Incluso en el campo científico, la experiencia no puede limitarse a la medida de aquello que se prueba, porque el hombre busca un sentido total de la realidad. Una contribución desde el estudio de la historia de la Medicina
Me han pedido que intervenga sobre el valor de la experiencia en el campo científico, en particular en la historia de la Medicina. Puede resultar útil, teniendo en cuenta las preocupaciones expresadas por el Papa en Ratisbona, en el encuentro de la Iglesia italiana en Verona y por último en la inauguración del curso académico en la Universidad Lateranense. El Papa ha subrayado que en Occidente, a causa de la influencia de las ciencias experimentales, la razón ha sufrido una reducción indebida. En los ambientes culturales e intelectuales la mayoría considera razonable solo aquello que es de alguna manera medible. Todo lo demás, todo aquello que no puede medirse objetivamente, pertenece a la fe subjetiva o, como mucho, como decía Popper (el filósofo de la ciencia más popular del siglo pasado), a las “otras” razones, sin más definición.
El caso Galileo
En efecto, después de Galileo, también a causa de la condena eclesiástica que sufrió, el conocimiento evolucionó dentro de una división aparentemente irremediable: por una parte, el conocimiento científico, válido para todos; por otra, el conocimiento por medio de la fe, válido sólo para los que la tienen. Como es sabido, Galileo defendía la teoría según la cual la Tierra giraba en torno al Sol. Se le pidió que renunciase a ella, puesto que contradecía la Escritura y la tradición. Galileo, que era un buen católico (tenía incluso una hija monja) abjuró de sus teorías, murmurando su famoso «y sin embargo se mueve» (referido a la Tierra). Su intuición no fue demostrada en su tiempo, y la posición de la Iglesia tenía su justificación. Sin embargo, como el progreso de los estudios astronómicos demostró la exactitud de la intuición de Galileo, la posición de la Iglesia pasó como oscurantista y su propuesta como subjetiva, no documentable de forma adecuada por la experiencia. Justamente la experiencia fue limitada a la medida de lo que se podía demostrar, sin posibilidad de ir más allá en la búsqueda de un sentido total de la realidad. Además, puesto que lo que se prueba es contingente y provisional, incluso las inferencias de carácter general –por ejemplo, las leyes de la Física– valen mientras alguien no demuestre lo contrario. De forma análoga, todo –el universo, el mundo, el yo– se vuelve contingente y provisional, y quien habla de una verdad y de una esperanza definitiva, lo dice en términos como mucho sugerentes, nunca vinculantes, es decir, obligatorios para todos.
La experiencia de la enfermedad
El objeto de estudio de la Medicina es la enfermedad. No es un objeto “frío”, como el de la Física o el de las Matemáticas; es dramático, es más, resulta peligroso y no solo para los enfermos, sino también para quien les cuida. Acercarse a los enfermos significó durante siglos correr el riesgo de contagiarse. Howard Ricketts murió en 1910 en Ciudad de Méjico, sacando a la luz las “rickettsias”, agentes de tipo petequial. De esta forma, en los tiempos antiguos los enfermos infecciosos eran en su mayoría evitados o alejados. Para que los enfermos fuesen acogidos y asistidos fue necesario el cristianismo, fueron necesarios los monjes, que crearon conventos con lugares de hospitalidad para los pobres y los enfermos, tratados “como Cristo mismo”. Más tarde, Guido de Montpellier dio vida a la Orden Hospitalaria del Espíritu Santo, reconocida por el papa Inocencio II en 1198 y sostenida y difundida por la Iglesia. Los hospitales civiles llegaron mucho después y, en cualquier caso, sin frailes y monjas no hubiera existido la actividad de enfermería, que fue durante siglos casi la única forma de alivio para los enfermos, dada la impotencia de los médicos. Sin el anuncio de la Resurrección de Cristo, la enfermedad era el comienzo del fin, una maldición de la que huir conjurando al dios malvado que la había provocado. Con la Resurrección de Cristo la muerte no es ya la palabra definitiva sobre la vida, y su esperanza no queda eliminada por el riesgo que corre. Por eso resulta comprensible que, para correr el riesgo de vivir la enfermedad y de cuidar a los enfermos afrontando la muerte, no puede bastar una idea o un sentimiento; es indispensable una experiencia, una experiencia de humanidad y conocimientos nuevos que no contradicen a la razón porque la abren, la hacen más potente, por tanto más capaz de no detenerse ante el límite doloroso e “incurable” de la existencia humana.
El estudio de la medicina
Además de los hospitales, no habrían podido nacer tampoco las universidades, los lugares modernos de la ciencia, surgidas precisamente a causa del ímpetu por buscar la verdad de todo: uni-versitas, hacia la unidad del saber. La Abadía de Montecassino se halla en el origen de la Escuela salernitana, la primera escuela médica, anticipo de las universidades de Bolonia, París, Oxford y Cambridge, realizadas todas bajo impulso (y control) eclesiástico. Los primeros fundamentos del mismo método experimental –el de Galileo y el de la ciencia moderna que niega la fe– fueron planteados por Alberto Magno (maestro de Tomás de Aquino), Roger Bacon y, sobre todo, Roberto Grosseteste, primer canciller de Oxford y después obispo de Lincoln, la mayor diócesis de Inglaterra. La Medicina tuvo una gran parte en este movimiento, no solo como factor de desarrollo del saber sino como conocimiento influido por el resto de saberes más exactos. Siguiendo el camino de la Física y de la Química, se comprendió que a la anatomía correspondía una fisiología; que a la eficacia de las hierbas corresponden sustancias que se extraen de ellas y otras análogas o distintas, que pueden ser creadas ex novo o modificadas. Del estudio de la enfermedad como alteración de todo el cuerpo, se pasó al estudio de las alteraciones de los órganos, de los tejidos, de las células (incluso las bacterias), para llegar hasta las moléculas.
Reduccionismo biológico
En este momento nos encontramos aquí, en el estudio de lo cada vez más pequeño. La enfermedad corre el riesgo de ser “separada” del enfermo e investigada en el desorden microscópico que parece ser su causa. La cirugía no solo “corta” y demuele; también trasplanta, sustituye y reconstruye, en espera de nuevos descubrimientos que la hagan cada vez menos necesaria. Sin embargo, contra este reduccionismo biológico y tecnológico, el enfermo –todos los enfermos– siguen pretendiendo ser tratados como “unidad”: no solo física, sino de necesidad. Incluso las tendencias más absurdas en las aplicaciones médicas, como la investigación con embriones o la misma eutanasia, surgen como un intento de mayor perfección y felicidad, y llegan hasta el punto de matar, porque la perfección y la felicidad no son posibles. En las actividades de programación sanitaria todos, absolutamente todos, proclaman que en el centro hay que poner al enfermo, a la persona, que es mucho más que el desorden biológico.
Como se ha puesto de manifiesto en un reciente documento del Consejo de Bioética del Presidente de EEUU, Beyond Therapy, del progreso de la Medicina se esperan, además de la liberación de las enfermedades, niños mejores, prestaciones físicas y psíquicas más eficaces, alargamiento de la vida y, por qué no, una vida más feliz.
Resumiendo, las posibilidades son dos. O el hombre se pone a hacer de Dios, sin serlo y, por tanto, a llevar a cabo desastres; o bien, también en la ciencia se pone a buscar a Dios para comprender para qué está hecho. Esta es la sugerencia del Papa; esta es la enseñanza de la historia de la Medicina, que se ha ocupado siempre de hombres que no lo consiguen y que piden, es más, gritan ser ayudados a conseguirlo.
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