En medio de la crisis argentina, la historia de Héctor y de un grupo de amigos que no se resignaron a la protesta en la plaza. Se volvieron emprendedores
Héctor y su mujer, Soledad, viven en la periferia de Buenos Aires, en La Matanza, el barrio más grande, con un millón ochocientos mil habitantes, y también el más pobre del conurbano de la capital argentina. En 1995 en Argentina la desocupación tocó el ápice del 18%, es decir tres millones de personas sin trabajo. Entre estas Héctor, que hasta ese momento había sido un obrero metalúrgico. Junto con otros desocupados entra en el movimiento de los piqueteros y sale a las calles a protestar.
Después, en 1997, el desarrollo. «En un determinado momento me di cuenta –nos relata– de que esta situación era insostenible. De hecho, los piqueteros eran pagados por el poder político y prácticamente recibíamos subsidios asistenciales estatales... para seguir desocupados. Éramos funcionales al poder político. Con algunos decidí que debíamos comenzar a gestionarnos nosotros el trabajo, queríamos combatir esta cultura del “no trabajo”, del depender de alguien en modo asistencial. Se necesitaba un proyecto educativo. Cambiar una mentalidad, sobre todo para nuestros hijos, tanto que una de nuestras primeras preocupaciones fue la de “hacer” una escuela. Pero en especial debíamos aprender a gestionarnos el trabajo. En 2001, juntando los pocos ahorros que teníamos y nuestras capacidades, hemos dado vida a una cooperativa de pequeñas empresas. Lo fundamental era demostrarnos a nosotros mismos que el hecho de que éramos desocupados no era culpa nuestra y que nuestras ganas de trabajar estaban intactas».
Con veinte amigos, y gracias a donaciones de la embajada canadiense, pusieron en funcionamiento una panadería donde el pan se vendía a un precio muy bajo –precio social– garantizando un justo salario a quien trabajaba. Desde la venta del pan comenzó a instaurarse una relación distinta con las personas del barrio. Pero no basta la panadería. A través de algunos amigos presentan sus proyectos de empresa y logran recibir pequeñas sumas, a veces restos de donaciones, y en 2003 dan vida al taller textil.
Se necesitan maquinarias, pero también relaciones para tener trabajo y hacerse conocer. Logran incluso tener, a través de una ONG, un largo coloquio con el ministro de educación. Pero la verdadera ayuda llega de Martín Ciurba, uno de los más importantes diseñadores de ropa de la Argentina. «Surgió inmediatamente una relación de confianza –explica Soledad–. Juntos creamos un programa que nos permitió presentar nuestro producto en “Buenos Aires fashion”: un guardapolvo, una prenda que usan tanto los obreros como los científicos. ¡Un producto democrático! Este hecho nos dio mucha visibilidad y hasta los periódicos hablaban de eso. Hemos recibido una importante orden de compra desde Japón y así comenzamos a exportar nuestros guardapolvos». «Llegados a este punto, se presentó otro problema –sigue Héctor. Muchos querían ayudarnos, proponiéndonos otros tipos de empresa como, por ejemplo, la de producir jabón. ¡Pero nosotros no lo sabíamos hacer! Así hemos entendido que debíamos formarnos. Debíamos asociarnos a otras empresas».
De relación en relación se pusieron en contacto con una persona que se ocupa de comercio solidario en Italia, que propone exportar remeras a ese país. El proyecto comprende la producción completa: desde el algodón, producido por una comunidad indígena del norte argentino, hasta los tejidos y confección en el taller textil. «El pedido era de cien mil remeras por año. Solos no lo podíamos hacer, por esto nos juntamos con otros seis talleres». Las ideas no faltan. Nace una editorial, que ya publicó tres libros de los cuales el último, Cuando con otros somos nosotros, cuenta la experiencia asociativa y vendió mas de ochocientos ejemplares.
Y un año atrás tuvo lugar el encuentro con los amigos del movimiento, a través de Javier Comesaña de la Fundación del Diario La Nación. «Nos pidieron participar en un encuentro de responsables del movimiento en Argentina para contar nuestra historia. Inmediatamente nos dimos cuenta de que teníamos un punto en común: la necesidad del hombre, que no se reduce solo a bien material. Hemos conocido a Aníbal, Antonella y la Obra del Padre Mario Pantaleo con la cual hemos comenzado a trabajar con algunos proyectos. Pero sobre todo fue la propuesta educativa la que nos impactó. Mirando el video de Giussani sobre El riesgo educativo hemos encontrado las respuestas a muchas de nuestras preguntas. El desafío que propone Giussani es el mismo por el cual nosotros estamos luchando: educar a nuestros hijos, y a nosotros mismos, para una vida más verdadera».
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