Según un reciente sondeo, más del 10% de los lectores cree en las tesis de la novela. Para muchos jóvenes es más que plausible que Jesús se casara. En el fondo no saben quién es y qué tiene que ver con su vida
«Cuando Tom Hanks dijo a Audrey Tautou: “Pero entonces tú eres la última descendiente de Cristo”, se oyó una carcajada en la sala. No era la única persona que no se lo creía». De esta forma describía el Corriere della Sera el estreno mundial en el Festival de Cannes del “evento” –no solo cinematográfico– del año: la película El Código Da Vinci, basada en el best seller (50 millones de ejemplares) de Dan Brown. «Ningún aplauso y algunas risas», confirma la Repubblica.
Sin embargo no se trata de algo gracioso. El bobo de Forrest Gump no es el único en apasionarse por la historia sagrada “made in Hampshire”. Según un sondeo realizado para Panorama, más del 10% de los italianos cree en las tesis de la novela: que Jesús se casó –aunque con toda seguridad no llegó más allá de una unión de hecho– con María Magdalena, que sus descendientes andan todavía por el mundo, que Leonardo Da Vinci conoció todo esto y dejó mensajes esotéricos encriptados en sus pinturas y que la Iglesia, desde hace dos mil años, está ocultando la que considera una malísima noticia. Y la esconde y la falsifica no tanto por cuestiones de moral sexual, sino por puro ejercicio de poder: en el siglo IV, Roma –y su cómplice el emperador Constantino, un reborn christian, un Bush ante litteram en resumen– habría sustituido el cristianismo originario, buonista y femenino, por una institución viril y homicida que no piensa más que en perpetuar su propio dominio temporal. Su brazo armado (y también su mente pérfida) sería hoy el Opus Dei.
Perfil bajo
Aparte de la limitada franja de los “fieles” a Dan Brown, se extiende el amplio pantano de los simpatizantes: el 36% de los entrevistados considera el matrimonio de Jesús como «una hipótesis sobre la que indagar»; la mitad de los jóvenes entre los 15 y los 25 años «no excluye» que sucediera tal como cuenta El Código Da Vinci. Les hemos visto en las entrevistas callejeras de los telediarios para explicar el fenómeno: simpáticos, enseñando los calzoncillos por el pantalón bajo del que asoma un tatuaje, un poco sorprendidos al ser interrogados a la entrada de la discoteca acerca de Jesús –sí, saben quién es–, no recordaban que en Caná había habido un matrimonio, pero el del Hijo de Dios lo daban absolutamente por probable; confundían a Moisés con Golda Meyer, pero el cotilleo bíblico les intrigaba bastante. Franco Cardini dice que todo este éxito de Dan Brown, un charlatán desde el punto de vista histórico, es una venganza de los neoconservadores americanos contra una Iglesia poco maleable en el tema de la guerra en Irak. Exagera. Sin embargo sí destila una cierta hostilidad. El Opus Dei, pintado en la película peor que en el libro, se ha decantado por un perfil bajo, y ha pedido de forma muy diplomática a la Sony Pictures que emitiera antes de la proyección un letrero en el que se dijese que cualquier referencia a personas y hechos es absolutamente casual, que se trata de una obra de pura fantasía. Pero no ha habido manera: el mismo director Ron Howard se ha opuesto secamente, y ha tildado de “fascistas” a los que han propuesto boicotear su tenderete.
En la Iglesia se han producido reacciones de preocupación. El cardenal Tarcisio Bertone ha invitado a «no sostener este negocio indigno»; el cardenal Francis Arinze ha recordado que «existen medios legales para lograr que algunos respeten los derechos de otros». Sin embargo ha prevalecido la línea pragmática del cardenal Ruini: ningún boicot. Desde la condena de «una moda editorial y cinematográfica que tiene en primer lugar una finalidad comercial, pero que constituye también una crítica radical totalmente infundada del corazón mismo de nuestra fe», el presidente de la CEI ha dicho que el fenómeno “Código Da Vinci” es en realidad «una oportunidad» para los católicos, «la ocasión de una obra capilar de información histórica».
Nuevos tipos de fe prêt-a-porter
Hace cuarenta años, un país como Italia no habría picado en una ficción como esta. Ahora se ve qué queda de una nación, si no cristiana, por lo menos “de cultura católica”. ¿Tal vez tenga algo que ver la educación? Los habrá que reflexionen también sobre los resultados de una fe confiada sustancialmente a la catequesis (entendida como una reunión), a su vez fundada sobre la Palabra más que sobre la carne: y la carne se toma su revancha. «¿Ha abandonado la humanidad a la Iglesia, o es la Iglesia la que ha abandonado a la humanidad?», se preguntaba el poeta T.S. Eliot. Ambas, respondía Giussani a Roberto Fontolan en la entrevista realizada para la RAI en 2004: «La Iglesia ha empezado a abandonar a la humanidad, en mi opinión, en nuestra opinión, porque ha olvidado quién era Cristo. Ha tenido vergüenza de Cristo, de decir quién es Cristo». Y en nuestra Europa cristiana –démonos cuenta– muchos ya no saben quién es. Y estas operaciones culturales no son ingenuas ni están aisladas. The National Geographic Society, editora de una revista de gran difusión, financia con cantidades astronómicas la restauración y publicación del evangelio gnóstico de Judas, en el que Jesús mismo le pide al apóstol que le traicione y le promete el reino de los Cielos, asegurándole que él es el mejor de los doce. Se discute acerca de un evangelio secreto de Marcos, y apócrifos, papiros y epígrafes que estarían en contradicción con los Evangelios canónicos aparecen cada vez más a menudo en Oriente Medio. Actores y futbolistas –no está solo la corte browniana: ¿recordáis lo que dijo Mónica Bellucci, la Magdalena de Gibson, en contra de la Iglesia a propósito de la fecundación artificial?– toman el micrófono, proclaman su hostilidad hacia el Vaticano y presentan nuevos tipos de fe prêt-a-porter.
Último tabú
Vuelve a la mente la insistencia de Giussani, hace quince años, sobre la autenticidad de los Evangelios: decir que aquel ínfimo fragmento que es el 7Q5 demuestra que el Evangelio de Marcos no es una reelaboración tardía “de ambiente” como los evangelios gnósticos de los siglos III y IV, sino el registro esencial de un testimonio directo –los ojos y los labios son de Pedro–, no era un capricho de biblista. La batalla de comienzos de los años 90 contra el gnosticismo –la tentación de sustituir la fe concreta de la Iglesia por aquella más refinada de un círculo de intelectuales– era una batalla justa. Tal vez algo anticipada. Ahora que en las páginas de los periódicos se discute sobre universos paralelos, cada uno con sus leyes y con su Demiurgo simbólico, se escribe sobre esferas psíquicas y grandes arquetipos, sobre ángeles y dioses en plural, la escena resulta más clara. Pero aquí estamos traspasando los límites del esoterismo, que siempre ha tenido sus fans. «Es como si hubiese caído el último tabú» contra la Iglesia, escribía a propósito del Código Da Vinci Lucio Brunelli, vaticanista de Tg2. «No es la primera vez, en dos mil años de historia, que alguien insinúa la sospecha sobre la verdad de los Evangelios», pero siempre se había tratado de tesis destinadas al reducido mundo de los especialistas académicos o al de las sectas. «Nunca había sucedido, desde los inicios del cristianismo, que la sospecha sobre los Evangelios y sobre Jesús fuese deliberadamente difundida (¡y arraigara!) rápidamente por millones de personas en todo el planeta».
Estirpe real
Durante un Regina Coeli en la plaza de San Pedro, y mientras en los periódicos se azuzaba la polémica, el Papa dijo algo espléndidamente esencial: recordó sencillamente que Cristo ha resucitado, que su cuerpo y su sangre están vivos en la Iglesia: «La resurrección de Cristo es el dato central del cristianismo, verdad fundamental que es preciso reafirmar con vigor en todos los tiempos, puesto que negarla, como de diversos modos se ha intentado hacer y se sigue haciendo, o transformarla en un acontecimiento puramente espiritual, significa desvirtuar nuestra misma fe». Por tanto Brown no se equivoca del todo: existe una descendencia de Jesús que circula todavía misteriosamente por el mundo, que pasa inadvertida para la mayoría; existe verdaderamente una sangre real que desde hace dos mil años perpetúa su estirpe, pero no es la que protege el Priorato de Sión que ha imaginado el ex pianista-cantante de Exeter.
Y en definitiva, todo este barullo traerá también algo positivo: muchos empiezan a preguntarse quién es de verdad este Jesucristo del que habla medio mundo.
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