«Lleno, por favor»
Milán, calle Papiniano, ocho de la mañana. El Mercedes gris para en la gasolinera. «Lleno, por favor». Gerardo echa un vistazo al surtidor desde la ventanilla del coche: «Pero, ¿qué haces? ¿Eres tonto o qué? ¡Es un diésel!». Demasiado tarde. El empleado ha llenado el depósito de gasolina sin plomo. No le queda más que aguantar los insultos. «Haces un trabajo de lo más simple, y encima lo haces mal». Hay que vaciar el depósito y hacer un lavado. Gerardo está furioso: su mujer y él llegarán tarde a un funeral.
En ese momento llega Nunzio, el gerente de la gasolinera. «Disculpe, señor, su enfado me parece exagerado. Usted no es como parece. Reacciona así porque está dolorido». «¿Pero quién te has creído que eres tú para saber cómo estoy yo?». «Mire, llamo a la grúa, y les acompaño al mecánico».
Suben juntos a un coche. Gerardo no se calma. Nunzio, que lo mira por el retrovisor, le interrumpe: «¿Y qué debería decir yo…?». «¿Qué?». «Dentro de unos días, un tribunal se lleva a dos niños que tengo acogidos. Es un dolor terrible». Empiezan a hablar. Gerardo se olvida por un momento del depósito y de la gasolina. Escucha y pregunta. Nunzio vive en Monte Cremasco, con otras familias que tienen hijos acogidos. Hijos que llegan a ser tan tuyos como si los hubieras parido. Un amigo sacerdote les ayuda a no quedarse en la fatiga cotidiana, a mirar a Cristo y a las personas que viven con Él y como Él.
Gerardo escucha. Y, quién sabe por qué, la memoria reabre carpetas cerradas del pasado. Recuerda la homilía de un párroco de Lesa, en el Lago Maggiore, que hablaba de un Cristo presente. Había sido un baño de dulzura. Pocos días después pasó las vacaciones de Navidad en Roma, con su mujer y sus hijos adolescentes. «Mañana podríamos ir al Angelus. Está a dos pasos». «¡¿Angelus?! ¿Qué es eso?», fue la reacción de las chicas. Pero a la mañana siguiente estaban en San Pedro, delante de la ventana de Juan Pablo II. Como un soplo se insinuó en la mente de Gerardo un pensamiento: «Santidad, ¿a dónde voy? ¿A dónde estoy llevando a mi familia? Se lo suplico, responda a este grito».
Nunzio acompaña a la pareja hasta su casa. Gerardo coge su Smart y se va al funeral. Lleva en la cabeza ese diálogo, esos recuerdos, esas caras que conoció tiempo atrás y que hablaban con el mismo acento que Nunzio. De repente es como un relámpago. Descuelga el teléfono y llama a un amigo que le invita esa misma noche a un encuentro. Gerardo va. La gente habla por turnos de sus vidas. Es un lugar insólito. Pero es como si desde siempre lo hubieran esperado.
Y en su cabeza entran, de golpe, dos palabras: «¡Gracias, Santidad!».
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