Proponemos un artículo de Rosa Montero, escritora y periodista española, publicado en la revista Clarín el 17 de julio. Se trata de un rayo de luz en una cultura tan cerrada, que bien ilustra la naturaleza de la razón humana que busca aun sin saberlo la Belleza que la salve de la barbarie. Una acercamiento al tema del próximo Meeting 2006
Un viejo relato –narrado por un historiador latino y reinventado por Borges– enseña que abandonamos la barbarie y entramos en la civilización cuando aprendemos a disfrutar de la belleza.
Es una historia tan hermosa y un personaje tan literario que todo el relato parece inventado.
De hecho, Borges escribió un famoso texto sobre el tema («Historia del guerrero y de la cautiva»), y ya se sabe que el gran Borges tenía el don genial de hacer parecer real aquello que era disparatadamente fingido y de transmutar hechos auténticos en algo que semejaba un puro invento.
Para peor, nuestro protagonista se llama Droctulft, que es un nombre imposible y francamente borgiano. Sin embargo, no es un producto de la imaginación del escritor, sino que su peripecia fue narrada por el historiador latino del siglo VIII Paulo el Diácono.
Droctulft era un guerrero bárbaro, un lombardo de ancho pecho y fuertes brazos habituado a matar. La leyenda le designa caudillo de otros bárbaros tan fieros como él, con quienes asaltó y asoló la ciudad italiana de Rávena. Imagino la violencia del combate, la ciega crueldad del afilado acero, el griterío entremezclado de furia y de dolor, el humo picante de los incendios, la agitación y el caos.
Y, de repente, la revelación. Droctulft, bárbaro ignorante, entra a sangre y fuego en Rávena y descubre la belleza de la ciudad. Nunca había contemplado nada igual y la visión le fulmina. El bruto ignorante pierde su ignorancia y su inocencia, y en ese mismo momento deja de ser bárbaro. Cambia de bando y muere combatiendo a sus antiguos compañeros para defender la integridad de la urbe.
Estoy convencida de que el ansia de belleza es una necesidad básica en el ser humano, un ingrediente esencial de la existencia por el que somos capaces de arriesgar nuestras vidas. La belleza es un impulso de armonía que nos trasciende, que nos rescata de la nadería de nuestras pequeñas muertes, que nos ofrece una intuición o un espejismo de sentido capaz de ordenar el desesperado caos del vivir.
Todos llevamos dentro esa potencialidad para la belleza, desde los individuos más refinados a los más incultos, y lo triste es que vivimos por lo general unas existencias embrutecedoras, feas vidas mostrencas que mutilan nuestra predisposición hacia lo hermoso. Creo firmemente que muchos de los problemas de violencia que asolan el mundo se originan en vidas aplastadas por una fealdad constante. Vidas que no pudieron desarrollar el impulso innato de belleza. Y así, no es de extrañar que el fanatismo integrista islámico se extienda como la pólvora entre los árabes más pobres y más incultos, aquellos que viven en horrendos y polvorientos suburbios una vida extremadamente fea, con el agravante de que la cultura árabe siempre valoró lo hermoso con especial y sensual refinamiento. Probablemente esa traumática pérdida de lo bello sea una de las causas por las que los integristas islámicos se han convertido en nuestros bárbaros modernos.
Con todo esto quiero decir que Droctulft no descubrió lo hermoso en Rávena, sino que lo encontró, porque lo estaba buscando aun sin saberlo. Al ver los soberbios edificios, las pinturas, las esculturas, debió de reconocer esa sensación sobrecogedora y turbadora que sin duda había experimentado en alguna ocasión al observar, por ejemplo, un atardecer especialmente espléndido.
Hablo de la dolorosa y agudísima intuición de que, más allá de todo cuanto componía su vida, del hierro y de la sangre, del botín y la gloria militar, había algo más, algo emocionante y enorme que se le escapaba, que no atinaba a atrapar ni comprender. Fue ese algo grandioso lo que salió a su encuentro en Rávena, respondiendo de golpe sus preguntas incluso antes de saber formularlas.
En su ciega vida de bárbaro no había visto jamás nada tan conmovedor, de manera que murió por defenderlo, es decir, por defender sus buenos sentimientos. Y con ello consiguió la eternidad. Porque si hoy aún seguimos hablando de Droctulft no es por sus méritos guerreros, sino porque un día supo detener su espada en alto. Y mirar, y entender, y dejarse herir por la belleza.
© Clarín y Rosa Montero, 2006
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