Tras la espléndida visita de Benedicto XVI a Valencia para clausurar el V Encuentro Mundial de las familias, es hora de recapitular sus mensajes, llenos de sugerencias y en absoluto previsibles. El rico magisterio del Papa nos brinda una oportunidad excelente para perfilar el rumbo de la Iglesia en los próximos tiempos. La condición es que no pretendamos reducir sus palabras a nuestros esquemas preconcebidos.
En primer lugar, llama la atención que el Papa apenas haya perdido tiempo en las recriminaciones, y eso que había abundante materia. Tampoco ha buscado la dialéctica con la cultura dominante, aunque haya puesto en claro algunas de sus claves y sus consecuencias para la vida del hombre. Incluso sus amonestaciones a los poderes del mundo, por la falta de políticas de protección a la familia, ocuparon un espacio más bien modesto en sus discursos. Por el contrario, Benedicto XVI ha preferido desplegar el Evangelio de la familia como un itinerario de plena humanización, que contempla al hombre desde su entrada en el mundo y hasta su muerte, acompañándolo en la aventura de la vida, permitiéndole una creciente introducción en su significado y orientándola hacia su pleno cumplimiento. Cualquier pensador laico que escuchase sin prejuicios este anuncio, sentiría como mínimo nostalgia de una propuesta tan correspondiente con el corazón de cada persona.
Podemos identificar dos razones para esta opción realizada por el Papa. Primero, la necesidad de no dar por supuesta la fe, especialmente cuando nos hallamos inmersos en una cultura de antigua tradición cristiana; segundo, el deseo de proponer la verdad de la familia, iluminada desde la fe, a un mundo que desconoce cada vez más el cristianismo. Esta era una ocasión propicia para retomar el hilo conductor de la encíclica Dios es amor, subrayando que «la fe y la ética cristiana no pretenden ahogar el amor, sino hacerlo más sano, fuerte y realmente libre». Por tanto, la propuesta del matrimonio indisoluble entre hombre y mujer, es un sí completo y total al deseo de felicidad a través de un camino de madurez y purificación, y no un límite impuesto desde fuera a la búsqueda de esa felicidad.
En otro pasaje esclarecedor afirma que «la fe no es una mera herencia cultural, sino una acción continua de la gracia de Dios que llama, y de la libertad humana que puede o no adherirse a esa llamada». Así que ningún automatismo sociológico puede sustituir esta relación dramática entre la iniciativa de Dios y la respuesta libre del hombre, y por lo tanto, toda educación debe despertar esa libertad y prepararla para su ejercicio. Como recordó el Papa, y deberíamos grabar con letras de oro, «la educación cristiana es educación de la libertad y para la libertad».
La hermosa descripción que hizo Benedicto XVI del proceso educativo en el seno de la familia está tejida por la relación entre la propuesta de una tradición que los jóvenes deben hacer suya libremente, para realizar después su propia síntesis personal entre lo recibido y lo nuevo. También tiene especial agudeza la reflexión del Papa sobre el riesgo de la soledad de las familias, que aisladas, difícilmente podrán superar los obstáculos y responder a su vocación. Por eso la comunidad eclesial debe constituirse en una red de apoyo para el crecimiento de la familia en la fe.
Por supuesto, de toda esta explicación de la belleza, el bien y la verdad que el matrimonio y la familia suponen para la vida de los hombres, se deriva una consecuencia en el orden de la convivencia social y de la política: que reconocer y ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy día al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades. En principio, no parecería difícil que los gobernantes pudieran acoger esta reflexión del Papa. Ojalá las anteojeras de la ideología no consigan ensombrecer lo que en Valencia ha sido una luminosa evidencia.
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