspondientes al diez por ciento de la población. La presencia de los cristianos se compone de un gran mosaico de ritos y confesiones, heredados de la antigua tradición de la Iglesia en esta tierra. Aquí el cristianismo dio sus primeros pasos: a pocos kilómetros de Damasco, san Pablo recibió la llamada que cambió toda su existencia. Siria es también una de las cunas del monaquismo, tanto en su forma individual (anacoreta) como en su forma comunitaria (cenobio). En el 375, san Jerónimos describe «un desierto repleto de flores de Cristo». Cerca de Alepo, la segunda ciudad del país por número de habitantes, se encuentra Deir Samaan, con los restos del complejo basilical de San Simeón el estilita, un monasterio erigido en el siglo IV-V y dedicado al más popular de los eremitas sirios, el asceta que pasó más de treinta años subido a una columna.
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