Los días 17, 18 y 19 de noviembre se celebró en Madrid el VIII Congreso Católicos y vida pública con el título “El desafío de ser hombre”.
Publicamos un extracto de la conferencia inaugural del Decano del Instituto Juan Pablo II para los Estudios de Matrimonio y Familia de la Universidad Católica de Washington, que abordó el tema: “La naturaleza dramática de la vida: las sociedades liberales y los fundamentos de la dignidad humana”
La vida y la acción humanas alcanzan su integridad sólo en la medida en que son dramáticas, y a fin de cuentas son verdaderamente dramáticas sólo en tanto en cuanto suponen plenamente su condición de criaturas ante Dios. La encíclica de Juan Pablo II Evangelium vitae habla de un combate de nuestro tiempo entre el bien y el mal, entre una «cultura de la vida» y una «cultura de la muerte» (EV, 28). Este combate parece sugerir la idea de un drama. Sin embargo, creo que, aunque hay mucho movimiento y ruido, y a veces gran violencia en las sociedades democráticas de hoy, no existe virtualmente ningún drama, y precisamente es la ausencia de drama lo que revela la naturaleza de la deriva de nuestras sociedades hacia la cultura de la muerte.
Una relación constitutiva
Ser una criatura implica, eo ipso, mantenerse en relación con Dios que «pide» y presupone un «espacio» dentro de lo más profundo y original de la criatura, que emerge desde su misma raíz. La acción humana es una pasión porque en su raíz se encuentra un transcurso de esta relación con Dios que nos viene dada original y anteriormente. La vida humana es un hecho de poder interior por la misma razón: porque es sobre todo la vivencia de una relación que viene de dentro: una relación que, en palabras de san Agustín, es más íntima a nosotros que nosotros mismos y alcanza las mayores alturas, trascendiéndonos infinitamente. En resumen, pasión e interioridad nos revelan lo más profundo de lo que caracteriza nuestra apertura de criaturas al Infinito. Ambas nos muestran la capacidad humana receptiva de la relación con Dios.
Con las palabras sintetizadoras del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Católica del pontificado de Juan Pablo II, «la esencia y la existencia del hombre están constitutivamente relacionadas con Dios». Esta relación «no llega, por tanto, en un segundo momento ni se añade desde fuera. Toda la vida del hombre es una pregunta y una búsqueda de Dios (…) Entre todas las criaturas del mundo visible, en efecto, sólo el hombre es “capaz de Dios” (homo est Dei capax)».
En otro lugar, Juan Pablo II dice que «al crear a la raza humana a su propia imagen (…) Dios inscribió en (…) el hombre y la mujer la vocación, y así la capacidad y la responsabilidad del amor y la comunión. El amor es, por tanto, la más fundamental y originaria vocación de todo ser humano». La vida y la libertad se encuentran inextricablemente unidas en esta vocación al amor (EV; 95), de modo que, «lejos de alcanzarse en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos recíprocos (…) unen a las personas» (CDSI, 199, citado de la Congregación de la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, 26).
Todo lo que tengo que decir respecto a la naturaleza de la vida humana como drama se deduce de esta comprensión de la criatura como capax Dei et alterius, y del hecho de que esta capacidad de su condición creada «puede ser ignorada u olvidada, pero (…) nunca (…) eliminada» (CDSI, 109); y en relación a la cual, por tanto, ningún acto de inteligencia o de libertad puede ni por un momento ser neutral. Vamos a ver qué significa esto y por qué nos conduce al núcleo del problema de la oposición entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte en las sociedades democráticas, como anunció la encíclica Evangelium Vitae.
Una ausencia ontológica de Dios
[...] La vocación sobrenatural a compartir la vida de Dios y el Evangelio de la vida, que hunde sus raíces en esa vocación, halla «un profundo y persuasivo eco en el corazón de cada persona, sea o no creyente» (EV, 2). Como dice la encíclica, «creado por Dios, (…) el hombre tiende naturalmente a Él. Al experimentar la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la verdad expresada por san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”» (EV, 35).
Lo que sostengo, siguiendo la EV, es que las sociedades liberales, en virtud de sus conceptos neutrales de libertad y razón, dejan de lado esta inquietud llena de altibajos de pasión y poder interior, y el drama que esto implica. En una palabra, en el liberalismo, incluso en su mejor lectura, no existe el sentido de un yo que sea constitutiva y estructuralmente capax Dei et alterius. ¿Por qué?
[...] Debemos fijarnos primero en las características de estas sociedades y en sus mayores logros, que son, posiblemente, los derechos humanos y la tecnología. Podemos comprender bien en qué sentido constituyen avances auténticos del espíritu humano –y enfatizo que realmente lo son– sólo en la medida en que entendemos el sentido en que estas conquistas, en su característica forma liberal (también y simultáneamente), significan una ausencia ontológica de Dios.
La concepción del yo en el liberalismo
Para el liberalismo, el yo se entiende como desligado y por tanto indiferente hacia los demás. El yo construye o crea la relación con los otros, la cual no le viene ya (constitutivamente) dada con su ser. La relación con los demás es primero y ante todo un asunto de libertad, concebida como una simple elección, el ejercicio de una opción por parte del yo, incluso si el liberalismo, en el mejor de los casos, señala la importancia de esa elección. Consecuente con estas ideas, concibe las exigencias del yo a los demás como ontológicamente preferentes frente a las exigencias de los demás al yo. Los derechos, en definitiva, se entienden ante todo como una reivindicación de protección ante los demás, como una petición de inmunidad respecto de cualquier posible (indebida) influencia ajena, la cual sólo se ve, ea ipsa, como una invasión arbitraria, es decir, en principio intrusiva y propensa a la coerción.
Ciertamente hay algunas concepciones liberales de los derechos –por ejemplo, la de Thomas Jefferson– que relacionan su noción de derecho con un Creador, e insisten –precisamente– en que los derechos nos han sido otorgados por el Creador de forma inalienable. Pero la pregunta pertinente es si incluso estas nociones liberales de los derechos, que reconocen a Dios como fuente, tienen en cuenta que el acto fundamental de la criatura como tal acontece en el interior de un original ofrecimiento divino de amor que siempre “ata” a la criatura y a los otros por el amor. El acto de la criatura en su nivel más profundo es siempre por naturaleza una respuesta, y ese acto no puede sino iniciarse, en sentido radical y no obstante inconsciente, como un acto de amor obediente y de obediencia amorosa. Se sigue, en expresión de la EV, que «el ser y la vida [son] un don y una tarea» [donum et munus] (96). Los derechos brotan de las «exigencias» implicadas en este don y tarea, y se entienden «adecuadamente» sólo en el seno de estas exigencias. No conozco ninguna noción liberal de los derechos que suscriba adecuadamente este orden de prioridad.
Todo esto no implica ninguna merma de la importancia de los derechos. La cuestión es simplemente que es la llamada constitutiva a un servicio centrado en los demás el requisito del derecho del yo a todas esas condiciones que son necesarias precisamente para cumplir esta llamada al servicio. Nuestro razonamiento no se dirige, por tanto, a negar los derechos, sino únicamente a desentrañar el sentido en que estos, dentro de la interpretación liberal dominante, son a la vez el signo y la causa de la ausencia ontológica de Dios y de los demás en el sujeto.
La defensa liberal de los derechos individuales y la lógica del más fuerte
Por supuesto, la libertad de la criatura deja al yo el poder de rechazar su subordinación ontológica primigenia a Dios y a los demás. Sin embargo, resulta crucial ver que esta libertad no es y no puede ser, ni por un momento, indiferente al don de Dios (y de los otros) que pide respuesta: porque la propia condición del ejercicio de la libertad es esa relación original con Dios, incluso si se ignora o se niega. De hecho, la proclama de una indiferencia originaria en la actividad libre del sujeto ya implica una equivocada prioridad de la auto-afirmación, una (re-) concentración del poder electivo en un sujeto que se concibe ahora, eo ipso, desvinculado de la iniciativa (atractiva) de Dios que siempre y anteriormente libera la libertad subjetiva en el ser.
Se puede aclarar la importancia de lo que algunos quizá consideren una limitación arcaica si consideramos ahora la creación y el «pecado original» de Adán y Eva. Lo que transforma el acto libre de Adán de una imagen de Dios (de la creatividad de Dios) en un pecado contra Dios es precisamente su indiferencia original hacia el orden creado instaurado por Dios. Con su indiferencia Adán rompe la comunidad original que le unía no sólo a Dios sino también a Eva y a todas las criaturas. Por no tener en cuenta la exigencia constitutiva del otro en el acto original del yo, es decir, por su precipitada, y precisamente des-obediente afirmación de sus derechos ante la creación, Adán instaura la ausencia original de Dios que genera la primera cultura de la muerte.
Debemos afrontar con todas sus consecuencias la paradoja que implica el razonamiento anterior: la defensa liberal de los derechos individuales presupone una indiferencia ontológica-original del sujeto hacia los demás, que conduce a una dinámica interna por la que se conculca la protección universal pretendida en la misma defensa. Contra las mejores intenciones morales propias del liberalismo, tal indiferencia encarna una lógica que antepone el «fuerte» frente al «débil», esto es, del «independiente» sobre el «dependiente». No logra reconocer la dependencia ontológica de todo sujeto ante Dios y ante los demás, la única que despliega una verdadera fuerza y justifica la dignidad incondicional de todo hombre, incluso, de forma especial, de los «débiles» y los «dependientes».
En consecuencia, las democracias occidentales, que han logrado empapar sus culturas con estas concepciones liberales de los derechos, tenderán por su lógica interna a volver incluso con más intensidad a los totalitarismos del fuerte sobre el débil (y ciertamente, por eso también a dictaduras del relativismo cada vez más puras).
La tecnología, ¿ontología de la modernidad?
Volvemos, por tanto, al significado liberal del orden inteligente entendido como primariamente tecnológico. (Algunos dicen que la tecnología es la ontología de la modernidad).
De nuevo nuestra atención no se centra sobre todo en las desviaciones morales prácticas de la (bio) tecnología, como la clonación o la fecundación artificial, sino en presupuestos más hondos del liberalismo que generan antes que nada la vulnerabilidad ontológica respecto de esas prácticas y que por eso se presentan ya como conquista de la tecnología. Consideremos, por ejemplo, los rasgos de orden implicados en ciertos avances de la sociedad liberal en sus medios de comunicación, como los teléfonos móviles, internet, los periódicos, la televisión y otros.
Estos medios invitan a una comunicación que tiende a la extroversión (a mirar afuera) y a la superficialidad (a quedarse en la superficie). La experiencia se entiende como adquisición y manipulación de bits de información de acceso digital, o como el hallazgo de «partes» fragmentadas, cuya adición instantánea no produce más que «todos» fragmentados. Es la experiencia sin sentido común; la extensión sin intensidad; la dispersión en una «vaga infinitud» de presencias superficiales que se suceden sin fin, tan distinta de esa «infinitud cabal» de alturas y profundidades. Y muchas cosas más.
En resumen, estos medios de comunicación promueven por su lógica interna la dispersión: una incapacidad para la atención paciente necesaria para que el yo se relacione íntegramente con los demás en su propia integridad.
No es ni mucho menos accidental que el acto característico de la sociedad liberal sea un acto de consumo y que su modo de intercambio más típico sea el comercial.
Una objeción típica es, por supuesto, que no importa la lógica interna de los instrumentos mencionados, porque lo que cuenta al final es cómo decidimos usarlos. Por limitaciones de tiempo, sólo puedo recordar aquí que mi tesis es que, en la medida en que la experiencia de la realidad de nuestra cultura está mediatizada por estos instrumentos, nuestro modo de pensar y de comportarnos se encontrará progresivamente incapacitado para una relación genuina inmanente-trascendente con Dios y con los demás. (La tecnología comporta un cambio simultáneo en el objeto y en el sujeto de la experiencia).
Me atrevería a decir que casi se puede definir el liberalismo propiamente como un Trastorno por Déficit de Atención (TDA).
[...] La falta de aprecio de la sociedad liberal por la paciencia y el silencio necesarios para cualquier acción o discurso humano verdaderamente dramáticos se expresa ella misma –ante la evidencia del dolor y la exigencia de sacrificio personal– en la marginalización hasta su desaparición de aquellos que no pueden actuar ni comunicarse, fundándose en los derechos e intereses de los que sí pueden. Tenemos que entender hasta qué punto la seguridad de los propios derechos en la cultura liberal es casi coextensiva con la capacidad de quejarse y moverse.
La ausencia efectiva de una Iglesia sacramental-mariana
[...] la ausencia de Dios manifiesta en las nociones liberales sobre la libertad y los derechos y en el orden tecnológico racionalizado no puede sino presuponer y promover –de forma notable– la ausencia efectiva de una Iglesia sacramental-mariana.
Esta ausencia efectiva presenta al menos dos formas. La primera es que en la sociedad liberal estadounidense no hubo, desde luego, una Iglesia sacramental-mariana que desde el principio conformase los rasgos dominantes del pensamiento, la acción social y las instituciones. Max Weber acertó a ver que la diferencia esencial entre el calvinismo –en la forma puritana que prevaleció en Norteamérica– y el catolicismo consistía en la supresión puritana del sacramento, especialmente el de la Penitencia, aun cuando él mismo no llegó a explicar todas las consecuencias de esta diferencia. Esto significa que el Puritanismo no reconoció una presencia de Dios efectivamente infalible (Petrina) en la historia, ni una respuesta mariana siempre sostenida que activara, por parte de la criatura, esa presencia efectiva infalible. El Puritano, por tanto, nunca ha podido estar seguro de su salvación, de la eficacia de la relación redentora de Dios hacia él. Nunca podría estar cierto de que esa relación se daba realmente. Desde luego, esto no quiere decir que el Puritano creyese que él tuviese que construir esta relación. Implica, sin embargo, que debía verse a sí mismo como individuo, mirar su comportamiento individual para encontrar signos de la acción redentora de Dios en él. El resultado es una lógica en que la sola fide se invierte por completo y lleva a enfatizar en el hombre la actividad mundana racionalizada, para considerar la propia vida como un signo de la presencia efectiva del acto redentor de Dios.
Es indudable que los Puritanos no negaban la Alianza. El asunto es simplemente que, con la supresión del sacramento Petrino y la actitud de respuesta mariana, y por tanto con la pérdida del siempre-dispuesto, efectivo-histórico acto de Dios primigenio, la libertad de la alianza tiende a convertirse por parte del hombre en un simple contrato, incluso aunque esta libertad contractual refuerce una concepción individualista de los derechos y una racionalización cartesiano-tecnológica del orden del mundo. Conviene ponderar el nexo entre esta ausencia de una Iglesia sacramental-mariana en EEUU y la indiferencia ontológica que se da en el liberalismo norteamericano en cuanto a la libertad contractual (de derechos individualistas) y a la inteligencia neutra (orden tecnológico).
El riesgo de una concepción y estilo de evangelización asumidos del liberalismo dominante
En segundo lugar, en tanto en cuanto existe realmente una Iglesia sacramental-mariana en una sociedad liberal, el riesgo es que trate de evangelizar su cultura asumiendo los términos del liberalismo dominante. Es decir, que conciba su tarea sobre todo como un control de los derechos tal y como se presentan en la cultura, y que busque su aplicación en los casos evidentes en que se tiende más a olvidarlos hoy: en los seres humanos justo al comienzo y al final de sus vidas. Sin duda es importante que la Iglesia asuma esta función. El problema, si mi argumentación es acertada, es que ese enfoque de la evangelización deja intacta la noción de derecho que ha hecho vulnerables sobre todo a los seres humanos más «débiles».
Otro riesgo de esta conexión es que (incluso) los propios miembros de la Iglesia sacramental-mariana emprenderán iniciativas evangelizadoras con un estilo que confía desproporcionadamente en los mismos mecanismos que presupone y promociona el modelo liberal-tecnológico de difusión vigente. Considérese la producción de papel, las convocatorias de reuniones, de paneles de expertos, la multiplicación de ministros (y la inflación de carteras ministeriales), todo ello apoyado y azuzado por los faxes, los teléfonos móviles, los ordenadores, los correos electrónicos y los servicios de noticias que a su vez incrementan las montañas de papel, generan reuniones más frecuentes y más largas chácharas de comités. El riesgo, sencillamente, es que los esfuerzos evangelizadores de la Iglesia prescindan del viejo clericalismo autoritario para remplazarlo con un clericalismo melo-democrático propio de la edad de los directivos de Starbucks. (Clericalismo en forma de habilidades directivas laicas).
Ciertamente es indispensable que defendamos los derechos, y seguramente no podríamos funcionar hoy prescindiendo de medios electrónicos y similares. La cuestión sencilla y fundamental es que necesitamos cambiar desde dentro la comprensión liberal-tecnológica dominante acerca de ellos. ¿Cómo vamos a lograrlo?
Dos aspectos: descanso y verdadera libertad
Simplemente manteniendo nuestro ser con su origen y destino de criaturas y como miembros de la Iglesia sacramental-petrina y mariana. Para ilustrar lo que voy a decir podemos subrayar dos aspectos importantes aquí implicados.
Lo primero es que necesitamos recuperar el Dies Domini, el día del Señor. Necesitamos recuperarlo con su sentido comprensivo tal como se expresa en la Eucaristía y en el fiat de María. No sólo como el último o el primer día de la semana, sino como el tiempo presente dentro de cada día. Como insistía el entonces cardenal Ratzinger, debemos recobrar el significado de nuestro ser como creado para la adoración. Hemos de recuperar esa quietud aún inserta en lo profundo de toda acción auténticamente humana y de toda verdadera comunicación, una quietud que, como recuerda Ratzinger, no consiste en inactividad sino en enterrar las raíces de nuestro ser en la fructífera quietud de Dios.
En palabras de san Ambrosio, citadas en la EV, cuando Dios descansó de su obra «descansó en lo íntimo del hombre, […] descansó en su mente y en su pensamiento» (EV, 35). Nuestro descanso en Dios, que a su vez descansa en nosotros, implica todo un programa de vida y cultura que debemos desarrollar.
En segundo lugar, y como expresión cabal de nuestra recuperación del Dies Domini, es preciso que encarnemos el significado auténtico de la libertad en su orden constitutivo como la verdad de un amor destinado a expresarse en una promesa. Esa promesa adoptó una forma histórica-eclesial en dos estados de vida: la virginidad consagrada y el sacramento del matrimonio. Ambos estados expresan una relación esponsal permanente con Dios, implican el ser completo y –cada uno a su modo– incluyen la relación con el mundo entero. [...] Respecto al estado de vida célibe: hay especial necesidad de esta forma de virginidad consagrada que entra en lo profundo del mundo y permanece allí (la forma «secular» de la vida consagrada: los institutos seculares), de manera que el significado del hombre como capax Dei, como destinado a la adoración, pueda vivirse de verdad en cada pensamiento y en cada acción, ayudando a cada ser creado y en cada uno de sus rasgos a realizar su verdad más íntima, que conserva su «legítima autonomía» a la vez se mantiene en relación con Dios.
Respecto el estado de vida marital: como «Iglesia doméstica» y como el hogar original de la comunidad humana, la familia desempeña una función fundamental en la revelación del sentido de la libertad como el orden de un permanente y natural lazo de amor que da fruto. La paternidad, la maternidad y la infancia contribuyen cada cual de forma indispensable a completar el significado de la vida como el fructuoso dar y recibir dones. En la familia aprendemos qué significa el valor incondicional –no meramente contraído– del pequeño, el débil y el indefenso. Aprendemos que la verdad, el bien y la belleza se originan en el ser, no en el tener ni en el producir: que no son ante todo actos de consumo ni transacciones comerciales. Entendemos el significado propio del tiempo, el espacio y el movimiento –y de la techné– como materias primas del desarrollo paciente y orgánico de la vida y del amor.
Hasta llegar al encuentro con la Fuente divina del ser
Para concluir diré que el problema cultural de las sociedades liberales –incluida la angloamericana, y a pesar de su sincera religiosidad– es el que se repite siempre en la historia: la ausencia de Dios. Los problemas de la creciente cultura de la muerte en tales sociedades son morales y políticos sólo porque en el fondo son onto-teológicos y espirituales. Por eso Juan Pablo II hizo suya la afirmación de que «el siglo veintiuno será religioso o no será en absoluto». La clave de nuestra argumentación ha sostenido que la acción humana sólo llega a ser dramática penetrando a fondo en la vida hasta llegar al encuentro con la Fuente divina del ser, al eco del fiat mariano y el canto del Magnificat que brota del centro de la criatura humana, un encuentro que debe desarrollarse como un completo modo de vida. La pasión, la interioridad y Dios viven y mueren juntos, y es la ausencia de los tres –y la ausencia de drama en este sentido– lo que explica fundamentalmente la deriva de las sociedades democráticas hacia una cultura de la muerte. En una palabra, es el drama evocado por la belleza de Dios que sufre en Jesucristo, el único que puede salvar el mundo.
* El texto integral de la conferencia del profesor Schindler se publicará en las actas del congreso.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón