Es preciso haber contemplado entre lágrimas la desnuda desolación de los barracones vacíos de Birkenau y haber enmudecido ante el muro del horror de Auschwitz, para hacerse una idea de la densidad dramática de la visita de Benedicto XVI, sucesor de Pedro e hijo del pueblo alemán, a los campos de exterminio nazis
Sí, ciertamente era un deber acudir a esta cita, un deber frente a la verdad y el derecho de cuantos sufrieron víctimas de una ideología inhumana que trató de arrancar de la historia el Santo Nombre de Dios, para sustituirlo por la idolatría de su propio poder. Pero también era un deber frente al mundo de hoy, ensombrecido por nuevas fuerzas oscuras.
Con su sola existencia
En el extenso y conmovedor discurso pronunciado por el Papa tras orar largamente en silencio, destaca como clave el pasaje que se refiere al intento llevado a cabo por el nazismo de exterminar al pueblo hebreo. No fue casualidad esa elección: con la aniquilación de este pueblo, la ideología del superhombre trataba de asesinar al Dios que llamó a Abrahán y que entregó a Moisés las tablas de la Ley en las que estaba contenido el Decálogo, aquel conjunto de preceptos que identifican la verdad inalterable del corazón del hombre, su naturaleza más profunda y radical. Como subraya Benedicto XVI, el pueblo de Israel, con su sola existencia, es un testimonio del Dios que se ha revelado al hombre, que se ha implicado con él para mostrarle el camino de la vida; por eso debía ser eliminado de la faz de la tierra, de modo que el nuevo hombre gestado por la ideología se convirtiera en dominador total del mundo, sin límites ni condiciones. Arrancada la raíz hebrea, el nazismo pretendía también hacer desaparecer al cristianismo, sustituyéndolo definitivamente por la fe en el hombre autosuficiente, que se hace a sí mismo y que con su fuerza dicta a la realidad sus propias leyes.
Un grito humano
El Papa ha querido hacer suyas las palabras del Salmo 44, el lamento de Israel dirigido al Dios de la Alianza, para resumir todo la angustia del corazón humano frente al poder del mal ejercido y aparentemente triunfante. «¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué guardó silencio? ¿Cómo pudo tolerar ese exceso de destrucción, ese triunfo del mal?». Benedicto XVI no hay querido suprimir el profundo misterio de esta circunstancia terrible con una fórmula teológica. Por el contrario, nos ha invitado a no convertirnos en jueces de Dios (de cuyo secreto sólo se nos da ver algunos fragmentos) sino a permanecer ante Él con un grito humilde e insistente: «¡Despiértate! ¡No te olvides de tu criatura, el hombre!». Este grito dirigido a Dios, es al mismo tiempo un grito destinado a desvelar la raíz profunda del corazón humano, creado a imagen y semejanza de Dios, para que esta imagen no se vea sofocada por el egoísmo, la indeferencia o el miedo.
El Dios de la razón es amor
Y frente a las sombras que se ciernen sobre nuestra época, Benedicto XVI ha vuelto a presentar al Dios de Jesucristo: «El Dios de la razón, que ciertamente no es una matemática neutral del universo, sino que es una sola cosa con el amor y con el bien». Es esta razón abierta al Misterio, la razón que coincide con el amor que ha creado el mundo, la razón que ha introducido en el mundo la tradición judeo-cristiana, la que puede liberar a nuestra época de la irracionalidad del fundamentalismo, y del cinismo violento de una razón presuntuosa y cerrada, enemiga de Dios. Después, suavemente, el Papa nos ha dejado ver que Dios no estuvo completamente callado en Auschwitz. Algunos de sus mejores hijos eligieron padecer para mostrar al mundo que el mal no podía someter su corazón, que la verdadera imagen del hombre puede permanecer en pie frente a la pretensión de la ideología, que el amor es más fuerte que el odio. Entre ellos cabe destacar a Maximiliano Kolbe y a Edith Stein.
Ellos, a imagen del Crucificado, no suscitan en nosotros el odio hacia sus verdugos, sino que despiertan el deseo de la verdad y el coraje de luchar por el bien. Ellos son la luz que ha brillado en la noche oscura de aquellos tiempos terribles, una luz que nos invita a mantener la mirada fija en el Dios que quiso salvar al mundo muriendo en una cruz. También hoy necesitamos esa luz.
Un abuso germen de violencia
Benedicto XVI ha advertido que este grito cobra especial significado también en la hora presente, cuando de nuevo parecen surgir de los corazones de los hombres todas las fuerzas oscuras. Aquí el Papa ha mencionado el abuso del nombre de Dios para justificar la violencia ciega contra los inocentes (en clara referencia al fundamentalismo islámico), y el cinismo que no reconoce a Dios y que hace escarnio de la fe (el nihilismo occidental). Ambas formas, si bien de diferente manera, son hoy germen de una violencia que de algún modo conecta con la trágica pretensión del nazismo. En el primer caso, sustituyendo al Dios verdadero por una máscara ideológica, una forma vacía de razón y de amor, en nombre de la cual se trata de imponer un determinado orden; en el segundo, aboliendo todo rastro de dependencia del Misterio, borrando los vínculos del hombre con el significado del mundo y abocándolo a convertirse en el único dios de sí mismo.
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