Vivo en París y estudio chino. Estamos atravesando un periodo difícil, con desórdenes y huelgas que han comenzado en las universidades, y esta situación ha hecho de telón de fondo de algunos hechos milagrosos para mi vida y para la vida de nuestra pequeña comunidad. Todo empezó cuando, en los primeros días de los disturbios, leí en los baños de mi facultad una invitación a participar en una manifestación. El cartel decía: «Tenemos que hacer algo porque no seremos estudiantes siempre». Esta frase fue como un martillazo en mi cabeza y enseguida me pregunté: «Pero yo, ¿qué propongo en la universidad? La gente escribe en las paredes, invita a manifestaciones. ¿Y yo?». Era martes, esa tarde había Escuela de comunidad y leíamos el punto acerca de los problemas del hombre en su búsqueda de la verdad. Conté el episodio que me había sucedido, y pedí ayuda porque necesitaba comprender qué estaba en juego, para poder decir y proponer algo a la luz de lo que vivimos juntos. De esta forma nos juntamos unos cuantos para dar un juicio sobre lo que estaba sucediendo, y tal vez escribir algo. Después de una semana de intentos y correcciones, dimos con la redacción definitiva de nuestro manifiesto (ver el box adjunto).
Enseguida me sentí más libre, podía mirar a la cara la violencia y los aspectos absurdos de las protestas, lo que sucedía me decía algo. La gente enloquecida por las calles tenía nuestro mismo deseo de hacer de su vida algo grande y, aunque desde la ideología y la revuelta, en el fondo nos hablaba y nos recordaba nuestro deseo y esa respuesta que hemos encontrado y que vivimos todos los días.
La libertad se ha expresado con un ímpetu y con un valor impensables antes: durante una peregrinación con todos los jóvenes católicos de l’Ille de France, me dirigí a la sacristía para agradecer al arzobispo de París una homilía que había dicho sobre la situación en la universidad, y para decirle que habíamos escrito algo en total consonancia con él y que queríamos dárselo para que lo leyera.
Después de haber mostrado, por primera vez de forma clara, nuestro rostro en la universidad con un reparto de manifiestos “despiadado”, salgo al terminar la clase y dos personas me esperan: son Stefano e Inés, que me invitan a tomar un café. Un gesto casi banal, pero ha sido este reparto lo que nos ha hecho más amigos, más conscientes de lo que hemos recibido. Al día siguiente, al pasar delante de la Sorbona, encuentro –no sé cómo– el valor de pasar la mano tras las barricadas de acero para dar nuestro manifiesto a los policías.
El principio de juicio que hemos dado juntos me ha hecho estar alerta ante todas las cosas: mi corazón “llamaba” y trastocaba mis planes. Una mañana fuimos a la facultad de dos amigos del CLU para repartir manifiestos. Al final me encontré a tres chicas dispuestas a discutir sobre él. Tomaron el manifiesto, se detuvieron un poco más adelante y lo leyeron, parecían interesadas y vi que hablan entre ellas. Las alcancé y les pregunté qué pensaban: una me respondió que la cuestión de la educación no era nueva, que era un discurso ya oído... «No, mira», le dije, «aquí pone “educación del deseo”, porque creo que el problema no es si uno está instruido o no, si sabe hacer una redacción o si es amable con las viejecitas, sino si uno se toma en serio el propio deseo para construir a partir de él», y empecé, tímidamente, a hablar de cómo sentía yo la cuestión del deseo. Después de algunos momentos se pusieron a llorar de conmoción. En aquel momento me di súbitamente cuenta de mi persona, de la profundidad de mi deseo y de que la misión es sobre todo cumplimiento para mí. En aquella acera conocí a Laurance, Laure, Marine y a mí misma. Al volver en coche, sumergida en el tráfico de París, me di cuenta de que nunca como entonces me sentía como en mi casa en la ciudad en la que nací.
Murielle
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