El trabajo en un hospital francés. La provocación de un paciente. El comienzo de una relación nueva con enfermeras y colegas. La dinámica de una presencia que genera
Me llamo Roberto y soy responsable de la unidad de cirugía vascular en el hospital de Toulon, en donde vivo con mi mujer y nuestros cinco hijos. Quiero contar lo que está sucediendo en mi vida profesional desde hace algunos meses tanto en la planta en la que trabajo como con mi equipo.
Todo empezó a partir de la provocación que el movimiento nos hizo acerca de la educación como introducción en la totalidad de la realidad y en su sentido.
A finales del año pasado un paciente me hizo ciertas observaciones sobre la planta en la que había estado ingresado. En lugar que excusarme, como había hecho en otras ocasiones, me sentí especialmente tocado y provocado. Hablé de ello con la jefa de planta, puesto que los problemas afectaban sobre todo al personal paramédico. La respuesta fue previsible: «Tenemos que hacer una reunión». Pero me pregunté: «Una reunión, ¿para hacer qué y para decir qué?». Y sobre todo: «Pero yo, ¿qué quiero verdaderamente? ¿Qué comparto con estas personas con las que trabajo codo con codo desde hace años? En el fondo, no sé nada de ellos». A lo largo del día, el tiempo a nuestra disposición para compartir algo al margen de los problemas “técnicos” es muy escaso. Lo comenté con mi mujer y mis amigos. Entonces, decidí proponer al personal con el que trabajo que nos viéramos a partir de la constatación bastante evidente de que el hombre es una unidad. Es muy difícil trabajar de manera distinta a lo que somos en nuestra vida diaria. Quizás podamos llegar a cierta perfección técnica, pero el trabajo seguirá siendo un ámbito muy a menudo hostil, difícil, inhumano, donde tratar de defenderse para limitar los daños que se puedan sufrir, mientras la vida que merece la pena vivir empieza después. O bien, el trabajo se convierte en el “todo” de la vida.
En el bar
Una tarde quedé con dos enfermeras en un bar para confiarles mi preocupación. Se interesaron por mi propuesta y decidimos proponer a todo el personal de la planta vernos después del trabajo en una sala de reuniones del hospital.
Al primer encuentro asistieron diez personas. Expliqué lo que me había pasado a raíz de un hecho, casi casual, y les hablé de mi proyecto. La primera reacción de una enfermera fue: «¿Por qué has tardado tanto en proponer este tipo de encuentros?».
Decidimos quedar una vez al mes para abordar un tema propuesto a partir de un suceso, una constatación o una reflexión, de un hecho de actualidad que tuviera que ver con nuestra profesión, para compartir nuestras experiencias, discutir y juzgar el trabajo y nuestra experiencia.
Estos encuentros han supuesto para mí una ocasión privilegiada para ser educado y aprender a educar a los pacientes, a ayudarles mediante la relación con ellos; para ser introducido de forma más verdadera en la realidad de mi trabajo.
¿Puede llorar una enfermera?
El segundo día (éramos ya quince, casi la mitad del personal de la planta) propuse como punto de partida el famoso cuadro The Doctor, del pintor inglés Field, para hablar del límite del médico ante la enfermedad. La discusión fue muy rica y, en un momento dado, la jefa de planta contó que había pasado por una situación similar y que había llorado junto a la familia. El hecho de no poder resistir la emoción y llorar le había disgustado, porque se había sentido poco “profesional”. Le dije que la grandeza de nuestro trabajo estriba en estar ahí incluso cuando no hay nada que hacer por el enfermo, justamente como el médico del cuadro. ¿Dónde está escrito que una enfermera no deba llorar ante el dolor, ante la cruda realidad que viven otros hombres? ¿Quién dice que el mejor modo para acompañar el dolor y el drama del otro está en controlar los propios sentimientos? Lo increíble es que al día siguiente todas me preguntaron cuándo volveríamos a vernos, y la jefa de planta me confesó que no había pegado ojo en toda la noche.
Esta iniciativa ha sido ocasión para ser introducidos en la realidad de la enfermedad de forma sencilla porque –como escribe Giancarlo Cesana en el libro Il ministero della salute– «la enfermedad es la ocasión, la circunstancia a través de la cual el paciente y el médico son puestos en situación de compartir de forma más o menos consciente el sentido de la vida». Esta es, por ejemplo, la provocación que he lanzado en una de las últimas reuniones sobre el tema de la enfermedad como factor de educación. Hablamos de cómo el trabajo remite continuamente al sentido de la vida, al sentido de la enfermedad, de la muerte y del sufrimiento, es decir, a esas cuestiones últimas que conforman el “sentido religioso”.
En septiembre trabajaremos sobre El sentido religioso de don Giussani. Todos dijeron que sí y me han pedido ejemplares del libro. Algunos lo han leído durante el verano...
Todo cambia
El trabajo en el hospital ha cambiado, incluso en su aspecto más cotidiano. Entre nosotros hay una una familiaridad distinta, una complicidad que toma más en serio las expectativas del paciente y las dificultades que vivimos frente a ellos. A menudo basta con una mirada o una frase durante la visita o después, para reclamarnos a una mayor atención. Y, especialmente cuando se trata de dar una mala noticia, ya no voy casi nunca solo a ver a un paciente o a su familia. Hace dos meses a una de nuestras enfermeras que asiste a nuestras reuniones le diagnosticaron un cáncer. Vino a verme: «Yo sé que todo esto tiene un sentido más grande que la enfermedad». Unos días antes de ser intervenida por un eminente especialista de Marsella, le pregunté qué tal estaba. Ella me respondió: «Estoy bien; en el equipo médico son todos muy competentes, me han tratado profesionalmente, pero en nuestra planta hay algo distinto». Nuestro amigo Enzo Piccinini, comentando un manifiesto de Pascua hace unos diez años, decía: «El atrevimiento y la indomabilidad cristianas existen porque todo nos es dado. Podría no existir nada. Entonces, ¿de qué tenemos miedo? En esto consiste la libertad cristiana: en no tener miedo de equivocarse. El problema es uno solo: que la verdad, en la carne de todos los días, no cristalice en doctrina, sino que, a través del trabajo cotidiano, genere ese hombre que espera en la presencia infinita del Misterio; y que, respondiendo a ese Misterio, vence la tentación de relacionarse con la realidad a partir de lo que siente, de lo que controla, en fin, de su medida». Es lo que deseo de corazón.
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