Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con ocasión del retiro de Adviento de los Memores Domini, 28 de noviembre de 1971
El primer domingo de Adviento nos introduce en la nueva vida de la Iglesia, en el nuevo año litúrgico. Un año es muy importante para nuestra vida, porque a lo largo de nuestra existencia contamos con ochenta o noventa años como mucho (ochenta en el mejor de los casos y noventa si uno es excepcionalmente afortunado1). De estos ochenta o noventa, unos quince (cuando no veinte) se pierden más o menos inútilmente o transcurren de forma inconsciente (para el que ha encontrado la comunidad cristiana, en vez de veinte serán diecisiete). Por tanto, un año tiene una gran importancia en la vida. Además, aunque en cierto sentido parece artificioso dividir el tiempo de esta forma, creo que valorar esta cadencia es mucho más inteligente que artificioso. La Iglesia acrecienta esta certeza realizando una verdadera obra pedagógica. El año litúrgico, siguiendo los ritmos de la naturaleza –al menos para el mundo occidental– y parangonando los ritmos de la existencia cristiana con los de la naturaleza, se mueve a su compás, que tan manifiestamente simboliza y marca los tiempos de la existencia personal y de la existencia histórica. Así la Iglesia realiza verdaderamente una obra pedagógica eficaz.
El comienzo del Adviento es realmente fundamental. Cuando reparamos en él, este tiempo más que por las palabras que podamos escuchar sobre él es importante para avivar nuestra conciencia y renovar una vigilancia. Algunas palabras pueden sin embargo ayudar a nuestra conciencia. Pero al final todo reside en nuestra conciencia.
1. La inminencia de Su venida
La liturgia del primer domingo2 me parece decisiva a este respecto. Dice el profeta Isaías (2, vv. 1-5): «Visión de Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y de Jerusalén [«visión», por tanto intuición del proyecto divino, «acerca de Judá y de Jerusalén», acerca del pueblo escogido y sobre su asentamiento que, a diferencia de cualquier asentamiento humano, tiene un significado imperecedero, porque el pueblo de Dios constituye el signo, el sacramento del último asentamiento humano, que es el paraíso]: Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén la palabra del Señor. Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven; caminemos a la luz del Señor»3.
El texto de Isaías nos sugiere en primer lugar una palabra que debe determinar inmediatamente la conciencia de la definitividad. La conciencia de la definitividad es como la conciencia de nosotros mismos: es permanente. Podría ser ya objeto de un examen de conciencia o un motivo de contrición para la misa de hoy, para este día y para su sacrificio. La conciencia de la definitividad debe acompañarnos como la autoconciencia, como la conciencia estable de nosotros mismos. Pero más definitivo aún es el significado de nuestro yo, y el significado de nuestro yo es Jesucristo y su misterio. Por tanto, la definitividad tiene que ver con nuestra adhesión a Él, nuestra adhesión según la forma que Él ha decidido para nuestra vida (porque no existe otra fórmula; para adherirnos a Él existe únicamente la forma que Él mismo ha establecido para nuestra vida). La conciencia de la definitividad es como el síntoma más exacto de la verdadera autoconciencia cristiana, de la autoconciencia que nos hace percibir la vida como vocación.
Hay una palabra que al instante aviva la conciencia de nuestra definitividad; sin ella la definitividad no indicaría nada vivo, sería un automatismo adquirido. No quiero hacer en absoluto observaciones abstractas: digo, observando la posición de algunos, que la definitividad se puede vivir como automatismo. Concebida fuera de lo que vamos a decir, la definitividad es automatismo. Por eso, como todo automatismo aplicado a la vida consciente, inteligente, sensible, a la vida de la libertad y de la voluntad, lleva a ser rígidos. Es una rigidez que parece no morder nuestra conciencia, puesto que no permite pecados mortales; pero es una rigidez tal que no aporta ninguna señal de Cristo al mundo y mucho menos a la «casa»4. Dicho de otra forma, el automatismo provoca una rigidez que, de una forma u otra, nos vuelve fariseos, es decir, pretende hacer de nuestra actitud el paradigma para los demás; la medida de nuestra exigencia, que se torna pretensión, es lo que mide la bondad de los demás, el valor de los demás, la utilidad de la casa o de las relaciones. O bien, el automatismo lleva a un fariseísmo que en el fondo lo justifica todo; ante las licencias, las libertades que nos tomamos y que escandalizan a la casa o a los amigos, que nos aíslan de las relaciones, que nos hacen inútiles, vanos, sin productividad en las relaciones, nos hace decir: «Bah, ¿qué tiene de malo?», o: «¡Qué le vamos a hacer!»; lo cual, si no se utiliza para justificarse ante otros, sin embargo es la manera de justificarse ante uno mismo, sintiéndose casi molestos al pensar que otros puedan plantear objeciones a nuestro comportamiento.
Es un automatismo que lo vuelve todo rígido y elimina el gusto de la vida espiritual, hace que la vida de nuestro espíritu carezca de sàpere, de sabor alguno; o bien es un automatismo farisaico, que hace de nuestra pretensión la medida de la convivencia (cuando tenemos ganas de hablar, los demás deben hablar, y cuando tenemos ganas de “guardarnos” para nosotros, no deben preguntar nada; tenemos el derecho de callar y de hablar cuando y como queramos, quedando estancada en el fondo del alma esa típica pretensión, ese sentido de pretensión que, aunque no osemos explicitarlo, los demás sienten sensiblemente, como cuando alguien nos mira a la cara o nos toca en el hombro); o bien es el fariseísmo que justifica, si no de forma teórica al menos ad usum delphini, ante nosotros mismos, nuestro comportamiento. Nuestra definitividad decae inevitablemente en todo lo que he dicho –porque os estoy describiendo, me estoy describiendo–, si falta lo que el profeta nos dice en primer lugar. Y lo primero que nos ha dicho Isaías es que Cristo viene, Su venida es inminente, Su venida nos incumbe.
¡Qué juego de palabras! Porque «incumbencia» quiere decir dos cosas: alude a un deber y alude también a un evento inminente. Que nos incumbe quiere decir que nos afecta y que es inminente. Quiero destacar sobre todo el segundo aspecto, porque el primero deriva de él: un evento inminente, si no es igual a cero, supone un deber, suscita y plantea un deber.
Su venida es inminente y nos incumbe. «Hermanos –dice san Pablo en la Carta a los Romanos–, daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer. La noche está avanzada, el día se echa encima»5, es hora de despertarse del sueño. Dice el Evangelio de Mateo: «Antes del diluvio la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del Hombre. Por tanto estad en vela porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre»6. Un evento inminente y que nos incumbe, cuyo significado privilegiado y supremo es la inminencia de la muerte, porque la muerte, según toda la amplitud de su significado, es el Hijo del Hombre que viene. No saber cuándo llegará la muerte, tener que vigilar, aguardar el final de nuestros días cuando el Señor «erguirá el monte de su templo», no saber cuándo vendrá el Señor hace mucho más claro, es más, es el único modo para hacernos conscientes de nuestras acciones y orientarlas hacia el significado final.
Cualquier acción, cada momento, es un paso hacia el Señor que viene. Por tanto cada acción y cada momento es el Señor que viene, exactamente como cualquier acción o momento puede ser el último. ¡Ojalá sobre el miedo prevaleciera el deseo, sobre el temor la espera! En esto consiste vivir la llegada inminente del Señor, vivir la espera de Cristo que viene, la venida de Cristo que nos incumbe. Literalmente cada acción tiene su significado en Su venida, ante Su venida, en el sentido restringido de la palabra, que es la muerte.
2. Vigilancia y contrición
Cuando Él venga, juzgará. Es el segundo momento de nuestra reflexión, el segundo punto de nuestra meditación. Cuando Él venga, juzgará. Entonces, como dice el Evangelio de san Mateo, «Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán»7. Cuando el Señor venga, juzgará. ¡Qué hermosa es la canción Cantad al Señor 8, que culmina con el pensamiento gozoso de que el Señor viene a juzgar a toda la tierra! Esta es la espera que gobierna el temor y el deseo que domina el miedo. El miedo y el temor borran insensiblemente en nosotros la idea de que es el pensamiento más racional que podemos tener: no hay ningún pensamiento verdaderamente racional que no sea conciencia del fin; una acción es racional en la medida en que está llena de la conciencia del fin. Ningún pensamiento es más racional que el que colma el alma de Su inminencia, de Su venida que nos incumbe. Pero el miedo y el temor apartan este pensamiento, que sólo reaparece esporádicamente cuando –si la espera y el deseo no actúan como dinamita que abre una brecha– carga la vida cristiana de esa rigidez que impide a cualquiera ser un testimonio para nadie, y se percibe tan sólo como un yugo, sin la suavidad de la promesa9 que lo acompaña.
La espera y el deseo deben prevalecer sobre el temor y dominar el miedo. Miedo y temor siguen, pero cobran la forma de la espera y el deseo; son arrollados por el amor. Porque en el amor permanece el temor, y el «santo temor de Dios» indica ambos factores de la conciencia de nuestra relación con Cristo, de nuestra relación con lo eterno y con Dios en la vida. Sin embargo, la forma de este temor, aquello que lo determina, es decir, el rostro de esta materia basta y tosca que es el temor, es el amor. «El amor expulsa el temor»10, decía san Juan en la su primera carta; lo «expulsa», es decir, lo transfigura. E incluso en el amor entre el hombre y la mujer, entre los hijos y los padres, no existe amor sin respeto, sin reverentia –una palabra latina que quiere decir temer, revereor–. Porque el nuestro no es un amor que esté al mismo nivel de lo que ama. Eso sería como un contrato comercial: es el ideal del matrimonio según la mentalidad burguesa o según la mentalidad de la protesta estudiantil, aunque agite la bandera de las revueltas parisinas de mayo del 68. Nosotros somos seres dependientes, y justamente porque cada cosa nos revela el designio de Dios, para nosotros es como una palabra. Cada cosa, es decir, cada objeto, persona y acontecimiento.
Al final Él nos juzgará. Su venida será un juicio. ¿Cómo pueden la espera y el deseo convertirse en juicio si ese juicio no tiende a volverse paradigma, es decir, criterio, inspiración, ley de toda acción (porque cada acción es un paso hacia ese final, cada momento es un paso hacia ese fin)? Solo si ese juicio se convierte en paradigma, ley, medida, inspiración, y tiende a determinar la acción (cada acción, cada paso), entonces cada paso se vuelve espera y deseo, espera de deseo; entonces cada paso se convierte en amor, el amor transfigura el temor, y la reverentia se vuelve «devoción», un voto de todo mi ser, una dedicación del propio ser, un amor, en definitiva.
«Dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día [como en “ese” día, que no es el primer día, porque el primer día fue como una semilla; es “ese” día lo que permite ver todo el alcance, todas las implicaciones de la semilla; es el deseo del último día lo que hace vivir al primero], con dignidad. Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo [revestíos del juicio, del juez final, porque el juicio final es Su venida, que Él viene] y que el cuidado de nuestro cuerpo no fomente los malos deseos [no sigáis los criterios del mundo, según todas las inclinaciones que el pecado original nos despierta]»11.
«Vestíos del Señor Jesucristo»: identificaos con el Señor Jesucristo; que deseéis orar como Cristo, imitándole, que vuestra acción sea imitatio Christi. Pero la imitación de Cristo, en su forma más plena, completa como forma, ¿no es acaso la virginidad? «Vestíos del Señor Jesucristo»: ¡que cada acción se inspire en la virginidad, asuma la forma de la virginidad! «Quien quiera seguirme»12... «Sígueme»13. Sígueme, seguidme: «Por donde ha pasado el Maestro, por allí pasarán los discípulos»; «Como me han tratado a mí, así os tratarán a vosotros»14. Cada acción y cada momento, por tanto, anticipan el juicio final.
Cada acción es un juicio. ¡Qué cosa más artificiosa, qué abstracción espiritual, qué gesto tan inmediatamente forzado, qué episodio sin reflejo alguno sobre la vida, qué insignificante para el cumplimiento de la vida puede ser la Confesión –el sacramento– o la contrición con la que la comunidad cristiana pide que se abra la asamblea! ¡De qué forma suprimimos cuidadosamente de nuestro día cualquier “noticia” de juicio, del juicio! Lo llamaban «examen de conciencia», porque el “jesuitismo” y la reducción intelectualista, racionalista y voluntarista de la Iglesia de estos cuatrocientos años han olvidado que el verdadero término es «contrición». La contrición del centurión: «Señor, no soy digno»15, o la de Pedro: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador»16; la contrición, que debe acompañarnos a lo largo del día y que es un juicio. Cada una de nuestras acciones implica un juicio, porque toda acción anticipa el juicio final, Su venida. Y si la acción implica un juicio como el de Cristo en el capítulo veinticinco de san Mateo («Venid, benditos de mi Padre»17), entonces está llena de amor y tiende por su misma naturaleza a realizar Su venida en el mundo; si, en cambio, implica un juicio como el del capítulo veinticinco («Apartaos de mí, malditos»18), entonces habrá llanto y rechinar de dientes; así la contrición elimina el infierno, la contrición hace que se vuelva espera y deseo de Su venida incluso la acción injusta, incluso la acción que es pecado. ¡«Líbranos del mal»19!
La contrición cotidiana, en la medida en que avanza la madurez cristiana, está siempre en el umbral de nuestra puerta, y nosotros la abrazamos y la tomamos del brazo, caminamos junto a ella, nos abandonamos a ella –como tensión– cada vez que salimos, es decir, en cada acción nuestra, o al menos por la noche. Pero la contrición que debe definir nuestro año es sobre todo la contrición con la que comienza la asamblea cristiana o la contrición que está en el corazón de nuestra participación en el misterio de Cristo, que es el sacramento de la Confesión. Sin esta contrición nuestra espera, nuestro deseo, es demasiado infantil o demasiado ligero, es un poco superficial, es decir, se da demasiado por descontado. Sólo a través de la contrición la llegada inminente de Cristo y la incumbencia de Su venida resplandecen ante nosotros, solo la contrición nos hace vigilantes en la espera. La vigilancia es, por tanto, contrición. Existencialmente, a lo largo de nuestra existencia, la vigilancia es una contrición llena de amor; es ella la que alimenta la espera y el deseo, y en la espera y el deseo está la conciencia clara, la experiencia real de la inminencia de Cristo. «Antes del diluvio la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos. Por tanto estad en vela»20. Velar: es nuestra acción, nuestra expresión como juicio, nuestro momento vivido como juicio.
¿Cómo crece la autoconciencia, es decir, la conciencia de uno mismo como identificado con Cristo? Él no es el Cristo de los muertos, sino el Cristo de los vivos, el Cristo vivo, por tanto el Cristo que está a punto de venir; el que está a punto de venir es Cristo muerto y resucitado. ¿Cómo podemos vivir esta autoconciencia cristiana sin reconocer Su venida inminente, sin reconocer que el sentido de la vida tiene su culmen en la muerte, sin tener el sentido de la muerte a través de nuestras acciones que la anticipan? La muerte es juicio y la acción, que es juicio, anticipa este juicio, porque aquel juicio será el resultado de estos juicios: «El que hace el mal ya está condenado»21. Nosotros ya estamos juzgados, y por tanto «hemos pasado de la muerte a la vida»22, porque, «¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió y resucitó por nosotros?»23. Pero es necesario que este «por nosotros» se vuelva nuestro, que tomemos conciencia de ello.
Por eso la vigilancia es el tema que la Iglesia pone al comienzo de nuestro nuevo año de vida, como sentido de Su venida inminente, espera y deseo de Su venida que, para no ser superficiales y vanos, debe nacer de la contrición, porque nuestra vida no se desarrolla así, vive al margen de esto, muy al margen. Puede decirse por eso que al comienzo de este año de vida está la palabra contrición, precisamente como ejercicio del espíritu, como ascesis, como gesto de nuestra ascesis; es como el tema de nuestra conciencia personal este año. La contrición en la jornada, la contrición de la noche o de la mañana –que revista lo más posible nuestro día, que tienda lo más posible a volverse inicio de cada acción, inicio de cada relación, siempre en el umbral de la casa, compañía inmediata a cada salida nuestra–; pero sobre todo la contrición al comienzo de la misa –verdadera, expresada o no (expresarla debe aumentar su verdad)– y en el sacramento de la Confesión, que la mayoría de nosotros no vive todavía. La vigilancia como contrición, la vigilancia de la inminencia de Cristo como contrición.
3. Construir la casa de Dios
Hemos dicho al principio que la inminencia tiene otro significado –es el tercer y último pensamiento–: es sinónimo de deber. ¿Cuál es el deber? Aquello para lo que se nos ha dado la vida, aquello para lo que se nos ha dado la vida cristiana y aquello para lo que nos es dada la vocación a la virginidad, es decir, aquello para lo que se nos ha dado la vida que es vocación. ¿Por qué hemos sido llamados? ¿Para qué? Sería interesante escuchar vuestras respuestas. La vida nos es dada para la misión, y nada más; para ser colaboradores del designio de Dios que es Cristo. Y nosotros lo conocemos, «nosotros hemos recibido el Espíritu de Cristo»24. «Hemos recibido el Espíritu de Cristo»: lo hemos recibido para la misión. Dice el Salmo de hoy: «¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén! En ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David. Desead la paz a Jerusalén, vivan seguros los que te aman. Haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios. Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien»25. Aquí es donde «se demuestra, oh Señor, tu misericordia» –como dice el versículo del Aleluya26–; es aquí donde nos das la salvación («la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe»27).
La misión es construir Jerusalén. Pero, ¿qué quiere decir construir Jerusalén? ¿En qué consiste construir la casa de Dios, construir la Iglesia? «Desead la paz a Jerusalén: vivan seguros los que te aman, haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios. Por mis hermanos y compañeros voy a decir: “la paz contigo” [te deseo todo bien]». Este es el sitial del juicio: el que desea el bien. Este es el sitial de la casa de David: el que dice: «la paz contigo». Y así «estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén la palabra del Señor. Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. Casa de Jacob, ven; caminemos a la luz del Señor»28.
Construir la Iglesia quiere decir construir una trama de caridad, edificar la fraternidad de los hijos de Dios. El juicio sobre las personas, sobre los pueblos, sólo puede brotar desde la fraternidad; por eso sólo desde un lugar de fraternidad brota luz sobre los demás, y la gente acude. Aquel que quiere, el que tiene los ojos abiertos, el que es puro de corazón acude, aquel que es pobre de espíritu sabe a dónde debe ir. Lo único que puede juzgar al mundo es una trama de fraternidad, una trama de caridad, una trama de relaciones vividas como comunión: «¿No sabéis que nosotros debemos juzgar al mundo?»29. Esta es la casa de Dios: no erigida sobre una colina u otra, sino «en la cima de los montes»; ella misma es la colina hacia la que mira toda la gente que se afana en la llanura, en la medida en que son pobres de espíritu. Sólo desde la fraternidad puede comprenderse nuestro discurso, comprenderse verdaderamente, no repetirlo, no volver a decirlo, no construir ideologías sobre él. Sólo el que vive esta trama de caridad comprende el discurso mucho más que nuestros “entendidos”, que todos nuestros “entendidos”. En resumen, solo viviendo una trama de fraternidad y de comunión se es misionero, se es apóstol, se anuncia.
El anuncio consiste únicamente en esto. Por eso en el juicio final se juzgará la caridad, la comunión y, al mismo tiempo, el testimonio. Son los únicos dos contenidos del juicio final indicados por los Evangelios: el testimonio en favor de Cristo («Que deis fruto»30), y la comunión (capítulo veinticinco de san Mateo: «Tuve hambre y me disteis de comer»31). El juicio final consiste en esto, resulta claro, porque el juicio final tiene como criterio y como contenido a Cristo, es un parangón con Cristo, no con las leyes; es el parangón con una realidad acaecida en la historia de nuestra vida: un hecho que nos ha unido a sí, que nos ha implicado en Su comunión, y nada más.
Por eso cada acción de nuestra vida, cada momento debe ser, desde la vigilancia, comunión y apremio de testimonio –como dice san Pablo en el quinto capítulo de la segunda Carta a los Corintios32–, apremio por anunciar, urgencia misionera. Este es el criterio que juzga la acción, el momento: su apremio por la misión y su realidad de comunión, y nada más. Porque esto es lo que salva al mundo: «No temas, pequeño rebaño: yo he salvado al mundo, yo he vencido al mundo»33. Aunque tuviésemos en la mano el gobierno de China, de Rusia y de Estados Unidos, Cristo nos diría: «No temas, pequeño rebaño: yo he vencido al mundo», no vuestra fuerza. Y la fuerza con la que vence al mundo es la comunión de la que nos hace capaces, el anuncio del que nos hace capaces –la palabra de Dios «convertens animas»34: eso es lo que arrastra al hombre.
He aquí, por tanto, el único objeto de la contrición: si la relación ha sido comunión, si ha sido comunión el ceder o el no ceder, si ha sido comunión la contribución o la huida, si ha sido comunión el sacrificio, el trabajo o el descanso, y si ha estado dominado por la urgencia de la misión. La contrición se produce por tanto a causa de la ausencia, de la desproporción de la caridad, de la caridad hacia Cristo: la pasión del testimonio, en el que nuestra vida debería morir –¡mártir!–, y la caridad hacia los demás –que es lo mismo–: es decir, la comunión. Porque el testimonio se realiza a través de la comunión, y la comunión, la relación como comunión, se hace posible por el apremio de dar testimonio. Pues si no, «aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad nada me aprovecha»35.
Notas
1 Cf. Sal 90, 10.
2 Liturgia del primer domingo de Adviento, año A: Is 2,1-5; Sal 121; Mt 24, 37-44. Con respecto a la traducción oficial, entrada en vigor algunos años después del desarrollo del encuentro, se ha preferido mantener la versión utilizada por don Giussani, dada la referencia puntual al texto bíblico que aquí se realiza.
3 Is 2, 1-5.
4 Por "casa" se entiende la forma de convivencia estable entre los Memores Domini.
5 Cfr. Rm 13, 11-12.
6 Cfr. Mt 24, 38.42-44.
7 Cfr. Mt 24, 40-41.
8 Cantate al Signore un inno nuovo, en Canti, Cooperativa Editoriale Nuovo Mondo, Milano 2002, pp. 141-142.
9 Cfr. Mt 11, 30.
10 1Jn 4,18.
11 Cfr. Rm 13, 12-14.
12 Cfr. Mt 16, 24.
13 Cfr., entre otros, Mt 9, 9.
14 Cfr. Jn 15, 20.
15 Mt 8, 8.
16 Lc, 5, 8.
17 Mt 25, 34.
18 Mt 25, 41.
19 Mt 6, 13.
20 Cfr. Mt 24, 38-39.42.
21 Cfr. Jn 3, 18.
22 1Jn 3, 14.
23 Cfr. Rm 8, 34.
24 Cfr. 1Co 2, 12.
25 Sal 122, 1-2.5-9.
26 "Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación" (Sal 85, 8)
27 Cfr. Rm, 13, 11.
28 Cfr. Is 2, 2-5.
29 Cfr. 1Co 6, 2.
30 Jn 15, 16.
31 Cfr. Mt 25, 35.
32 Cfr. 2Co 5, 14.
33 Cfr. Lc 12, 32; Jn 16, 33.
34 Sal 19, 8.
35 Cfr. 1Co 13, 3.
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