Bendición navideña
Todavía no había estado allí, aunque ese lugar forma parte de la parroquia. En línea imaginaria, la iglesia y el bullicio del tráfico están a pocos kilómetros. Pero el Cabrito es un lugar particular, una especie de fortín enrocado en la Plataforma, en Salvador de Bahía. Un puñado de chabolas apoyadas en un muro que un poco sirve para proteger y un poco para aislarlas del resto de la ciudad. Resulta difícil entrar para quien no vive allí. Imposible para el que pasa por casualidad. Pero el padre Emilio, que llegó a Brasil hace tan sólo unos meses, estaba allí adrede. Bendición navideña. Junto al padre Ignacio, párroco de Jesucristo Resucitado, se miraron a la cara y dijeron: «Venga, vamos. Medio barrio tú y el otro medio yo». Un Gloria, y adelante.
El padre Emilio se metió por las callejuelas. Una nube de niños en zapatillas lo rodeó. Le sonreían y le pedían que les dijera alguna palabra en italiano, como las que de vez en cuando oyen en la televisión. Ellos le sirvieron de guía: «Allí puedes probar, allí mejor no». Y él llamaba, saludaba, rezaba o intercambiaba dos palabras, pues en la zona hay muchos protestantes y es fácil que un sacerdote católico oiga que le dicen jà abençoado, es decir, ya estamos bendecidos, gracias. Ya hemos dado.
El padre Emilio llega a una plazoleta donde hay un grupo de mujeres. Hablan y bromean. Él saca la estola de la mochila. «Gracias, padre, pero en nuestras casas no entran los que vienen de fuera». Después, de la nada, sale un hombre. Delgado, alto, demacrado: «Entiendo enseguida quién manda en ese lugar», cuenta el sacerdote. «Me ve y me pregunta a quemarropa: “Padre, ¿por qué no te casas? ¿No te gustan las mujeres?”».
Emilio decide en un instante. Acepta el desafío. Habla de sí mismo. «Le dije que, al ser todo de Cristo y de la Iglesia, puedo abrazar y querer el bien de todos ellos». Les habla de la virginidad. Y algo sucede. «Lo captó a la primera, ¡y muy bien! Le vi conmoverse, a él que quién sabe cuántas mujeres habrá tenido. A partir de ese momento me hizo de guía, llamando él a algunas puertas y animándome a entrar».
La visita fue larga. «Entré en muchas chabolas. Casi todos eran mujeres y niños. Al final me fui, prometiéndoles que volvería y les traería lo que me pedían, sabiendo que era italiano, un panettone. Y volvería también con el padre Ignacio. “Porque la unidad entre nosotros es el mejor testimonio que podemos ofrecer”».
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