Tras el último adiós tributado a D. Ángel Suquía en la catedral de La Almudena de Madrid, diócesis de la que fue arzobispo de 1983 a 1993, aflora la gratitud por su presencia buena que acompañó a la Iglesia madrileña en años muy difíciles. El recuerdo de su persona y su ministerio, y la estima afectuosa por la experiencia de CL en España
Muchos quisimos estar presentes en el entierro de D. Ángel Suquía en la catedral de La Almudena el pasado día 15 de julio. Nos llenó de alegría la presencia de varios cardenales, decenas de obispos y trescientos sacerdotes en un templo lleno de fieles, para cumplir la misión cristiana de depositar en el sepulcro el cuerpo de quien fuera nuestro arzobispo y de ofrecer la eucaristía por su descanso eterno.
Una huella imborrable
Traigo a la memoria algunos recuerdos sin más valor que el de un homenaje de agradecimiento a su persona y su ministerio, en Madrid y en España. D. Ángel ha dejado en muchos de nosotros una huella imborrable por el modo en que nos supo tratar y por el modo con que gobernó nuestra diócesis durante más de diez años. Probablemente se crea un vínculo particular entre el sacerdote y el obispo que le ordena. Es el caso de los que fuimos ordenados de diáconos en 1986 y de presbíteros un año después. Por entonces empezó a mandar cada año a sacerdotes jóvenes a estudiar a Roma –entre los que me contaba– para mejorar el nivel de formación del clero. Desde aquella época no se ha interrumpido esta práctica y hoy tenemos un elevado número de sacerdotes que han obtenido su doctorado y sirven a la Iglesia madrileña desde responsabilidades muy diferentes.
Cuando llegué a Roma en octubre de 1987 se celebraba el Sínodo de los Laicos. D. Ángel pasó allí aquel mes, por lo que pude tratarle asiduamente. Después se repitieron situaciones similares. Paradójicamente, vivir en Roma facilita el contacto con el obispo. De aquel tiempo me queda el recuerdo de la modestia con que nos pedía algún pequeño servicio, la atención afectuosa y sobria con que se interesaba por cada uno de nosotros. Tenía la virtud de escuchar y de ahí nacían sus preguntas, su deseo de comprender mejor lo que hacíamos, y cómo nos encontrábamos personalmente. Para D. Ángel lo fundamental era nuestro bien, incluso si no compartía o no entendía hasta el fondo alguna de nuestras opciones. Si nos veía contentos en el camino de la fe y de la vocación, nos daba sus indicaciones y se fiaba. Ejercía así la libertad de una paternidad verdadera, la que suscita hijos y no meros discípulos.
Una renovación nada fácil
Al volver de Roma, me destinó a la enseñanza en el Centro de Estudios Teológicos “San Dámaso” y allí fui testigo de la determinación con la que el cardenal y sus colaboradores –en particular D. Javier Martínez y D. Antonio Cañizares– habían emprendido la renovación, nada fácil, del Centro de Estudios, llamando a valiosos profesores de distintos lugares de España, invirtiendo en publicaciones de profesores y en adquisiciones para la biblioteca, y poniendo las bases de lo que después el cardenal Rouco Varela ha proseguido y está llevando a cumplimiento con la erección de la Facultad de Teología en 1996 y la futura Universidad.
Junto a la renovación de los estudios, hizo un notable esfuerzo por incrementar la unidad y la concordia del presbiterio diocesano, empresa en la que tuvo que soportar no pocas arbitrariedades, cuando no dolorosas injusticias. Nunca le oímos otra cosa que palabras de esperanza, de paciencia y de lealtad también para con quienes se le oponían.
Algunos hitos
Es inevitable recordar algunos otros hitos de su acción pastoral, que, a mi juicio, han contribuido a que Madrid siga siendo una de las más vivas entre las grandes capitales europeas. El cardenal Suquía quiso terminar las obras de La Almudena, dando así a Madrid un punto de unidad en torno a la cátedra del obispo. Hemos comprobado los efectos beneficiosos del funcionamiento de la catedral en los años que han seguido a su dedicación por el Papa Juan Pablo II. A través del nombramiento de sus obispos auxiliares (García-Gasco, Golfín y Martínez) y de otros colaboradores, mediante la división de la archidiócesis creando las sufragáneas de Alcalá y Getafe, y por su evidente fidelidad al magisterio del Papa, D. Ángel facilitó que tanto Madrid como España pudieran caminar en sintonía pastoral y cultural con Juan Pablo II. Bastantes de sus discursos inaugurales en la Plenaria de la Conferencia Episcopal nos muestran su preocupación por comprender a fondo la situación en los años ochenta y noventa, cuando ya no se trataba de la primera crisis posconciliar de los sesenta y había que examinar el fenómeno profundo de la secularización interior de la Iglesia, y de una cultura posmoderna que parecía simplemente dejar a la Iglesia al margen. A partir de su formación como director espiritual, en la escuela de Vitoria de los años cincuenta, D. Ángel buscaba en todos los ámbitos y relaciones aquellos elementos que le permitieran formular una propuesta cristiana inteligente y persuasiva para el presente. No será ocioso recordar que su pontificado madrileño y su presidencia de la Conferencia Episcopal se desarrollaron bajo gobiernos socialistas, y con ellos trató y dialogó en condiciones nada fáciles.
Apertura y estima
Termino levantando acta de su apertura y estima hacia las nuevas realidades eclesiales, como factor de anuncio misionero y de renovación de la vida cristiana. Por lo que toca a Comunión y Liberación, expresó públicamente en distintas ocasiones su esperanza ante la realidad del movimiento en España, y siguió con la mayor atención la actividad de los universitarios y trabajadores, así como las tomas de postura en cuestiones culturales y sociales que ofrecíamos públicamente durante aquellos años. No puedo olvidar la jornada veraniega que pasamos algunos de nosotros con él, en Lazkao, y la conversación sobre todas las cuestiones imaginables, en torno a unos estupendos chuletones de la tierra, y durante la sobremesa. También recibió a los primeros miembros de Memores Domini en España y favoreció la presencia de sus casas en la diócesis. Era lector asiduo de Huellas y otras publicaciones y todavía en los últimos años seguía enviando notas de agradecimiento y de bendición para la actividad misionera del Movimiento, ejerciendo hasta el final esa paternidad gratuita que es propia del buen pastor. Descanse en la paz del Señor.
La vida del cardenal Suquía estuvo marcada por un amor a Jesucristo y a su Iglesia sin límites que contagiaba en el trato sencillo y en la sonrisa afable. Siempre dispuesto a atender las necesidades de los demás, se caracterizó, en aquellas diócesis en las que tuvo la responsabilidad de ser padre y pastor, por la cercanía y el cuidado material y espiritual de los sacerdotes y por su certera y siempre constante palabra de aliento a los fieles cristianos. Sus últimos años de ministerio episcopal, en la archidiócesis de Madrid, quedaron definidos para siempre en la aplicación certera y centrada del Concilio Vaticano II y por el esfuerzo para la terminación de las obras de la catedral de La Almudena, donde fue capaz de aunar las voluntades de toda la sociedad civil. Su pasión por el Evangelio le llevó a no olvidar que su central contribución a la marcha de la historia de España se debía hacer desde lo específico cristiano. La prudencia de sus intervenciones en el ámbito de la moral política y social no estuvo reñida con la firmeza de los mensajes cuando las políticas gubernamentales proponían modelos de vida contrarios a la dignidad de la persona, principalmente en lo referido al matrimonio y a la familia. Siempre vivió la verdad, que le hizo libre y que le permitió que como sacerdote, obispo y cardenal, pasar haciendo el bien.
Línea COPE del 17 de julio
Breve semblanza biográfica
El cardenal Angel Suquía Goicoechea nació en un caserío de la localidad guipuzcoana de Zaldibia, el 2 de octubre de 1916. Tras sus estudios eclesiásticos en Vitoria y en Roma, trabajó pastoralmente en la diócesis de Vitoria desde 1940, año en que fue ordenado sacerdote; allí fue profesor, y asimismo fue nombrado rector de su seminario. En este tiempo destaca su labor en el campo de los Ejercicios Espirituales. Director de las Casas diocesanas de Ejercicios de Bilbao y Madrid y profesor de la Escuela de Ejercicios creada en el Seminario de Vitoria, por la que pasaron centenares de alumnos de toda España y de los países hispanoamericanos, comenzó una tarea que aún sigue viva hoy, en sus años de arzobispo emérito. Y en aquellos años de Vitoria, al mismo tiempo, impulsaba el movimiento sacerdotal que tantos frutos dio en toda España. En 1966 fue nombrado obispo de Almería, donde realizó una intensa labor pastoral hasta 1969 en que fue trasladado a la sede de Málaga; en 1973 fue promovido arzobispo de Santiago de Compostela y en 1983 fue trasladado a la archidiócesis de Madrid.
Entre 1987 y 1993 presidió la Conferencia Episcopal Española, a la vez que regía la diócesis madrileña. Fue el primer cardenal español nombrado por Juan Pablo II, en mayo de 1985. Desde que monseñor Rouco le sucedió en la sede de Madrid, el cardenal Suquía vivió en San Sebastián donde, tras una larga enfermedad en su domicilio familiar, ha regresado a la casa del Padre de cuya paternidad.
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