Para ofrecer un juicio sobre nuestra sociedad debemos elegir un criterio con el que valorar la situación actual. A partir de la coincidencia sobre los síntomas del cansancio o del agotamiento de Occidente pueden aflorar diagnósticos muy diferentes. De ahí el interés de los criterios de interpretación sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno que Benedicto XVI ha propuesto con ocasión del 40º aniversario del Concilio Vaticano II.
El Papa sostiene que la relación de la Iglesia con la modernidad había empezado de modo muy problemático con el proceso Galileo y luego se rompió totalmente con Kant y la revolución francesa. El enfrentamiento fue frontal y no parecía posible el entendimiento. Sin embargo, dice el Papa, por una parte, la propia edad moderna fue evolucionando: la revolución americana ofreció un modelo de Estado distinto del francés, las ciencias naturales empezaron a reflexionar sobre sus propios límites, y después de la Segunda Guerra Mundial algunos políticos europeos mostraron que era posible un Estado moderno laico, inspirado en fuentes éticas abiertas al cristianismo. Por otra parte, la Iglesia reconoce que hay una cierta forma de discontinuidad en su actitud ante la edad moderna, no en los principios pero sí en las formas concretas. La Iglesia revisó y corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta discontinuidad mantuvo su naturaleza y su identidad. Un ejemplo es el de la libertad religiosa: si se considera como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad y se transforma en la canonización del relativismo, no es aceptable para quien cree que el hombre puede conocer la verdad de Dios. Pero es distinto si se considera la libertad religiosa como una necesidad que deriva de la convivencia humana, y una consecuencia intrínseca de la verdad, que no se puede imponer desde fuera sino que el hombre hace suya mediante un proceso de convicción. El Concilio Vaticano II reivindica la libertad religiosa, que es un principio esencial del Estado moderno, pero que es también el patrimonio más profundo de la Iglesia.
El Papa sugiere un “sí” fundamental a la edad moderna. Pero –prosigue– esto no supone ingenuamente que vayan a desaparecer las tensiones entre la Iglesia y la modernidad porque, por un lado, existen contradicciones internas a la propia edad moderna, y por otro no se puede olvidar nunca la fragilidad de la condición humana. En ese sentido el Evangelio sigue siendo “signo de contradicción” frente a los errores y peligros del hombre en todas las épocas (Lc 2,34). La Iglesia quiere superar las contradicciones erróneas o superfluas con la modernidad mientras mantiene esa contradicción fundamental, con la misma apertura mental y claridad de discernimiento que tuvo en otros momentos: la actitud de san Pedro ante los paganos para dar siempre razón de la propia fe (1Pe 3,15) o el diálogo medieval con el aristotelismo y los judíos y musulmanes, como ejemplifica Tomás de Aquino.
Una contradicción interna de la mentalidad dominante
Si, como dice el Papa, el Evangelio está llamado a iluminar e integrar las tensiones internas de la época moderna, quizá un punto de partida interesante sea el de advertir cómo se sitúa hoy la cultura dominante ante las tradiciones religiosas y, en general, ante la dimensión religiosa de todo hombre. Se puede reconocer sin dificultad que la mentalidad “progresista” desemboca hoy en dos tendencias opuestas: por un lado un laicismo estatalista y por otro lado un multiculturalismo. Ambas posiciones polemizan entre sí y ninguna de ellas logra abarcar por separado la totalidad de los factores en juego. Podríamos tener aquí un buen ejemplo de lo que decía J. Ratzinger en su última intervención antes de ser elegido Papa: la razón ilustrada, por su derivación racionalista, no es plenamente universal ni es completa en sí misma; no puede arrogarse la pretensión de coincidir sin más con la razón de todo hombre. Examinemos muy brevemente las dos posturas.
Laicismo estatalista
La primera enfatiza el aspecto universal de la identidad humana, y para ello absolutiza la relación entre el ciudadano y el Estado, tal y como se plasma en las declaraciones universales de derechos humanos. Para garantizar su eficacia tiene que encerrar en el ámbito privado toda pertenencia cultural o religiosa que especifique una identidad diferenciable de otras, con la intención de situar a todos los ciudadanos a igual distancia de la ley. Esta posición ha derivado de hecho en un estatalismo, en el que el Estado tiende a adquirir un valor absoluto, erigiéndose como fuente legitimadora de los derechos del ciudadano. Recíprocamente los ciudadanos reducen su posición en la realidad y la formulan exclusivamente a través de la categoría de los derechos que reclaman al Estado.
Multiculturalismo
La segunda posición de la cultura progresista aparentemente es más flexible y menos laicista. Enfatiza las diferencias (culturales, religiosas, étnicas...) como base de realidades comunitarias que se sitúan entre el individuo y el Estado, con pretensión de incidir en el ordenamiento jurídico. A primera vista se supera la comprensión abstracta del ciudadano y se deja más espacio a las identidades particulares, incluidas las religiones. En este caso el límite más evidente es la dificultad para fundamentar la unidad de todas esas identidades, y con ello la incapacidad para alcanzar la universalidad. No se consigue aceptar una común experiencia humana que permita ofrecer criterios para comparar las distintas expresiones culturales o religiosas. Se consolida así un relativismo cultural y antropológico insuperable. Los efectos negativos de esta perspectiva son visibles en ciertas políticas de integración positiva en EEUU, o en la exasperación de las diferencias culturales o étnicas de ciertos nacionalismos en Europa.
Donde resulta más gráfica la incoherencia interna de las dos orientaciones es en la valoración de la libertad religiosa ante el islam, como se vio en “la crisis de las caricaturas”. Obviamente la primera y más grave responsabilidad de esa crisis es del integrismo islámico organizado y violento. Pero por lo que toca a las reacciones occidentales, algunos representantes de la cultura dominante han exacerbado el rechazo de la religión islámica en nombre del carácter absoluto del derecho a la libertad de prensa (laicistas estatalistas). Otros, en cambio, han reivindicado la alianza de civilizaciones, recriminando a los europeos su falta de sensibilidad ante lo diverso (multiculturalistas). Ambas posiciones, que nacen de la misma matriz cultural, son parciales y no pueden ofrecer las bases para una convivencia verdaderamente humana, libre y en paz.
La experiencia elemental del hombre fundamento de la verdadera laicidad
Si se trata de dar razón de la fe a quien lo pida, a nosotros nos toca testimoniar incansablemente, mediante hechos y palabras, la existencia de una cultura humana capaz de acoger las instancias verdaderas de ambas posiciones, y a la vez de superar sus límites respectivos. Así se puede ofrecer una visión verdaderamente laica de la sociedad y del Estado, que nos permita salir de las aporías en las que occidente se ha estancado.
Las dos posiciones recogen elementos verdaderos de la experiencia elemental del hombre, pero ambas son deficitarias. Es fundamental pues comparar sus postulados con la experiencia concreta del hombre en acción, de cada hombre real. En esta ocasión nos limitamos a dos observaciones fundamentales. En primer lugar, cada hombre es un individuo irreductible, con una dignidad absoluta en cuanto persona, y es a la vez miembro integrante de la comunidad humana. Ambas dimensiones se reclaman mutuamente en una “unidad dual”. Por tanto no se puede dividir arbitrariamente la vida de cada hombre entre esfera pública y privada, porque las dimensiones sociales son constitutivas de la persona. De ahí, por ejemplo, la decisiva importancia que Benedicto XVI confiere a la defensa de la familia, el respeto de la vida, y la educación de los hijos. Como las dimensiones públicas están constitutivamente al servicio de la persona, la subsidiariedad política, económica y social es decisiva para limitar el estatalismo.
En segundo lugar, si se observa al hombre concreto, emerge una dimensión enigmática que atraviesa su experiencia elemental: la apertura a una exigencia infinita de sentido y de felicidad, que caracteriza todo instante de la vida de la persona. Esta apertura lleva, mediante un itinerario de la razón y la libertad, al reconocimiento en la experiencia de un TÚ personal y trascendente, al que llamamos Dios. El hombre aparece así dotado de un dinamismo inagotable de deseo y de búsqueda de este fundamento misterioso, del que depende y que es el horizonte posibilitador de su vida. Como ningún hombre, ni tampoco el Estado, se pueden arrogar la condición de ser la fuente última de ese dinamismo infinito, porque ni el hombre ni el Estado son Dios, el reconocimiento de la experiencia elemental ofrece el fundamento de una laicidad verdadera que salvaguarda a la sociedad frente al relativismo culturalista o el estatalismo laicista.
Necesario y fatigoso diálogo racional en la sociedad
La experiencia elemental en los términos apuntados ofrece el criterio para valorar las propuestas de vida buena personal y social, y para juzgar los ordenamientos jurídicos. En efecto, en torno a este fundamental criterio antropológico –cuya cifra es la libertad religiosa– se despliegan los demás valores, con su innegable exigencia de universalidad.
La modalidad con que se proponen estos criterios no puede ser otra que la de un diálogo efectivo y libre, entre las identidades particulares, en el que el punto de partida es la certeza de la propia identidad personal y comunitaria y la pasión por la identidad del otro, en su diferencia conmigo y en su común condición humana, abierta al Misterio. Sólo así se pueden afrontar los graves problemas éticos que la tecnociencia plantea en el ámbito de la vida, y que la convivencia plantea en un mundo en continuo intercambio por la emigración y la globalización. Todos somos emplazados a exponernos ante este tribunal último y universal de la razón y la experiencia humana, tanto las distintas tradiciones religiosas como las concepciones laicistas. Sólo las sociedades que acojan este punto de comparación podrán ser consideradas como verdaderamente laicas, y asegurarán a sus ciudadanos un contexto cultural a salvo del integrismo religioso o del fundamentalismo laicista, y harán posible discernir el desigual valor humano de las distintas tradiciones culturales y religiosas.
Quizá tengamos aquí un ejemplo de lo que Benedicto XVI sugiere cuando dice que la Iglesia está llamada a ofrecer un criterio decisivo de juicio para las sociedades modernas, siendo ante ellas un “signo de contradicción” en lo fundamental, y superando, por medio de un diálogo fatigoso y necesario, todas las contradicciones superfluas o erróneas.
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