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Huellas N.7, Julio/Agosto 2006

IGLESIA Valencia / Congreso

La mayor promesa que el hombre ha podido recibir

Julián Carrón

Publicamos el texto de la intervención de Julián Carrón en el Congreso teológico pastoral, en el marco del V Encuentro mundial de la Familia, que Benedicto XVI clausuró con su visita apostólica a Valencia. Miércoles, 5 de julio de 2006

Cada vez resulta más evidente que no se puede dar por supuesto la madurez del sujeto humano que se acerca al matrimonio. Independientemente de su buena voluntad, la realidad es que muchos jóvenes llegan al matrimonio sin la conciencia adecuada de la naturaleza de la aventura en la que están a punto de embarcarse. Esto no se puede ni siquiera dar por supuesto en los jóvenes cristianos, que se acercan al matrimonio en no pocas ocasiones en condiciones semejantes a las de sus amigos no cristianos, con la única diferencia de que se casan por la Iglesia y tienen al menos un deseo de casarse de acuerdo con la concepción del matrimonio que ella defiende y testimonia. Esta insuficiencia de conciencia no se puede resolver con los consabidos cursillos matrimoniales, que por su propia naturaleza no pueden responder a la situación de los que participan en ellos. Es grande el desafío que tiene ante sí la entera comunidad cristiana: pone a prueba su capacidad de generar adultos, hombres y mujeres, en grado de acceder al matrimonio en unas condiciones mínimas de éxito. (...)

Una crisis antropológica
La crisis de la familia es consecuencia de la crisis antropológica en la que hoy nos encontramos. En realidad, los esposos son dos sujetos humanos, un yo y un tú, un hombre y una mujer, que deciden caminar juntos hacia el destino, hacia la felicidad. Cómo plantean su relación, cómo la conciben depende de la imagen que cada uno se hace de la propia vida, de la propia realización. Y esto implica una concepción del hombre y de su misterio. «La cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer –ha dicho Benedicto XVI– hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de ésta. No puede separarse de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿qué es el hombre?»1.
Por eso la primera ayuda que se puede ofrecer a quienes quieren unirse en matrimonio es ayudarles a tomar conciencia de su propio misterio de hombres. Sólo así podrán enfocar adecuadamente su relación y no esperar de ella algo que por su naturaleza uno al otro no se pueden dar. ¡Qué cantidad de violencia, de decepción se podría evitar en la relación matrimonial si se comprendiera la naturaleza propia de la persona!

La relación con la persona amada
Esta falta de conciencia del destino del hombre lleva a apoyar toda la relación sobre un engaño, que se puede formular así: la convicción de que el tú puede hacer feliz al yo. La relación de pareja, de este modo, se convierte en un refugio, tan deseado como inútil, para resolver el problema afectivo. Y cuando se revela el engaño es inevitable la decepción del otro por no haber cumplido las expectativas. La relación del matrimonio no puede tener otro fundamento que la verdad de cada uno de sus componentes. A descubrir la verdad del yo y del tú contribuye particularmente su misma relación amorosa. Y con la verdad del yo y del tú se manifiesta la naturaleza de su vocación común.
En efecto, el «misterio eterno de nuestro ser» nos lo revela la relación con la persona amada. Nadie nos despierta tanto y nos hace tan conscientes del deseo de felicidad que nos constituye como la persona amada. Su presencia es un bien tan grande que nos hace caer en la cuenta de la profundidad y la verdadera dimensión de este deseo: un deseo infinito. Lo que el poeta Cesare Pavese dice del placer se puede aplicar a la relación amorosa: «Lo que un hombre busca en el placer es un infinito, y ninguno renunciaría jamás a la esperanza de conseguir esta infinitud»2. Un yo y un tú limitados se suscitan recíprocamente un deseo infinito y se descubren lanzados por su amor a un destino infinito. En esta experiencia se desvela a ambos su vocación. Sienten la necesidad el uno del otro para no quedar paralizados en su límite, sin otra perspectiva que el aburrimiento de la soledad.

Una promesa que parece irresistible
Pero a la vez que nos revela a nosotros mismos las dimensiones sin límite de nuestro deseo, nos ofrece una promesa de cumplimiento. Más aún, vislumbrar en la persona amada la promesa de cumplimiento enciende en nosotros todo el potencial infinito de deseo de felicidad. Por eso, no hay nada que nos haga comprender mejor el misterio de nuestro ser de hombres que el amor entre un hombre y una mujer, como nos ha recordado Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est: en «el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, […] se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor»3. En esta relación parece encontrar el hombre la promesa que le hace superar el límite y le permite alcanzar una plenitud incomparable»4. Por eso, en la historia se ha percibido una relación entre el amor y lo divino: «el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana»5.
Es la experiencia que testimonia un poeta italiano, Giacomo Leopardi, en su himno a Aspasia:
«Rayo divino pareció a mi mente, / mujer, tu hermosura»6. La belleza de la mujer es percibida por el poeta como un “rayo divino”, la presencia de la divinidad. A través de su hermosura es Dios quien llama a la puerta del hombre.

El signo
Si el hombre no comprende la naturaleza de esta llamada y, en lugar de secundarla, se detiene en la belleza que tiene delante, ésta pronto se manifiesta incapaz de cumplir su promesa de felicidad, de infinitud.
«No es a ésta, sino a aquella todavía / a la que, en sus abrazos corporales, reverencia y ama. / Al fin el error y el engaño / comprendiendo, se enoja; / y con frecuencia culpa / injustamente a la mujer»7. Eso significa que la mujer, siendo limitada, despierta en el hombre, también limitado, un deseo de plenitud desproporcionado a la capacidad que ella tiene de responder a semejante deseo. Despierta una sed que no se muestra en condiciones de saciar. Suscita un apetito que no encuentra la respuesta en aquella que lo ha suscitado. De ahí el enojo, la violencia, que tantas veces surge entre los esposos y la decepción a que se ven abocados, si no comprenden la verdadera naturaleza de su relación.
La hermosura de la mujer es, en realidad, “rayo divino”, signo que remite más allá, a otra cosa más grande, divina, inconmensurable respecto a su naturaleza limitada8. Su belleza grita ante nosotros: «No soy yo. Yo sólo soy una señal. ¡Mira! ¡Mira! ¿A quién te recuerdo?»9. Con estas palabras ha sintetizado el genio de C. S. Lewis la dinámica del signo de la que la relación entre hombre y mujer constituye un ejemplo conmovedor.

Detenerse insatisfechos
Si no comprende tal dinámica, el hombre sucumbe al error de detenerse en la realidad que ha suscitado el deseo. Es como si la mujer que recibe un ramo de flores, extasiada ante su belleza, olvidase buscar el rostro de quien se las ha mandado y del cual son signo, perdiendo lo mejor que le portaban las flores. No reconocer al otro su carácter de signo conduce inevitablemente a reducirlo a lo que aparece ante nosotros. Y esto tarde o temprano se manifiesta incapaz de responder al deseo que ha suscitado.
Por eso, si cada uno no encuentra aquello a que el signo remite, donde pueden encontrar el cumplimiento de la promesa que el otro ha suscitado, los esposos están condenados a devorarse en una pretensión de la que no se pueden librar, y su deseo de infinitud, que nadie como la persona amada despierta, está condenado a quedar insatisfecho. Ante esta insatisfacción la única salida que hoy ven tantos de nuestros contemporáneos es cambiar de pareja, dando comienzo a una espiral en la que se aplaza el problema hasta la próxima decepción.
El poeta alemán Rainer Mª. Rilke ha identificado con singular eficacia el drama de la relación amorosa, intuyendo que sucumbir a esta espiral no es la única salida: «Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites; dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo».

Profecía de la Encarnación
Sólo en el horizonte de un amor más grande se puede evitar devorarse en la pretensión, repleta de violencia, de que el otro, limitado, responda al deseo infinito que suscita, haciendo imposible el cumplimiento propio y de la persona amada. Para descubrirlo es necesario estar dispuestos a secundar la dinámica del signo, abiertos a la sorpresa que ésta nos pueda deparar.
G. Leopardi ha tenido el valor de correr este riesgo. Con una intuición penetrante de la relación amorosa, el poeta italiano vislumbra que lo que buscaba en la belleza de las mujeres de quienes se enamoraba era la Belleza con la B mayúscula. En la cumbre de su intensidad humana, el poema A su dama es un himno a “la cara beldad” que busca en toda belleza: todo su anhelo es que la Belleza, la idea eterna de la Belleza, se revista de forma sensible10. Es lo que ha sucedido en Cristo, el Verbo hecho carne. Por eso, L. Giussani definió este poema como una profecía de la Encarnación11.
Esta es la pretensión de Jesús que encontramos en unos textos que nos pueden resultar a primera vista paradójicos. «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. El que ama a su padre o a su madre más que mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mi, la encontrará […] Quien a vosotros recibe, a mí me recibe y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10,34-37.39-40).

Para siempre
En este texto Jesús se presenta como el centro de la afectividad y de la libertad del hombre. Poniendo su persona en el corazón de los mismos sentimientos naturales, se coloca con pleno derecho como su raíz verdadera. De esta forma Jesús desvela el alcance de la promesa que su persona constituye para quien le deja entrar. No se trata de una ingerencia de Jesús en las relaciones más íntimas, sino de la mayor promesa que el hombre ha podido recibir: sin amar a Cristo, la Belleza hecha carne, más que a la persona amada esa relación se marchita, porque es Él la verdad de esa relación, la plenitud a la que se remiten uno al otro y en la que su relación se cumple. Sólo permitiéndole entrar en ella es posible que la relación más bella que sucede en la vida no decaiga y, con el tiempo, muera. Tal es la audacia de su pretensión.
Es en este momento donde aparece en toda su importancia la tarea de la comunidad cristiana: favorecer una experiencia del cristianismo como plenitud de vida de cada uno. Sólo en el ámbito de esta relación más grande, como decía Rilke, es posible no devorarse, porque cada uno encuentra en ella su cumplimiento humano, sorprendiendo en sí una capacidad de abrazar al otro en su diferencia, de gratuidad sin límites, de perdón siempre nuevo. Sin comunidades cristianas capaces de acompañar y sostener a los esposos en su aventura será difícil, si no imposible, que la culminen con éxito. Ellos, a su vez, no se pueden eximir del trabajo de una educación de la que son los protagonistas principales, pensando que pertenecer al recinto de la comunidad eclesial les libra de las dificultades.

La amistad
Con ello se desvela plenamente la naturaleza de la vocación matrimonial: caminar juntos hacia el único que puede responder a la sed de felicidad que el otro despierta constantemente en mí, hacia Cristo. Así se evitará ir, como la Samaritana, de marido en marido (cf. Jn 4,18), sin conseguir apagar su sed. La conciencia de su incapacidad de resolver por sí misma el drama, ni siquiera cambiando cinco veces de marido, la hace percibir a Jesús como un bien tan deseable que no puede evitar gritar: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed» (Jn 4,15)
Sin una experiencia de Cristo como plenitud del hombre, el ideal del cristianismo para el matrimonio se reduce a algo imposible de realizar. La indisolubilidad de matrimonio y la eternidad del amor aparecen como quimeras inalcanzables. Éstas, en realidad, son fruto de una intensidad de experiencia de Cristo que aparecen a los mismos esposos como una sorpresa, como el testimonio de que «para Dios nada es imposible». Sólo una experiencia así puede mostrar la racionalidad de la fe cristiana como totalmente correspondiente al deseo y a la exigencia del hombre, también en el matrimonio y la familia.
Una relación vivida así constituye la mejor propuesta educativa para los hijos. A través de la belleza de la relación de sus padres son introducidos, casi por ósmosis, en el significado de la existencia. En ella su razón y su libertad son constantemente solicitadas a no perderse semejante belleza. Es la misma belleza resplandeciente en el testimonio de los esposos cristianos que necesitan encontrar los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Notas
1 Benedicto XVI, Apertura del Congreso eclesial de la Diócesis de Roma sobre familia y comunidad cristiana, 6, 6. 2005, p.11.
2 C. Pavese, Il mestiere di vivere, Torino 2000,190.
3 Deus caritas est, 2.
4 Deus caritas est, 4: “Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una « locura divina » que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia: « Omnia vincit amor », dice Virgilio en las Bucólicas —el amor todo lo vence—, y añade: «et nos cedamus amori», rindámonos también nosotros al amor”.
5 Deus caritas est, 5.
6 G. Leopardi, Canti, Milano 1984, 257.
7 G. Leopardi, Canti, Milano 1984, 258.
8 Ct 8,6-7: “Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo. Porque es fuerte el amor como la Muerte, implacable como el peol la pasión. Saetas de fuego, sus saetas, una llama de Yahveh. Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los haberes de su casa por el amor, se granjearía desprecio”.
9 C.S. Lewis, Surprised by Joy, London 1955, 220.
10 G. Leopardi, Canti, Milano 1984, 161-164. “Si una de las ideas eternas / eres tú, que de sensible forma / la sabiduría eterna desdeñó revestirse”.
11 L. Giussani, Mis lecturas, Madrid 1997, 30. Allí puede encontrarse una explicación más amplia.

 
 

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