Una oleada de inmigrantes procedentes del norte de África llega a Europa. Para el ensayista y filósofo FABRICE HADJADJ, si no queremos que Europa se aborte a sí misma,
más que contenerla deberíamos afrontar los interrogantes radicales que nos plantea
La catástrofe no son los desembarcos. La catástrofe es la gestión «meramente material» que se lleva a cabo de un problema tan complejo y vital para Europa. Un juicio de este calibre no apela a un espiritualismo insensato. Para nada. El razonamiento del filósofo francés Fabrice Hadjadj sobre la situación de emergencia de la inmigración se aferra a una realidad muy concreta. Sin la cual Europa terminará por abortarse a sí misma.
La oleada humana procedente del norte de África nos ha pillado a todos desprevenidos, a los gobiernos y a la opinión pública. Como demuestran el repliegue de los Estados sobre sí mismos, la miopía de muchos y los intentos fallidos de encontrar soluciones. Para Hadjadj, el origen de la catástrofe es que nos vemos obligados «a encontrar una solución material», y no abordamos las necesidades radicales que nos plantea este problema. Ante todo, la de tener «una mirada humana más profunda».
¿Por qué existe esta incapacidad de afrontar el problema de la inmigración?
Si la inmigración nos pilla siempre desprevenidos, es al menos por dos motivos. En primer lugar, porque no se trata de un problema nacional, sino internacional. El inmigrante es en ante todo un emigrante, una persona que ha dejado su tierra para irse a un país extranjero. Por tanto, la cuestión fundamental es: ¿por qué ha dejado su país? Pensar únicamente en la inmigración sin reflexionar sobre la emigración es como pretender detener una hemorragia con gasas, cuando en realidad lo que habría que hacer es suturar la herida. Más aún, significa no considerar al inmigrante en el contexto de su concreta historia particular y, por consiguiente, reducirlo a una entidad abstracta, que puede ser objeto de mera compasión o de odio, según los casos. En un caso y en otro, sigue siendo un objeto, algo sobre lo que proyectamos nuestros deseos o nuestros miedos, y no un sujeto, una persona responsable con la que entablar un diálogo.
¿El segundo motivo?
El segundo motivo es que se trata de un drama más que de un problema. Pensar en la inmigración como un “problema” que hay que resolver definitivamente nos obliga a buscar una “solución”, tal vez incluso una “solución final”. No podemos olvidar, salvando las debidas distancias, que el Tercer Reich había planteado la cuestión de las poblaciones en términos de limitación de recursos y de espacio vital, y se había propuesto, tal vez incluso con una “buena intención”, dar una solución técnica y absoluta a este problema. Ahora bien, lo que está en juego aquí no son animales a los que aparcar o números a gestionar, sino familias, rostros que reflejan la desesperación, al igual que el rostro de Cristo en la pasión.
¿Qué implica esto?
Esto no quiere decir que no haya que tomar cartas en el asunto: no se pone remedio a la desesperación de los extranjeros dejando que caigan en la desesperación las personas que les reciben. Pero implica que una mera gestión material, como si se tratase de un transporte de mercancías, es una catástrofe. La inmigración comporta por tanto una dimensión mundial y la necesidad de una mirada humana más profunda. Es fácil comprender que en la era de la superficialidad generalizada, la inmigración plantea una pregunta radical y casi irresoluble.
¿Es ésta la causa de que el debate oscile siempre entre el miedo y la indiferencia?
Ante una pregunta difícil, es tan normal el miedo como el intento de sustraerse a ella. Pero en este caso, el miedo y la indiferencia tienen el mismo origen: la pérdida de identidad. La sociedad mercantilista, y antes todavía la teoría del contrato social, ha reducido al hombre a un individuo sin origen, sin historia, sin cultura, es decir, a un simple consumidor, cuya libertad se reduce a la facultad de elegir entre dos productos en un supermercado. Como consecuencia de ello, cuando ya no estamos seguros de quiénes somos, cuando no estamos insertos en una tradición sólida, el extranjero nos inspira temor, porque percibimos la inmigración como una invasión imparable; o bien ni siquiera vemos ya que es un extranjero: lo percibimos como un trabajador y consumidor potencial, independientemente de su procedencia; pensamos que, al igual que nosotros, terminará viendo películas norteamericanas y comiendo hamburguesas.
¿Por qué dice usted que el miedo nace de no saber “quiénes somos”?
No sabemos cómo acoger al otro porque no tenemos nada que proponer. No somos capaces de resistir a una cultura distinta porque ya no estamos seguros de la nuestra. Y como no tenemos la certeza de un valor, nos asusta perdernos en el número, quedarnos en minoría. En cualquier caso, hoy prevalece el miedo porque se trata de una inmigración sobre todo musulmana. El islam posee una gran fuerza identitaria en todo el mundo, mientras que la Europa de Bruselas no es ni siquiera capaz de reconocer sus propias raíces cristianas. Hace algunos años, un imán extremista proclamó públicamente: «A través de vuestras leyes democráticas os invadiremos; con nuestras leyes coránicas os someteremos». Es una profecía muy realista: las leyes democráticas no permiten oponerse a una mayoría que esté en contra de cualquier forma democrática. También en este caso, en un contexto completamente distinto, el fenómeno del nazismo nos ofrece un precedente significativo: fue un evento electoral, conforme a las leyes democráticas, lo que permitió el triunfo de Hitler.
Entonces, en su opinión, la confusión ante el desembarco masivo de inmigrantes desvela una debilidad cultural.
Sí, creo que la expresión “debilidad cultural” proporciona un diagnóstico justo. A causa del relativismo y del liberalismo, hemos trocado la democracia como cultura por la democracia como procedimiento. El procedimiento democrático conduce no ya a la victoria de la justicia social, sino a la victoria de la presión demográfica. Lo que cuenta es la mayoría numérica, y esta mayoría está con frecuencia manipulada por un pequeño número de agitadores capaces de seducirla. Ahora bien, desde el punto de vista de los números, Europa se halla en una fase de regresión total, se ha llegado incluso a hablar de “suicidio demográfico”, que llevará al punto en que las poblaciones de origen europeo pueda ser sustituidas por inmigrantes del mundo musulmán, en donde el crecimiento demográfico sigue siendo fuerte. Este proceso llevará a una islamización de Europa, a lo que Bat Ye’Or llama “Eurabia”.
¿Es éste el problema más grave?
En realidad, esto no plantearía un problema tan grave si tuviésemos una cultura fuerte, capaz de resistir, más aún, de integrar a los inmigrantes. Pero esto es precisamente la carencia más dramática. Hay quien piensa que el “procedimiento” puede sustituir a la “cultura”, y que el reino del mercado y de la técnica será suficientemente atractivo como para resultar más fuerte que el islam. Pero yo no lo creo, porque el mercado de la técnica, lo que don Giussani llama el poder, no responde a las “exigencias del corazón”. Y el islam, por su apertura hacia una trascendencia, corresponde a estas exigencias al menos en parte.
¿Qué dice acerca de nosotros y de Europa este predominio del “procedimiento” sobre la “cultura”?
Revela una concepción tecnocrática, que nos ha hecho perder al mismo tiempo la carne y el espíritu, es decir, la historia y la trascendencia. La Unión Europea se ha encaminado decididamente hacia un proceso de eficiencia carente de memoria y de cultura; anticultural porque es anticultural, y anticultural porque es anticatólica. Mientras no vuelva a encontrar sus raíces judeo-cristianas, Europa será impotente frente al crecimiento de la inmigración y al resurgir de la extrema derecha. El Catecismo de la Iglesia Católica declara en el párrafo 2241: «Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen». Pero, después de haber subrayado el deber de los más ricos de acoger a los más pobres, el Catecismo pasa al deber de los mismos pobres, que es un deber de reconocimiento: «El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas». ¡Perfecto! Pero, ¿qué pasa cuando el país de acogida reniega de su propio patrimonio material y espiritual? El inmigrante ya no encuentra nada que respetar, y la consistencia de su religión nos hace experimentar con dureza el debilitamiento de la nuestra.
¿Cuál sería la manera más razonable de responder al reto que nos plantea la historia?
La manera más razonable de responder es la que es más conforme a la fe. La manera más humana es la manera más divina. No sabremos vivir la hospitalidad si no tenemos una verdadera capacidad de acogida; esta capacidad de acogida es la que nos enseñan Marta y María en Betania, cuando recibieron a Cristo. Sintéticamente, después de la caída de los progresismos y de sus pseudo esperanzas totalitarias, Europa debe volver a encontrar la verdadera esperanza teologal, que es lo que impulsó su concreta aventura histórica. Y no estoy hablando de espiritualismo, sino de cosas muy concretas, que incluso se sitúan por debajo de la cintura.
¿En qué sentido?
Hemos aludido antes a la importancia que tiene la cuestión demográfica. Ahora bien, el hombre es un animal metafísico: necesita razones para dar la vida. No conoce el celo de los animales; por eso necesita un ritual. No tiene el instinto automático de la procreación; por eso su libertad debe ser sostenida por una cultura de la vida. Sin esperanza, sin esta cultura de la vida de la que la Iglesia es portadora, ¿por qué seguir alimentando los cementerios? Da igual someterse a una esterilización o abortar. Si no queremos que Europa caiga en este aborto generalizado, es necesario volver a poner en primer plano lo antes posible la fecundidad cultural de la fe cristiana, y poner de manifiesto que sólo una fuerte identidad histórica y religiosa permite una verdadera hospitalidad.
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