¿Qué ha sucedido en los que se han puesto en juego en primera persona en la campaña electoral? Personas antes desconocidas que se hacen amigas. Jóvenes y adultos que “recobran vida”. Y cambios reales: uno a uno, persona a persona. Cambios que regeneran un tejido humano. Y también la propia vida y la política
¿Y ahora? Ahora que ya sabemos quién ha ganado y quién no, ahora que alcaldes y concejales varios están a punto de ocupar sus puestos, ¿qué queda de la esperanza de Angelo, cocinero en paro, obeso a causa de la depresión, que vive con 180 € al mes y duerme en un hospicio de Milán? ¿O de la de Alfredo, 55 años y un puesto de bisutería en el mercado, que durante la campaña electoral ha pasado del «no voy a votar, porque todos son iguales» a la participación activa en el reparto del manifiesto (de forma gratuita), por haber conocido gente «de la que me pudo fiar»? ¿Qué pasará con Giampiero, que duerme en un tren en la Estación Central porque su mujer le ha abandonado, después de 23 años de matrimonio y cuatro hijos, y que, además de buscar un trabajo, necesita saber «si existe el amor eterno»? ¿Qué pueden esperar ahora? ¿Que la política cambie y se ocupe de ellos? Pero ¿cuándo?
Una ola fuerte. Esta es la primera novedad. Que Angelo, Alfredo y otras decenas de personas como ellas han podido encontrar una esperanza al término de esta campaña. Y es una esperanza cercana, de carne y hueso. No basada en la espera de que un nuevo alcalde resuelva sus problemas (tal vez, quién sabe, sperém...). Sino en rostros reales, en personas que han conocido, en nuevas relaciones que les han permitido descubrir algo. A ellos, y a todos aquellos que, a través de estas elecciones, les han conocido. Da igual quien haya ganado.
Es mejor decirlo cuanto antes. En este artículo no encontraréis comentarios sobre el nuevo ordenamiento de nuestra política, sobre Berlusconi, Moratti, Pisapia y De Magistris. Sólo encontraréis hechos. Hechos que han sucedido antes de las elecciones, durante la campaña. Pero que siguen siendo verdaderos ahora. En algunos aspectos, incluso más, porque se ha esfumado el riesgo de medirlos pensando que son cosas bonitas, pero que lo que cuenta al final es quién gana, porque sin el poder no se puede construir. Y tampoco es posible cambiarlos por un consuelo, si se ha perdido, porque ninguna imaginación puede sustituir a la realidad. Y la realidad es que quien ha vivido estos hechos –y los vive ahora, con las urnas ya cerradas– se ha descubierto libre. E inmerso en una plenitud. Aunque haya perdido.
Se nos había dicho que las elecciones eran una ocasión para verificar la fe, para poner a prueba el espesor de la experiencia cristiana. Dentro de la necesidad de afirmar una cierta concepción del hombre (y de la política) que, allí donde es posible, se encarna en obras buenas para todos, como en Milán: la ayuda al estudio de Portofranco, el Banco de Alimentos, las viviendas sociales, las escuelas... Bueno, para las personas que se han implicado ha sucedido precisamente esto. No ha sido un voto de obediencia, sino un paso en la experiencia. Algo que les ha hecho estar más seguros y contentos de lo que viven. Aunque se haya tratado de afrontar una ola que iba en dirección opuesta. Y era una ola fuerte.
¿Ejemplos? Un montón, sobre todo en Milán. Allí se han visto escenas que dan mucho que pensar. Por ejemplo, la protagonizada por Milena, profesora de guardería, que ha encontrado el cristianismo hace poco, y que ha repartido manifiestos en favor de Moratti en los mercados: «Siempre he sido de izquierdas. Pensaba que era imposible encontrar razones para sostener una opción política distinta. Decía a mis amigos: en este tema dejadme en paz. Pero cuando alguien me pidió que repartiera manifiestos, dije que sí. Porque he comprendido que necesitaba gritar a todos la experiencia que estoy viviendo, mi vida, que se ha multiplicado por cien. Puede que no sea capaz de destripar los programas políticos hasta el fondo, pero sí puedo contar por qué ha cambiado mi vida». Y lo ha hecho. Lo ha contado, por ejemplo, al hombre que empezaba con un «yo paso de votar, estoy harto», y que ha terminado hablando de un matrimonio fracasado y de una mujer de la que está todavía enamorado. «Yo le he hablado sobre mí, sobre mi matrimonio y sobre un perdón que es posible desde que conozco a Cristo». Entonces se abre un camino. Como con otra señora, cuyo marido ha sufrido un ictus: «Dios no puede existir y hacerme pasar lo que estoy pasando. No acepto una cruz así». Y también ahí se produce un encuentro, el comienzo de una amistad, una esperanza posible, «porque le he contado mis sufrimientos: la muerte de mis padres, las dificultades con mi marido... Pero también le he dicho que el sufrimiento no ha sido la última palabra. Es más, ha sido la ocasión de una vida más grande». ¿Y ella? «Me ha respondido: “¡Ojalá pudiese encontrar más gente que me abrazara así! Pensaré lo del voto”. Pero en ese momento ya no me interesaba su voto».
Le interesaba ella. Como cuenta Ugo, empresario, que a lo largo de la campaña ha repartido varias veces el manifiesto por los mercados con sus amigos: «Otras veces, cuando había repartido algún manifiesto y la gente me decía que no, seguía adelante y pasaba al siguiente. Pero esta vez les paraba: “Señora, espere un momento, está en juego algo más que un candidato...”. Le he llegado a decir a una mujer: “El problema no es a quién votamos, sino qué deseamos. Está en juego aquello que hace despertar mi corazón y el suyo”. Entonces ella se paraba: “¿Cómo?”. Y empezábamos a hablar».
Entre mundos extraños. Esto ha hecho posible que cientos de milaneses, por ejemplo, se hayan encontrado con otros tantos estudiantes universitarios. Rostros jóvenes, apasionados, que no se limitaban a dar un manifiesto o a explicar por qué era más razonable un voto que otro: estaban aquí por ellos mismos. Como le ha pasado a Otello, de 70 años, que estaba en un banco leyendo el periódico, y se ha encontrado con Elena y Michela. «Mira, yo no necesito un manifiesto, sino la receta para ser feliz». Comienza ahí un diálogo sobre el cinismo, sobre el «sentido cívico perdido», sobre el «pueblo que ya no cuenta para nada». «Le hablamos de las obras: Portofranco, la Ringhiera… “Valoran al pueblo”, le dijimos. Y él se abrió. Se puso a contarnos la idea que tuvo de joven: “Veía toda la comida que se tiraba en los comedores, y entonces se me ocurrió la idea de repartir las sobras entre las personas necesitadas…”. “¡Pero esto es el Banco de Alimentos!”». Nace así una amistad entre personas que hasta hace media hora eran unas perfectas desconocidas. Entre mundos extraños.
El estudiante y el indigente. Es más que una cuestión de votos. Es un tejido humano que se recompone de forma imprevista; son vínculos que poco a poco, desde abajo, regeneran algo que se había perdido. O lo hacen nuevo. Y mueven físicamente desde el escepticismo a la esperanza. Hasta bajar a los aspectos concretos. Porque muchos de esos estudiantes, después de varios días de campaña, han comprendido que tienen ante sí un mar de necesidades: parados, familias en crisis, nuevos pobres. Y han empezado a pedir números de teléfono y currícula para hacerlos circular entre los amigos, empresas y obras sociales. Una especie de “primeros auxilios” casero, pero eficaz. Sobre todo para el que lo realiza. Andrea, estudiante de primer curso de Agrónomos en Milán, está impresionado por el encuentro que ha tenido con Giampiero, el hombre que duerme en un tren. El de la mujer y los cuatro hijos que han salido de su vida, al igual que la esperanza. El que le deja tocado con un «no existe el amor eterno». «Por la tarde volví a buscarlo». Imaginaos la escena. El estudiante y el indigente sentados a una mesa, hablando de la verdad y de una «tristeza que no es por algo que no existe, sino por algo que existe y que está ausente ahora. Para mí ésta ha sido la verificación de la fe. Nunca me había sentido tan igual a un hombre como él». ¿Sorprendidos? Mirad cómo sigue el relato. «Nació en mí un gran afecto por él, porque me había hecho despertar. Entonces seguimos en contacto. Yo lo necesitaba. Y le hemos encontrado un trabajo. Un día me llamó un amigo diciéndome que necesitaba gente para una cooperativa agrícola. Había que contar plantas. Le llamé: “Giampiero, ¿qué te parece?”. ¡Estupendo, Andrea! ¡Eso lo puedo hacer perfectamente!”. Y me decía sin parar: “Eres un sol, Andrea, ¡un sol!”».
Se podría pensar que nada de esto tiene que ver con las elecciones, y sería un error, pues todo ha nacido de la seriedad a la hora de repartir un manifiesto. También se podría pensar que no tiene nada que ver con nosotros, que nada se mueve, que las cosas no cambian. Y sería doblemente equivocado. Porque en las palabras de Andrea y de Giampiero hay una profunda revolución. Una revolución concreta, capaz de sacarte completamente de la extrañeza. Uno se descubre lleno, se sorprende vibrando por el otro, que hasta hace un minuto era un desconocido. El otro resurge. Un milagro. ¿Existe algo estrictamente humano capaz de generar todo esto? ¿Es suficiente la política para generar esto? ¿Es suficiente para que Claudio, banquero, se encuentre discutiendo con un tipo veinte años más joven que él que, cuando oye hablar de voluntariado y de obras, dice: «También yo hago voluntariado en una perrera», y de ahí nazca un diálogo sobre el deseo y la felicidad? «Le he invitado a la Escuela de comunidad, “en donde aprendemos la raíz del voluntariado, que para nosotros es una historia que nos ha aferrado: Cristo”», explica Claudio: «¿Vendrá? No lo sé. Pero al invitarle, le he invitado a que conozca quién es Cristo para mí».
Los regalos de rajani. He aquí la verificación de la fe. Una verificación que resulta posible también porque tienes a tu alrededor personas que te invitan a hacerla, que te reclaman a su conveniencia. Silvia puede contar sobre el encuentro con una madre. «Sale corriendo. Yo le insisto: pero usted, ¿para qué vive? Y ella: mira, no estoy bien, nuestros ingresos han bajado mucho, mis hijos tendrán que ir a otro colegio el año que viene… Nos pusimos a hablar». Un encuentro, más potente que su escepticismo de partida: «Al moverme así, libre, me he sentido grande y, al mismo tiempo, nada», dice Silvia: «Nada porque al principio faltó poco para que yo también cayese en el pesimismo. Y grande cuando vi a los demás, a mis amigos, que se movían así. Fue suficiente con una brizna de movimiento, entre mil problemas: la muerte de mi padre, los hijos… Entonces me dije: es ahora. Aquí estoy». Lo mismo pasó con los chicos de Brera, a los que les bastó mirar a Rajani, una chica india a la que habían conocido poco antes, que ante la duda de los amigos de si invitarla o no, después de leer el artículo de Giorgio Vittadini sobre “Un criterio para elegir”, dijo únicamente: «¡Vamos!». Y se puso a repartir manifiestos «como si fuesen regalos, porque para ella eran importantes», cuenta Ilaria: «Lo que me cambia la vida ahora es lo que hace cambiar a mis amigos».
Algo que se ha convertido en una propuesta para todos. Una posibilidad de encontrarse con todos. Desde el blogger chiflado que se hace amigo de Claudio, hasta las dos chicas egipcias que, ante un inmigrante enfadado con el centro derecha («son racistas»), han empezado a contarle –en árabe– cómo han sido acogidas en Portofranco. Pasando por las personas que, un tanto extrañadas, se topan con Marco a la salida de un cementerio. «Estaban un poco escandalizados, y les entiendo. Pero yo decía: usted está vivo todavía, la política debe interesarle. A no ser que ya esté “muerto”… Entonces me acordé de cómo llamaban a los primeros cristianos: ¡los vivientes! No es una forma de hablar. Estamos vivos, estamos presentes. Qué suerte tener todavía ganas de repartir manifiestos después de treinta años de desilusiones políticas». Y qué suerte «encontrarse con esas personas, conocerlas, toparse con su humanidad y con sus objeciones», dice Elena: «Ser compañía para su vida, aunque sólo sea durante cinco minutos. Y por otra parte, poner en juego mi humanidad para descubrir, ante tanta aversión, qué me hace mantenerme en pie».
Esto ha sucedido en Milán. ¿Y en el resto de Italia? Lo mismo. En Toscana, un encuentro lleva a un científico famoso (y de izquierdas) a querer encontrarse de nuevo con esas personas, «porque tenéis una idea de bien común sin la que no se puede ni siquiera investigar». En otra gran ciudad, la cabeza de lista del Pdl participa en un encuentro y no se separa de la persona que ha hablado, a la que termina contando su vida: la fe perdida, la vuelta a una iglesia después de hacer un voto para salvar a la hija en peligro («allí comprendí que todo lo que había escuchado de niña era verdad»), el descubrimiento de que «no me falta Dios, sino una autoridad: me muevo en la oscuridad. En cambio, tú sí tienes esta autoridad». ¿Y qué hace Mariella? «Le conté que en los Ejercicios de la Fraternidad habíamos hecho exactamente el recorrido que había hecho ella, partiendo de la confusión del “yo”. Que en mi vida hay una claridad gracias a este recorrido. Y que la compañía que da luz a mi vida es también para ella, si quiere». ¿Y qué ha producido esto en ti? «Me he dado cuenta de que Cristo ha resucitado porque me hace revivir, no hay otra verificación. Me da gusto levantarme por la mañana, estoy llena de curiosidad por ver qué me sucederá. La realidad es terreno de esperanza y yo la necesito. La realidad: las elecciones o la escuela a la mañana siguiente. Mientras que si Cristo es tan sólo un ideal, yo debo “ser capaz”, y la realidad se convierte en un obstáculo. Si no hay “una mano que nos lo ofrece ahora”, como dice el manifiesto de CL, debo demostrar con lo que hago que Él ha resucitado».
Esto es verdad también para los que se presentaban como candidatos. Como Matteo Forte, 26 años, nuevo concejal municipal, que ha bajado al ruedo armado de manifiestos en los que se invitaba a combatir el escepticismo, y que se ha visto sorprendido en plena carrera viéndose él mismo afectado por este escepticismo: «¿Por qué? Cuando las personas te hacen la lista de sus problemas, te dices: nunca seré capaz de resolverlos. Y al final te encuentras pensando: tienen razón. Sólo que, fuese donde fuese, me encontraba con los universitarios, con mis amigos: estaban allí, escuchaban, compartían las necesidades, proponían su historia. Eran una presencia. Hasta las respuestas concretas sobre el trabajo, la compra… Les miraba y me preguntaba: ¿qué viven ahora para estar aquí de este modo? Esto desafía mi escepticismo. Y me permite comprender la incidencia histórica de nuestra experiencia».
«Estáis locos». He aquí la incidencia histórica. Parece insignificante para los que están en la parte que ha perdido. Como mucho, una fórmula para consolarse: «Han ganado los demás, pero nosotros estamos más contentos». Mentiras. Si no fuese por los milagros de cambio que hemos visto a nuestro alrededor. Milagros verdaderos: uno a uno, persona a persona. Es lo que le hace decir a Stefano, estudiante de Brera, que ha descubierto que «Cristo es el único interlocutor en la historia capaz de introducir una vida nueva incluso en el pensamiento más escondido que el hombre tiene de sí mismo, a partir del cual decide cada acción. Esto es lo que cambia. Yo lo he visto».
Y lo cambia en lo concreto, en las acciones. No porque haga ganar o perder unas elecciones, sino porque permite vivirlas de verdad, porque permite entrar en la política hasta el fondo. En Nápoles, antes de las elecciones, algunos amigos de la Compañía de las Obras habían pensado empezar la campaña llevando a la ciudad la exposición del Meeting sobre el Buen Gobierno de Lorenzetti. Reacciones de algunos compañeros de aventura: «Pero, ¿estáis locos? ¿Esa exposición? Aquí tenemos la monneza (el asunto de las basuras, ndt), la camorra…». Sin embargo, en la inauguración de la exposición había gente de todos los partidos. Estaba la persona que encabezaba una lista, que de repente se vuelve amiga, el abogado que se marcha diciendo «aquí hay algo que sirve para vivir, y quiero saber qué es», el director de colegio que, algunos días después, en otro encuentro público, vuelve a hablar de la inauguración diciendo que ha visto «un modo nuevo de hacer política». Esto es, política, hasta el fondo. Hasta el más mínimo detalle. «Somos una minoría con respecto a los grupos más grandes, pero nos importa un comino», cuenta Mario, uno de esos amigos: «Somos orgullosos. Sufrimos, pero no queremos que el prejuicio y la contradicción sean elevados a criterio, en detrimento del bien real que se halla en el ADN de nuestra ciudad».
Sobre el cemento. Mario y sus amigos han perdido las elecciones. ¿Y ahora? «Es una ocasión de petición y de verificación de la fe. Porque el juicio no lo das “después” sobre lo que ha sucedido, sino sobre lo que está sucediendo en ese momento, sobre lo que sucede ahora. En una ciudad en la que todos proceden en una misma dirección, nosotros vamos en dirección contraria. Pero hemos descubierto que tenemos los pies sobre el cemento. Nos hemos dado cuenta de la diferencia que los demás perciben en nosotros, de nuestra misma amistad: nos hemos dado cuenta de una vivacidad y de una positividad que no son nuestras. Hemos vuelto a casa con la sorpresa de lo que vivimos. De lo que nos hace estar vivos. Ahora».
(han colaborado: Paola Bergamini, Paolo Perego, Fabrizio Rossi, Alessandra Stoppa)t
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