La ventana de David
El viento infla el chaquetón de Benedetta. La chica se detiene para abrocharlo mejor. Lleva un mes en Lisboa, pero ese aire húmedo que sopla desde el Océano jamás lo había visto. Ese viento que acaricia las cosas y las personas, revistiéndolas de una luz nueva, sigue siendo una sorpresa. A lo mejor, es porque no es un viento molesto, sino todo lo contrario: lo hace todo más nítido. Mientras reemprende el camino, piensa en estos días vividos en Portugal, en estos lugares estupendos donde «la tierra acaba y empieza el mar», como escribe Luis Vaz de Camões. Pero sobre todo piensa en sus nuevos amigos, los chicos del CLU, los maestros y los niños del Colegio Santo Tomás de Lisboa. ¿Quién habría pensado que una tesis sobre Matisse, en Ciencias de la Formación Primaria, le brindaría esta oportunidad? La realidad, ciertamente, es imprevisible.
Con estos pensamientos entra en el Colegio, dirigiéndose a la clase donde le esperan los alumnos. Hoy tiene una lección muy importante: las “ventanas” de Matisse, que se abren hacia los océanos y las montañas, hacia paisajes de ensueños. Mediante la observación de los cuadros del pintor francés quiere que los niños comprendan la idea de infinito. Forma parte de su plan comprobar si este concepto resulta tan complicado y abstracto para los niños...
En un momento dado, Benedetta extrae de su carpeta algunos recortables de cartón en forma de ventana y explica: «Ahora os toca a vosotros. Que cada uno dibuje el infinito que se ve mirando allí dentro. Dibuje “su” infinito, tal como lo imagina». Las cabezas se bajan, las manos toman los lápices, los colores, las gomas. Al cabo de diez minutos, Benedetta llama: «David, ven. Enséñame lo que has hecho». Sabe que el niño no se defiende muy bien en dibujo, pero sabe también que sentarse con ella en la cátedra le ayuda a concentrarse. David llega y le entrega su “ventana”. Benedetta la mira: se ve la figura de un hombrecillo apenas esbozada. Nada más. «Lo siento, pero no has entendido qué os he pedido. Piensa bien en lo que dijimos y vimos antes. Luego, borra lo que has hecho y vuelve a empezar». El niño pone cara de no entender y vuelve resignado, en silencio, a su pupitre.
Unos instantes, y Benedetta recapacita: «Dios mío, y si este hombrecillo...». Vuelve a llamarle a la cátedra: «David, ¿quién es ese hombrecillo?». «Eu, eu mesmo». «¿Por qué te has dibujado en la ventana?». «Porque mi madre dice que yo soy grande, soy lo más grande que Dios podía crear. ¿No es esto lo que nos has contado de lo infinito?». «Es cierto. Tienes razón». Le estampa un beso en la frente y lo anima a acabar su precioso dibujo.
Necesitaba a un niño para entender que ella es algo grande, que es la realidad más preciosa que Dios podía crear, más que las montañas, más que las estrellas y el océano. Una realidad que tiene un valor infinito.
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