El texto de la intervención sobre el título del Meeting 2006. Lunes 21 de agosto
El Presidente del Senado italiano, Marini, manifestó ayer su deseo de tender a la unidad de los católicos, lo cual hizo saltar inmediatamente la alarma en los periódicos ante la posible vuelta de la Democracia Cristiana. Yo no lo he entendido así, sólo en términos políticos, sino como la exigencia que nace de una pertenencia, de su historia en su familia y en su parroquia. Sin embargo, la unidad entre los hombres, ese ideal que todos los hombres buscan (no olvidemos que estamos en tiempos de guerra) no se alcanza ni a través del sentimiento ni de la voluntad; no digo que estos no sean necesarios, pero no son suficientes, sobre todo la voluntad. La voluntad es una condición imprescindible para la acción del hombre, pero no es suficiente, porque las traiciones y las contradicciones que vivimos cada uno son demasiado grandes. Nuestro deseo de ser diferentes mañana es demasiado débil, no basta. La unidad se construye sobre algo que es más fuerte que la voluntad, sobre una concepción de uno mismo y del mundo; y la manera en que uno se concibe a sí mismo se basa o en una filosofía o, de manera más laica, en una experiencia. Digo “de manera más laica” porque, como sugiere la raíz griega laos, que significa pueblo, la experiencia es algo posible para todos. Una manera de concebirse que se base en la experiencia es posible para todos, también para los que no tienen estudios; mientras que una manera de concebirse basada en la filosofía es patrimonio tan sólo de los estudiosos, que son los que pretenden interpretar la realidad y nos explican a los demás de qué va la cosa. Lo cierto es que lo contrario de ser laico no es ser católico, o cristiano, o creyente; lo contrario de la laicidad es el intelectualismo. La nuestra es una sociedad de clérigos dominada por un intelectualismo ácido, que impide el acceso a los demás. Por eso la unidad, la tensión del hombre hacia la amistad que cada uno de nosotros anhela, se va construyendo por aproximación, apoyándose en la experiencia. La experiencia no consiste solo en probar las cosas, sino en probarlas y quedarse con lo que tiene valor: «Probadlo todo y quedaos con lo bueno», escribía san Pablo (es la mejor definición de cultura, comentaba a menudo don Giussani). La unidad se construye sobre la experiencia de la propia humanidad, de lo que significa ser hombre o mujer. Pero, ¿de qué está hecha la humanidad? De libertad (Meeting del año pasado), de razón (Meeting de este año), y también de experiencia. Yo no soy filósofo, hablo de mi experiencia. Apelo a vuestra experiencia. ¿Qué quiere decir en vuestra experiencia que la razón es exigencia de infinito? ¿Dónde vemos esta exigencia de infinito? La vemos en la relación que tenemos con la realidad. En nuestra relación con la realidad –ya sea cuando la realidad se manifiesta como algo positivo o, más aún, cuando se presenta como negativa, cuando nos golpea y nos hace daño– siempre falta algo. Como la misma palabra –del latín satis facere, hacer bastante– indica la satisfacción es eso, bastante, pero nunca total. La percepción del infinito, para un hombre que tenga sensibilidad, surge como melancolía. Escribe Giussani en Realidad y Juventud. El desafío: «Cuando yo estaba en el primer curso del liceo, percibí repentinamente en el canto de Tito Schipa un estremecimiento por algo que faltaba; algo que le faltaba no al canto bellísimo de la romanza de Donizetti, sino a la vida; algo que faltaba y que no iba a encontrar satisfacción, plenitud, respuesta en ninguna parte. (...) Percibí como un punto de fuga, algo que traspasa el objeto que aferramos, por lo cual nunca lo aferramos del todo y siempre percibimos una especie de injusticia intolerable, que intentamos ocultarnos distrayéndonos. Abandonarse al instinto es la manera más vil de cerrarse a esta apertura a la que todas las cosas remiten, a la que todas empujan». Don Giussani me contaba que viviendo esta experiencia comprendió por primera vez lo que Dios podía ser verdaderamente. Él estaba ya en el seminario, lo cual es irelevante, precisamente porque la percepción de Dios no es un fenómeno intelectual, sino que nace de un “hambre”, en el sentido de que aprecia mucho más el valor de la comida el hambriento que el experto en cocina. Incluso aunque el hambriento por lo general coma peor, comprenderá más aún el valor de la comida. Las cosas se comprenden cuando las abordamos con deseo, con una tensión. Es la melancolía propia de la vida (estamos viviendo el sábado, no el domingo); es la tristeza de Dostoievski, esa tristeza que se experimenta en la relación incompleta con la persona amada, porque uno y otro no somos capaces: por ello, suspiramos. La razón es exigencia de infinito y culmina en un anhelo. Cuando se juzgan las cosas, cuando se vive, cuando no estamos distraídos, cuando no nos abandonamos al instinto, cuando conservamos el juicio, es decir, cuando la razón está viva, cuando yo estoy presente, la característica más humana de la vida es este anhelo, es la conciencia de ser incompletos, la espera perenne que es la vida misma. Como decía Cesare Pavese en El oficio de vivir: «¿Es que alguien nos ha prometido algo? Y, entonces, ¿por qué esperamos?». Por otra parte es cierto que no se puede esperar algo que no existe: si fuera así, si sintiéramos que nuestra espera es de algo que no existe, caeríamos en el miedo a lo desconocido (lo que reclamaba otro título del Meeting). Lo desconocido es la obscuridad más allá de la cual no hay nada, es lo contrario del Misterio, que es manifestación de lo que existe, aunque no seamos capaces de aferrarlo en su totalidad. Como decía Melany Kleim, una psicoanalista que estudió la aparición de la paranoia como fenómeno sicótico en el niño, la ausencia se convierte en una presencia malvada. Pero si miramos nuestra experiencia, no es eso lo que nos sucede: nuestra espera no está hecha de miedo. Nuestro corazón arde en el pecho, como decían los discípulos de Emaús que habían hecho el camino con uno al que no habían reconocido, pero que era Cristo resucitado. El corazón arde en el pecho porque la promesa está en la realidad, es algo concreto, y tenemos que ser leales con esta promesa, con este presentimiento –es el otro término que define la tensión de la razón hacia el infinito–, con esta percepción que viene antes que ninguna otra, porque incluso cuando cerramos los ojos en el último acto de la vida, no podemos negar la realidad, todo el bien que existe. El ser existe, incluso cuando la vida te ahoga, no se puede negar el brazo que nos sostiene; es más, si no fuera por este brazo que nos sostiene, dejaríamos de vivir. El ser existe. En el mismo texto que he citado antes, y también en el capítulo diez de El sentido religioso (al que está dedicada una de las exposiciones del Meeting), don Giussani dice: imaginad que volvéis a nacer con la conciencia que tenéis ahora; la primera reacción sería de asombro por todo lo que hay, porque sentiría que todo se ha hecho para mí. Pero luego la realidad se te echa encima como un camión que derrapa en al carretera y entonces el problema es que hay que decidir usando la razón: ¿cómo es la realidad?, ¿es positiva como se percibe originalmente, ese pre-sentimiento del ser que existe, o es negativa porque te aplasta? Si fuera lo segundo, sería inútil vivir; cualquier cosa que hiciéramos o pensáramos sería inútil. Por eso en la vida no podemos más que afirmar su positividad, buscar su sentido.
Pero volvamos a nuestra experiencia: cuando experimentamos este presentimiento, o esta percepción ¿qué surge de la positividad del ser, de la positividad de lo que existe antes que cualquier otra cosa?, ¿cuándo tenemos experiencia de esto? Cuando experimentamos la necesidad: cuando eso que falta, esa melancolía, irrumpe como búsqueda de algo que pueda responder, el infinito se presenta siempre cuando surge la necesidad de algo finito, cualquier cosa, no sólo dinero, también un gesto de amistad, una posibilidad, algo que buscamos en nuestra vida. Jesús ha dicho que la vida les pertenece a los pobres, precisamente porque si no lo necesitas no te das cuenta de que existe. Por ello decía Giussani que la vida es petición. Una vez dije en confesión a mi párroco: «Yo rezo mal»; y me respondió: «El Evangelio no dice que hay que rezar bien. Dice que hay que rezar siempre». Es decir, como decía Giussani, la vida es petición. Petición de algo finito. Siempre Giussani escribía en El yo, el poder y las obras que «los deseos que parten verdaderamente del corazón, los que lo constituyen de verdad, son deseos ilimitados, tienen un horizonte que es como un ángulo abierto al infinito, porque, partiendo de cualquier particular concreto, buscan la realización de toda la persona». Cualquier cosa –el niño que quiere un tren de juguete, tú que quieres aprobar el examen, o que quieres a una chica–, si el deseo es sincero. Que el deseo sea sincero significa que sea firme, que sea un deseo expreso, y además que se reconozca que su realización no depende de nosotros; si no es así, no es un deseo. Il Foglio está publicando una serie de ensayos sobre la concupiscencia: la concupiscencia no es el deseo en este sentido, sino el deseo que te atrapa; es el hombre que se come una manzana y cree comerse el mundo; es la razón, medida de todas las cosas, exactamente lo contrario de la razón como tensión al infinito. Don Giussani nos ha educado, ha generado este movimiento porque a diferencia de muchos otros curas –me permito decirlo– no ha tenido miedo de los deseos, es decir, no ha tenido miedo de mezclar la razón con el deseo. Porque no hay razón sin deseo. El infinito no es una cosa, más otra, más otra y otra más, no es un conjunto infinito de cosas. El infinito es algo diferente, algo más grande, de otra dimensión. En la realización del deseo el infinito se manifiesta como algo imprevisto; es lo que describe Montale: he preparado todo para el viaje, pero me dicen que hay un imprevisto que cambia la vida y me dicen también que no merece la pena hablar de ello. Explico con un ejemplo banal lo que significa que el deseo introduce en el infinito: cuando un chico obtiene matrícula de honor, ¿por qué está contento?; porque comprende que no depende todo de él, que hay algo no previsto además del estudio. La vida está a merced del imprevisto.
En un acto del Centro Cultural de Milán de este año, que se titulaba significativamente “La derrota del racionalismo”, Eugenio Borgna decía: «La razón conoce la realidad si se convierte en pasión». Hoy en día lo que le falta a la razón no son las neuronas, las neuronas siguen estando ahí, lo que falta es el afecto, la pasión, porque la razón sin afecto no subsiste. Nosotros no somos un ordenador o un circuito eléctrico; se necesita afecto, pero el afecto no depende de nosotros; del latín affectus, tocado, afectado; que algo nos afecte no depende de nosotros, depende de un encuentro. La razón se da en un encuentro que introduce al infinito aquí abajo. Marco Bona Castellotti, cuando se reunió con los voluntarios del Meeting les recordó lo que Giussani dijo en 1987 a los responsables de Comunión y Liberación en la Universidad; en su intervención decía que los jóvenes de hoy, con respecto a los de antes, era 1987, parecían haber estado expuestos a la radiación de Chernobil: físicamente iguales, pero enfermos por dentro, sin capacidad de afecto. ¿Cómo se puede salir de eso? Mediante un encuentro. Hay que encontrar a alguien que nos conmueva; hay que encontrar algo atractivo, si no es así la razón se queda fría, no se apega a nada y, por eso, no comprende nada. Es muy diferente pensar en el amor a una mujer en general, a estar enamorado de una mujer concreta: la segunda posición es mucho más razonable, aunque la pasión pueda llevarte a cometer estupideces. ¿Por qué tienen deseos los hombres? Porque no nos hacemos a nosotros mismos, mi yo no es una mónada, sino una relación, El yo, para ser, necesita de otro; el niño, para poder nacer, necesita a su madre. Lo veo en mi hija que acaba de tener un niño y tiene que llevarlo en brazos todo el rato. El yo no existe sin otro, si no reconoce que necesita a otro. Sin pasión y sin vínculos, la razón es presa fácil del discurso clerical de los que te dicen que tienes que razonar como ellos para ser como es debido. La razón busca un sentido y el sentido es la relación que tienen las cosas entre sí y con todo. Cuando Giussani decía que la educación es introducción a la realidad total, no quería decir que haya que explicar toda la realidad, todo lo que hay en la realidad, porque eso no es posible. Lo que quería decir es que un particular introduce en el todo, es decir, guarda relación con todo. Las universidades –uni versitas, hacia uno– se fundaron para afirmar que el conocimiento de un particular es lo que introduce en el todo. Más que un doctorado en una especialidad, la razón digna de llamarse así es tensión al infinito porque comprende que el significado le excede; por lo tanto la fe no es una especie de premio que tienen algunos –¡vaya suerte!–, sino una necesidad, porque comprendes que no te haces a ti mismo, que tienes que ponerte en manos de otro. Como sugería Chesterton, los ateos no son los que no creen en nada, sino los que creen en cualquier cosa. El cumplimiento del deseo depende de la presencia efectiva de otro diferente de ti que te introduce en el significado de las cosas. ¿Por qué te casas? Porque reconoces que ese otro es fundamental para toda tu vida. Porque te habla de Dios, del significado. El yo depende de otro, encuentra en otro su satisfacción. Eso es el amor: vivo si te hago feliz. Este Otro no es Otro en general, es Otro en particular: mi mujer, mis hijos, mis amigos, las personas que me rodean, es otro concreto que te pone en relación con todo. Cristo es el nombre de ese otro que te hace relacionarte con todo lo demás. El Innombrable decía, y yo lo repito: «Dios, si existes, manifiéstate»; yo lo repito, porque si Dios no existiera, mi nombre no sería nada, también yo seria un innombrable. Cristo es el Otro por excelencia al que necesitamos porque ha vencido a la muerte. La muerte es lo que nos niega la relación, niega el significado, es la ausencia. Es la presencia malvada, el demonio, el salario del pecado, como dice la Biblia. Necesitamos a alguien que nos ayude a derrotarlo. Nuestra fe cobró vida porque conocimos a uno que nos habló de esta presencia. ¡Os dais cuenta de cómo está esto ligado a la razón, a la relación con la realidad! Porque la razón sirve para ponerse en relación con la realidad; que uno sea razonable en lugar de un loco se percibe en que se relaciona de manera adecuada con la realidad. Lo que vivimos, el cristianismo, consiste en seguir, es ir detrás de otro como hacían los apóstoles que iban detrás de Jesús; y que cuando estaban en la barca después de que Él calmara la tempestad, y ya llevaban tres años con Él, seguían preguntándose: pero, ¿quién es éste? Es eso el cristianismo, seguir esa presencia, secundar esta pregunta que es la pregunta de la vida. Esta pregunta que es precisamente el alma de lo que somos y el factor central del encuentro, que nos habla del significado de las cosas, de Dios. Como me decía don Giussani poco antes de morir: «No se puede amar a los hombres si no se ama a Dios, y no se puede amar a Dios si no se ama a los hombres». Para nosotros Cristo es la presencia particular que nos pone en relación con todos.
Cuando el Papa habla de la Iglesia y dice que la Iglesia es una gran amistad, está hablando de la presencia particular de los rostros de nuestros amigos que nos ponen en relación con todos, es decir, potencian la razón porque la ponen en condiciones de buscar un significado con confianza, de percibir la positividad que existe, de percibir que todo se me ha dado. No hay nada que me sea ajeno. Como cuando un chico se enamora, la prueba de que la relación es verdadera, no es que el chico quiera estar siempre y sólo con su chica, sino que crezca en él el deseo de estar con todos.
Al comenzar he dicho que estamos en tiempos de guerra. Todo lo que he dicho hasta este momento no se refiere sólo a un juicio privado, sobre la propia vida; es un juicio que tiene que ver con la historia, con nuestra condición humana, con la justicia, con la paz; la paz que tiene que ser para todos, ¡para todos! Y, permitidme que lo diga, sobre todo, para Israel.
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